Las grandes ciudades portuarias, protagonistas de la historia del Mediterráneo

Las grandes ciudades portuarias, protagonistas de la historia del Mediterráneo (1)

Al alborear el siglo XX, las grandes ciudades portuarias del Mediterráneo,  son protagonistas de la historia. Estambul, la antigua Constantinopla, capital del Imperio Otomano que dominó los pueblos balcánicos y árabes de una y otra orilla, tras su derrota por los ejércitos europeos, en primer lugar de Inglaterra y Francia, fue ocupada. El 18 de febrero de 1919 el general Franchet d’Esperet penetró solemnemente en la ciudad a lomos de un caballo blanco, como en una revancha de los “Cruzados” a la idéntica entrada del sultán Mehmet II en 1493 que destruyó el Imperio bizantino. Meses antes, cincuenta y cuatro barcos de guerra, entre ellos italianos y un acorazado griego, habían fondeado en sus muelles. Al ganar Mustafa Kemal, padre de la Turquía laica y republicana, la guerra contra los invasores estableció su nueva capital en Ankara, estimando que Estambul era demasiado cosmopolita y abigarrada, con sus barrios de minorías europeas en Pera y Gálata, para ser la encarnación de la nueva Turquía.

En la segunda mitad del siglo XIX los capitales y las culturas procedentes de Europa se impusieron en el Mediterráneo, y las corrientes migratorias originarias de países europeos, constituyeron poderosas minorías en Alejandría, o en Argel. Las minorías religiosas o étnicas han sido, tanto en Oriente Medio como en los Balcanes, la base de su heterogénea sociedad con lenguas y culturas diversas, encajonadas en Estados, muchas veces de artificiales fronteras.

El régimen de “capitulaciones” del Imperio Otomano, forzado por las potencias occidentales, protegió a los extranjeros, a las minorías cristianas y judías de las tierras del Levante, organizadas en “miliets” o comunidades de naturaleza confesional. En Beirut, donde aun perdura este sistema político, último eslabón del Imperio Otomano, sus incesantes guerras de mil rostros son atizadas por la exasperación de estas identidades asesinas. Fue en Beirut y antes en El Cairo donde nació el movimiento del renacimiento árabe, “Nahda”, tanto en las letras, en el pensamiento como en la política. Primero los cristianos libaneses, a la sombra de los misioneros occidentales, en torno a las universidades francesa y norteamericana de Beirut, impulsaron esta corriente renovadora, que después fue un movimiento básicamente musulmán que aspiraba a desarrollar el patrimonio común y trascender las diferencias sectarias. Sus promotores abordaron el problema de la decadencia árabe y trataron de buscar cuál podía ser su lugar en el mundo contemporáneo.

Libaneses emigrados en Alejandría editaron en 1875 el diario Al Ahram -’Las Pirámides’- que aún se imprime en la república egipcia.

El año 1948 es un año fundamental en el Mediterráneo con la fundación del estado de Israel que provoca constantes conflictos bélicos con los árabes y es una permanente amenaza para la convivencia pacífica en su cuenca. En 1956 tras la nacionalización de la Compañía del Canal de Suez por Gamal Abdel Nasser, el gran protagonista del nacionalismo egipcio, convertido en panarabismo árabe, Inglaterra y Francia se aliaron con Israel en la malhadada campaña militar del Sinaí. La guerra se salda no sólo con la retirada de las tropas israelíes, forzada por la ONU, por la URSS y los EE.UU., sino con el fracaso del poder mediterráneo de las dos grandes naciones europeas que habían dominado el mar que los árabes llaman “blanco” –bahar el abiat el metauset– desde el hundimiento del Imperio Otomano y cuyos despojos territoriales en Oriente Medio convirtieron en mandatos sometidos a sus gobiernos. A consecuencia de este fracaso las colonias extranjeras que habían dado durante un siglo el carácter cosmopolita a Alejandría tuvieron que abandonar la ciudad mítica, cantada por el poeta griego Cavafis y descrita por el novelista Lawrence Durrell, funcionario colonial de la Gran Bretaña.

