Las megalópolis chinas como experimento global
Resulta significativo el contraste entre las barriadas chinas y las villas-miseria latinas, los «bidonvilles» africanos, las favelas brasileiras, las chabolas de Lagos y Manila, los callejones de El Cairo y Calcuta…
La construcción en pocos años de decenas de nuevas ciudades, algunas de las cuales han alcanzado dimensiones gigantescas, constituye uno de los rasgos más notables del modelo chino de desarrollo. Convertir a China en la fábrica del mundo ha implicado que más de un centenar de ciudades superen allí en apenas tres o cuatro décadas el millón de habitantes y que una veintena de áreas metropolitanas alcancen los cinco millones; tantas como todas las metrópolis que llegan a esas dimensiones en Europa, EEUU, Canadá o Australia. Además, las áreas metropolitanas de Chongquing, Shanghái, Pekín, Shenzhen/Hong Kong o Guangzhou, superan los veinte millones, cifras que en el Planeta solo son comparables a las de Tokio, Ciudad de México, Sào Paulo, Delhi o Mumbai. La dimensión del crecimiento chino no tiene precedentes ya que, desde los años 80, centenares de millones de personas, un volumen de población semejante al de EEUU o Europa occidental, han pasado de vivir a ras de suelo y en aldeas rurales a vivir o trabajar en rascacielos, si bien muchos en condiciones precarias al carecer de permiso de residencia. Se trata, según se mire, de un experimento social de consecuencias impredecibles porque debiéramos ser conscientes de que esta pandemia que ahora padecemos, como algunas anteriores y probablemente otras aún por llegar, están ligadas a ese modelo de globalización neoliberal.
Aunque el flujo de población emigrante del campo a la ciudad es un fenómeno universal, a diferencia del tiempo que el proceso de construcción de ciudades llevó en Europa y luego en América, donde se extendió durante siglos y a varias generaciones de «extranjeros», en el caso de China, ciudades de una dimensión asombrosa se han edificado en apenas tres-cuatro décadas con población autóctona. Si París, Londres o Nápoles, las mayores ciudades europeas, necesitaron siglos de crecimiento, como en otro tiempo histórico lo necesitó Roma para superar el millón; y si Nueva York, Boston, Chicago o Los Ángeles, luego Detroit, Miami o Houston, necesitaron entre 100 y 150 años hasta convertirse en metrópolis, en el caso de ciudades chinas como Tianjin, Donggu, Xi’an, Zhengzhou, Hangzhou, o Quanzhou, desconocidas para la población occidental pero mayores que urbes como Berlín, Sídney, El Cabo, Seatle o Montreal, su crecimiento las ha transformado y en solo un tercio de siglo han pasado de ser urbes de algunos centenares de miles de habitantes a serlo para cinco o diez millones. Solo Wuhan, epicentro de esta pandemia, ha adquirido reconocimiento entre el público, aunque con cerca de once millones de habitantes ya era tan o más grande que París o Londres, Washington o Toronto.
A un ritmo anual de veinte millones, semejante colonización urbana ha ubicado a varios cientos de millones de desplazados desde el campo en barriadas gigantescas, desconectadas entre sí y ligadas a un centro financiero, o a nódulos industriales o comerciales, sin apenas espacios comunitarios. El anonimato, aislamiento y la desconexión han favorecido una nueva vida social dominada por la virtualidad. Un entorno donde la capacidad de manipulación del poder y de los algoritmos resultan igualmente gigantescos. El desbordamiento del espacio para una población sin raíces ha procurado ciudades que a su vez carecen de referencias. De ahí la importancia de los centros comerciales y de edificios emblemáticos para tratar de ordenar un laberinto urbano hacia el que en las próximas décadas se incorporarán otros centenares de millones. En cualquier caso, resulta significativo el contraste entre las barriadas chinas y las villas-miseria latinas, los «bidonvilles» africanos, las favelas brasileiras, las chabolas de Lagos y Manila, los callejones de El Cairo y Calcuta, o los arrabales de Dacca o Yakarta, Bangkok, Nairobi o Johannesburgo, donde se ha concentrado a cientos de millones de desposeídos. La dictadura china, a pesar de sus desigualdades, representa una excepción en la dimensión de la pobreza que como la globalización se ha extendido por el Planeta.
Si en 1970 la población urbana de China no llegaba al 20%, medio siglo después se acerca al 60%. Aunque las diferencias entre ciudades sean notables y los ingresos urbanos tripliquen a los del campo, hoy el salario medio chino supera al de Croacia y la esperanza de vida, a pesar de la contaminación, alcanza los 80 años, como en Japón o Suiza, con un paro también de solo un 4%. Otros datos esanguratsuak son que, junto a los casi 1.500 millones de chinos conviven solo 300.000 extranjeros, equivalente al 0,02% de la población, o que la gestión de las ciudades depende del doble control de la administración pública y del Partido Comunista. En un sistema en el que el alcalde responde ante el jefe del Partido de la localidad, la planificación urbana en el proceso ha resultado bastante precaria y el margen de maniobra de los promotores inmobiliarios y de los arquitectos, bastante amplio.
La tarea de poner orden sobre un espacio descontrolado, un crecimiento sin reglas y en ruptura con el pasado, plantea enormes retos de integración y equilibrio para la población. Los huttongs que fueron el hábitat tradicional en las ciudades chinas –viviendas familiares alrededor de un patio común– han sido sustituidos por rascacielos en los que el anonimato y la invisibilidad de los vecinos son habituales. Solo el Partido tiene una visión panóptica sobre el conjunto y son sus representantes para cada edificio, manzana o distrito quienes registran a la población y controlan el espacio. En China, las plataformas occidentales como Google, Facebook, Twitter€ están bloqueadas y la población se comunica a través de redes como Baidu o Wechat, controladas desde el Gobierno.
Aunque en China la división de poderes es una fantasía y sea habitual el desprecio a los derechos humanos y la persecución de disidentes y minorías, la gestión de la pandemia ha puesto en evidencia que una distopía autoritaria puede ser más eficaz que las democracias occidentales. El contraste entre la cifra de víctimas en China y EEUU o Reino Unido resulta elocuente y cabe pensar que los efectos económicos de la crisis sanitaria podrían resultar más severos a ambos lados del atlántico, en particular en Estados Unidos, donde la mayoría de la población vive a la semana, de un cheque al siguiente, o alrededor del Mediterráneo europeo, con economías dependientes del turismo y el ocio. Si, como parece, la posición de China se refuerza globalmente y, como pretende, liderase la próxima revolución tecnológica, la influencia civilizatoria que esas megalópolis tendrían en todo el Planeta aumentaría todavía más. Un inquietante escenario global.
Deia