La ideología soviética siempre se refería al futuro. En cambio, la ideología rusa oficial de hoy parece estar centrada directamente en el pasado.
El reciente artículo publicado por el Primer Ministro Vladimir Putin en el periódico polaco Gazeta Wyborcza , destinado a conmemorar el 60º aniversario de la invasión nazi de Polonia, expresa su determinación de hacer de la historia europea del siglo XX una parte importante de la actividad del Gobierno ruso. Dicho artículo refleja los profundos e irresueltos problemas de la época de Putin: la incapacidad para distinguir entre el pasado soviético y el presente ruso, una inescrupulosa mezcla de conservadurismo político y revisionismo histórico e indiferencia, rayana en la incomprensión, para con los valores fundamentales de la democracia.
En su artículo, Putin no lamentó el desplome de la URSS, si bien antes lo llamó “la mayor catástrofe del siglo XX”. De hecho, elogió incluso los movimientos democráticos que enterraron a la Unión Soviética y su esfera de influencia y no expresó interés por las revoluciones del siglo XX, que llamó “heridas profundas” infligidas por la Humanidad a sí misma.
Lo que de verdad preocupa a Putin y sus asesores en materia de asuntos históricos es el recuerdo de la segunda guerra mundial. Consideran la victoria soviética sobre la Alemania nazi el mayor logro del Estado y la nación que heredaron de la URSS. También consideran dicha victoria el contrapeso principal al recuerdo de la URSS como un régimen de violencia brutal e injustificada.
No es que la versión de la Historia de Putin niegue totalmente dicho recuerdo. Este verano, ordenó públicamente a su ministro de Educación que incluyera pasajes de El archipiélgo Gulag en el programa de la enseñanza secundaria. Más bien lo que preocupa a Putin es el equilibrio entre la segunda guerra mundial y el estalinismo en la historia soviética. Tras pedir una visión “contextual” y “causal” de la Historia, reconoce el terror estalinista, pero lo interpreta como una respuesta a la extraordinaria necesidad de derrotar al nazismo.
Putin resume su comprensión de la escala de la guerra recordando la pérdida de “27 millones de vidas de mis compatriotas”. Ese número ha aumentado con los años, pues los funcionarios soviéticos ampliaron la categoría de muertes en época de guerra para abarcar la “pérdida de población” total, en lugar de las víctimas militares directas. Así, los cálculos ofíciales de las muertes soviéticas en la segunda guerra mundial aumentaron de siete millones (la cifra dada por Stalin) a 20 millones (Jruschev) y a 26,6 millones (Gorbachev), en la que las muertes de civiles representaban al menos las dos terceras partes del cálculo de Putin.
Lamentablemente, Putin no explica a quiénes cuenta como compatriotas. Si se refería a quienes vivían dentro de las fronteras contemporáneas de Rusia, el número habría sido muy inferior. En cambio, incluye a todos los ciudadanos de la URSS que murieron durante la guerra, incluidos millones de ucranianos, bielorrusos y otros, y, cuando la URSS se anexionó los países bálticos, Königsberg, partes de Polonia, Finlandia, Moldavia y el Japón, también sus ciudadanos pasaron a ser compatriotas soviéticos.
Además, como la “historia contextual” de Putin subordina el sufrimiento de la época soviética al propósito de reñir la “gran guerra patriótica”, en su número figuran mezclados quienes murieron en el campo de batalla luchando por la URSS con los que los soviets mataron mediante asesinatos en masa, deportación y trabajos forzados. Conforme a esa lógica, se podría también reclasificar a las víctimas del terror, la colectivización y el hambre del decenio de 1930 para aumentar el número de víctimas de Hitler en la URSS.
Putin relaciona dos acontecimientos que desencadenaron la segunda guerra mundial, el Acuerdo de Munich de 1938 y el Pacto Molotov-Ribbentrop de 1939, en una construcción causal. Esos dos actos de colusión con la Alemania nazi fueron errores inmorales, escribe Putin, pero el segundo fue simplemente una reacción contra el primero. Desde luego, Neville Chamberlain, de Gran Bretaña, y Edouard Daladier, de Francia, firmaron un vergonzoso tratado con Hitler y Mussolini en Munich, pero, cuando Hitler lo violó, tanto Chamberlain como Daladier perdieron apoyo popular y, al comienzo de la segunda guerra mundial, ninguno de ellos seguía ocupando su cargo. Sin embargo, los dictadores permanecieron, entre ellos Molotov y Stalin.
Además, si bien el Acuerdo de Munich fue una cínica bendición del desmembramiento de Checoslovaquia por parte de Hitler, fue un documento público que decía en serio lo que decía, pero la parte de verdad importante del Pacto Molotov-Ribbentrop fue sus protocolos secretos, que dividían a Europa en dos dominios imperiales, el de Stalin y el de Hitler, sin el consentimiento –ni el conocimiento siquiera– de las naciones en él consignadas. Molotov, que permaneció en el poder durante toda la guerra y hasta 1956, negó la existencia de los protocolos secretos hasta su muerte, treinta años después. Las democracias cometen errores vergonzosos, pero en su momento los corrigen –o al menos se disculpan– y destronan a quienes les crearon problemas con ellos.
Es falso e incluso inmoral equiparar los usos democráticos y dictatoriales, pero ésa es la nueva ecuación rusa.
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Alexander Etkind, nacido en San Petersburgo, es lector de Literatura Rusa en Cambridge.
Copyright: Project Syndicate, 2009.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.