La posterior guerra de 1967 fue la gran guerra arabe-israelí con la ocupación de Jerusalén y de la Cisjordania cuyas consecuencias siguen amenazando la seguridad del Mediterráneo En 1973 Anuar el Sadat hizo la guerra para conseguir la paz con Israel, pero fue una paz separada, bilateral, y solo años después tras los acuerdos de Oslo entre Israel y los palestinos, otro estado limítrofe, el reino de Jordania, firmó otro acuerdo de paz. Dos de los estadistas que protagonizaron estos acontecimientos históricos, el presidente egipcio Anuar el Sadat y el primer ministro israelí Isaac Rabin, fueron asesinados por extremistas de ambos bandos. A partir de 1978 hasta el 2009 Israel ha invadido varias veces El Líbano para erradicar las fuerzas de la resistencia contra la ocupación, primero de los palestinos después del Hezbollah, y en el invierno del año 2009 sus tropas se cebaron en la población de Gaza dirigida por Hamas. El conflicto palestino israelí continúa siendo el gran escollo para la completa normalización de las relaciones mediterráneas. Ninguna capital árabe fue ocupada en estas guerras, a excepción de Beirut cuando en verano de 1982 los soldados israelíes penetraron en la ciudad con el objetivo de expulsar a los guerrilleros palestinos de la OLP al mando de Yasser Arafat.

Cuando viajan los alejandrinos a El Cairo dicen siempre que van a Egipto, al emplear el nombre árabe de Misr que es el mismo nombre de la nación y no Al Kahira que es el de la capital.

Alejandría fue una metrópoli mediterránea alejada desde el tiempo de los griegos hasta al de sus modernos gobernantes de la civilización y el estilo de vida egipcios. Sus años de cosmopolitismo apenas duraron un siglo desde 1860 a 1960. El cosmopolitismo fue un paréntesis en su historia. Todavía quedan algunos rótulos de calles alejandrinas escritos en francés, debajo de los escritos en árabe. Novelistas como Naguib Mahfuz, el único premio Nobel de los árabes, o Eduard Karrat han consolidado literariamente la indiscutible egipcianidad de esta “capital de la memoria”. La apertura de la biblioteca alejandrina ha dado cierto impulso a la ciudad. Pero si se han remozado y blanqueado fachadas de los nobles edificios del paseo marítimo, basta sólo con doblar una esquina para ver sus casas decrépitas, ennegrecidas por la humedad. Quimera u utopía, el sueño de Alejandría fue, ya desde Alejandro el Magno, su fundador, hermanar Oriente y Occidente.

Así como Salónica se hizo griega, Trieste italiana, Estambul -despojada de sus minorías muy arraigadas en su historia- turca, Alejandría, que parecía mas mediterránea que  egipcia, se convierte en la segunda ciudad de la república de Egipto, proclamada por los “oficiales libres” tras el golpe de estado de 1952 contra la monarquía del rey Faruk. Los alejandrinos ya no eran solo los protegidos de los cónsules sino todo un pueblo egipcio de fellahs o campesinos que la presión demográfica expulsaba del delta del Nilo. El cineasta Chahin en sus filmes sobre Alejandría ha narrado, no sin nostalgia, el fin de esta época.

 

 

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Argel, en árabe Djezair, es un nombre que procede de los islotes que antaño montaban  guardia a muy poca distancia de la costa, y fueron la mejor protección de su puerto. Argel en anfiteatro sobre el mar, mira hacia el sol saliente derramándose en una cascada de tejados y azoteas que, a veces, se encabalgan como en la “casbah”, el apiñado barrio de callejas estrechas, laberinto de pasadizos y callejones sin salida, el ámbito escalonado en el que los musulmanes del tiempo de la colonización francesa, se refugiaban y proferían escalofriantes gritos que, a veces, duraban horas reclamando su independencia. La plaza de los Mártires, el mismo nombre de la gran plaza de Beirut, a la que llega el viejo barrio argelino es un peculiar frontispicio que da al mar, sobre las arcadas que sostienen los bulevares desde los que se contempla el puerto. Estas arcadas de la época colonial han acentuado el estilo mediterráneo de la capital. Desde la baranda de la Pecherie, Argel tiene una estampa arquitectónica que evoca ciertas ciudades italianas como Palermo, o que  incluso recuerda algunos paisajes urbanos de Alejandría. Sus calles y bulevares porticados, útiles en los días del calor del verano, como describió Albert Camus en sus paginas de “L’Eté” y en el lluvioso invierno, son muestra de este estilo.

Argel que presumía de revolución y progresismo exhibe numerosas vías urbanas que ostentan muy significativos nombres como el bulevar Che Guevara, o las calles Patricio  Lumumba, Franz Fenon y Pekín. En la década de los setenta había una sala de cine de nombre “Sierra Maestra”. En Argel se edificaron pocas viviendas desde 1962. Los pisos que tuvieron que abandonar los “pied noirs” en su huida en masa después de la guerra, no bastaron para alojar a la población local. Los argelinos de religión musulmana que habían vivido casi confinados en guetos son los que tomaron posesión de los barrios burgueses y residenciales de los antiguos colonos. La afluencia de los campesinos, de los fellahs sobre la capital, el alto índice de crecimiento demográfico, el orden de prioridades establecidas por el FLN, pueden explicar esta patética escasez de alojamientos. En la casbah, en Bab el Ued, en los barrios populares muchas familias viven hacinadas en una sola habitación. En los barrios residenciales las pocas casas libres se alquilaban a precios astronómicos. Siempre se decía que era mas fácil encontrar un tesoro en la calle que alquilar una vivienda en Argel.

El heterogéneo y anárquico caserío de la ciudad, la de la Argel blanca y africana abierta a la gran bahía culmina en Tagarins, una colina habitada en el pasado por emigrados de Andalucía. Allí arriba construyeron un gran hotel, el Aurasi, que fue uno de los más esplendidos de la época del FLN, cuando Argel pretendía haberse convertido en la capital de movimientos de liberación nacional en la capital del Magreb.

Varias veces fui a Argel para escribir sobre las reuniones del Consejo nacional palestino, especie de parlamento en el exilio que no podía celebrarse en ninguna otra capital árabe, o para visitar la zona fronteriza del Polisario. Las canciones de Um Qalsum, la gran cantante egipcia, muerta en 1975, siguen uniendo a estos millones de árabes, divididos por cien fronteras, retransmitidas cada noche por las emisoras de radio del Machrek y del Magreb.

La lucha contra Francia iniciada en 1952 enfrentó a muchos ciudadanos europeos con el “otro”, con la “otra civilización”, que se alzaba en la orilla del sur del Mediterráneo, en el mundo turbio de la época colonial. La revolución argelina a dos pasos de nuestras costas -mi primer articulo en un diario barcelonés fue en “El Correo catalán”, precisamente sobre unos estudiantes argelinos del FLN, uno de ellos el futuro escritor Budjeria, que se alojaron un tiempo en Barcelona, con los que paseaba de noche por las Ramblas, entonando su himno nacional- fue uno de los mitos de nuestra generación. Un filme como “La batalla de Argel” recogió imágenes dispersas de aquellos combates entre soldados y guerrilleros nacionalistas. La casbah representó, en aquella dialéctica colonial, el barrio pobre, vetusto, exótico que se levantaba en armas contra las zonas residenciales habitadas por los europeos. La ciudad se dividió en dos partes sin ningún contacto con sus vecindarios, la casbah y Argel, con cuyo nombre se denominaba especialmente el sector moderno de estilo arquitectónico occidental. Pero la victoria de la revolución, que había sido la victoria de la casbah, no la hizo prosperar. Aureolada con el prestigio de su lucha de liberación, fortificada con el pretendido sistema socialista del FLN, Argelia en la década de los sesenta, bajo la presidencia de Huari Bumedien, se convirtió en vanguardia de movimientos revolucionarios como los “Panteras negras”, o los combatientes de Palestina que trazaban un paralelismo con su lucha contra la ocupación israelí y la tomaban como ejemplo del soñado “hombre nuevo árabe”. En aquel apogeo que ocultaba la dictadura del FLN, Bumedien esbozó en 1974 ante la tribuna de la ONU su ambición de un “nuevo orden económico del mundo”. Argelia en el Magreeb como antes había sido Egipto en el Machrek, en tiempos de Gamal Andel Nasser, fue el país árabe con una acción política más militante en el occidente del mediterráneo.

Argel, durante su unión con Francia, era también percibida como una ciudad europea,  como si los musulmanes que habitaban su barrios perteneciesen al pasado, mientras que la sociedad colonial encarnaba el futuro. El eminente arabista francés Jacques Berque,  escribió que el árabe aparecía como un “comparsa folclórico”. Con el éxodo de los “pieds noirs” y el final de la Argelia francesa, después de la guerra de liberación del FLN, la ciudad se confundió con su mundo natural y tal como ocurrió en Alejandría, sus barrios coloniales, sus zonas de población extranjera, se inundaron de lugareños procedentes de los contornos.  Los musulmanes ya no eran los extranjeros de Argel.

 

 

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En el extremo occcidental del Mediterráneo, en el Magreb, donde la descolonización fue más lenta que en los pueblos del Oriente o Machrek, la independencia del protectorado español de Marruecos provocó también la “marroquinazión” de Tánger y el final de su carácter de ciudad internacional.

Tánger se convirtió en el siglo XX en la puerta abierta de Marruecos. Sus soberanos la habían elegido como sede de las representaciones diplomáticas extranjeras. Los cónsules controlaban la ciudad y negociaban desde una posición de fuerza con los delegados del sultán. España declaró la guerra a Marruecos en 1859 en el reinado de Isabel II a raíz de un ataque de cabileños a una construcción militar en la frontera con Ceuta. El tratado de paz condenó al soberano cherifiano a pagar una enorme indemnización, forzándole a solicitar préstamos a entidades bancarias europeas, lo que dio pie a ingleses, franceses, alemanes y españoles a exigirle ventajas. Como ocurrió con el decadente Imperio Otomano, “el hombre enfermo de Europa” en el Mediterráneo oriental, los sultanes fueron obligados a conceder importantes privilegios a los cónsules, como la exención de impuestos, la extraterritorialidad de sus súbditos en materia de justicia, la entrega de la administración de sus aduanas.

En 1904 Gran Bretaña y Francia firman un acuerdo que otorgaba al gobierno de Su Graciosa Majestad británica la libertad de acción en Egipto y al presidente de la República Francesa, en Marruecos, a condición de que en Tánger se mantuviese un régimen internacional y que las regiones meridionales del país cherifiano fuesen confiadas a España, y ocho años mas tarde se delimitaron sus respectivos protectorados, siendo el español con sus 19.900 kilómetros cuadrados veinte veces más pequeño que el francés.

A finales del siglo XIX España comenzó a explotar las minas del Rif, región montañosa de población bereber, de carácter independiente y belicoso. Al atacar los rifeños a los trabajadores de la Compañía 5 de minas, el gobierno de Antonio Maura decidió enviar refuerzos a Melilla, provocando el embarque de reclutas en Barcelona una violenta reacción con huelgas y desordenes callejeros, incendios de iglesias y conventos -los hechos de la Semana Trágica- aplastados por las fuerzas armadas. Pese a que la mayoría de la población se oponía a la campaña militar al otro lado del estrecho de Gibraltar, el ejército español consolidó y profundizó el dominio del territorio marroquí. Franco llegó a Marruecos en 1912, incorporándose a los “Regulares” y más tarde al Tercio de la Legión. Después de la ocupación de la ciudad santa de Xauen comenzó la rebelión de los rifeños acaudillados por Abdelkrim, que derrotaron a las tropas españolas en la batalla de Anual en 1921 en la que murieron 13.192 soldados. Abdelkrim se proclamó emir del Rif unificando sus tribus.

Marruecos se convirtió en el principal problema de la política interior y exterior española. El desembarco de Alhucemas en 1925, con una espectacular movilización de la armada y el ejército de España fue una gran victoria que costó muchas vidas. Un año después se anunció el fin de la resistencia del Rif, y Abdelkrim se rindió a los franceses que también le habían combatido, deportándole a la isla de la Reunión de donde se escapó a Egipto. Ahora hay calles con su nombre en Tánger y en otras ciudades de Marruecos.

Durante su época internacional desde 1923 a 1956,Tánger fue una ciudad donde se respetaron media docena de religiones, se saludaban trece banderas de consulados  extranjeros, que gozaba de una administración con funcionarios multinacionales, que para garantizar la convivencia no tenían más remedio que ser tolerantes. Su base estaba constituida por la población marroquí de musulmanes y judíos de origen sefardita. La ciudad estaba bajo la soberanía del sultán y no tuvo un régimen colonial como el resto de Marruecos. Fue allí donde Mohamed V, antes de acceder al trono, pronunció su famoso discurso reivindicando la independencia.

Su estatuto de casi Ciudad-Estado, enclavada al norte del protectorado español -la ciudad fue ocupada entre 1940 a 1945 por las tropas del régimen franquista- le proporcionó una privilegiada situación de paraíso fiscal, le convirtió en lugar de refugio de exilados de todo el mundo desde rusos a republicanos españoles, entre ellos emprendedores empresarios catalanes, en nido de espías, plaza cosmopolita de escritores, como el norteamericano Paul Bowles, millonarios como Forbes, artistas como Rita Hayword u Orson Wells, aventureros y buscavidas. El mito del Tánger de entreguerras inspiró a muchos literatos como el marroquí Mohamed Chukri, el novelista español Angel Vázquez con “La vida perra de Juanita Carbona”, Juan Goytisolo cuyo principio de la novela, entonces prohibida por la censura española, “Reivindicación del conde don Julián” empieza en sus calles. En realidad el novelesco filme “Casablanca” fue rodado pensando en el ambiente de intrigas de espionaje de la ciudad mediterránea.

En 1956, Tánger fue reintegrada al reino independiente de Mohamed V, y como Argel a la salida de los colonos franceses, atrajo a los habitantes de sus comarcas, los rifeños, que rápidamente extendieron su población a los nuevos barrios periféricos. Tánger es una ciudad mediterránea que se asoma al Atlántico cuya historia también brilló con un efímero fulgor cosmopolita.

Estas ciudades-estado vivieron del mar como las polis fenicias, griegas, las ciudades del renacimiento italiano, mediterráneas o adriáticas. Las rivalidades de las potencias  coloniales, el ascenso de los nacionalismos transformaban en antagonismos la coexistencia de sus comunidades. La concepción europea del estado nación no se ha adaptado bien ni en el Oriente Medio ni en los Balcanes, cuya última cruenta guerra de desintegración de Yugoslavia volvió a provocar la guerra en el propio continente europeo.

Entre 1945 y 1948 la historia mundial atravesó Trieste, la ciudad portuaria del Adriático, puente de culturas, la ciudad de Claudio Magris y de Italo Svevo, con una población italiana, eslava, alemana. El hundimiento y desmembración del Imperio Austrohúngaro causaron en los Balcanes como la derrota del Imperio Otomano en Oriente Medio, conflictos bélicos, con el nacimiento de nuevos estados, dramas y trasvases de poblaciones, En estas tierras ha habido y hay habitantes del este y del sur del Mediterráneo más jóvenes que sus estados. La expansión de Trieste empezó en 1866 cuando todavía era parte del Imperio Austrohungaro, que tras la pérdida de Venecia, la convirtió en su principal puerto adriático. La apertura del canal de Suez solo tres años después, impulsó su actividad marítima. Entre la primera y la segunda guerra mundial, los habitantes de Trieste y de las disputadas regiones de Venecia Julia y de Istria, padecieron sus vuelcos históricos. Su población mixta pasó de una a otra autoridad estatal. Trieste fue austriaca, italiana tras la primera guerra mundial, alemana, más tarde yugoeslava, zona internacional, y por último definitivamente ciudad de Italia. Desde las postrimerías del Imperio Austrohúngaro que la dominó durante siglos, el movimiento irredentista italiano la reivindicaba, como también reivindicaba la región de Istria. Un ciudadano de Trieste cometió el frustrado atentado contra el emperador Francisco José. Fue en 1882 y ya anunciaba una turbulenta época.

El troceamiento del Imperio fomentó la unión de serbios, croatas, eslovenos en el reino de Yugoeslavia, de base multinacional a diferencia del reino de Italia, proclamado en 1861, de carácter nacional. Trieste entre las dos grandes guerras tuvo una población de 250.000 habitantes, la gran mayoría italiana.

Italia quiso aprovechar el tiempo de la invasión hitleriana de Austria y Checoslovaquia atacando Grecia y Yugoeslavia, ocupando temporalmente los anhelados territorios adriáticos. El régimen fascista soñaba constituir un imperio como el imperio romano, y en 1936 Mussolini anunció su intención de conquistar Etiopía. A la conquista de la norteafricana Libia se opuso una feroz resistencia, cuyo caudillo Omar Multar es un héroe árabe que hasta en la franja palestina de Gaza tiene dedicada su principal calle.

En 1942 Trieste fue ocupada por las tropas yugoeslavas y dos años después, por el tratado de París, se convirtió en “Territorio libre de Trieste”. La internacionalización de Trieste entre 1947 a 1954 fue resultado de un compromiso de las grandes potencias ante las reivindicaciones de Italia, de Yugoeslavia, y de un movimiento político independentista. Las aspiraciones del régimen yugoeslavo del mariscal Tito sobre el territorio sufrieron las consecuencias de su expulsión del Cominfort por Stalin, que le obligó a revaluar sus relaciones con las naciones occidentales de Europa. Italia sacó ventajas de esta nueva situación. Después de disturbios callejeros en Trieste, reprimidos por la policía del gobierno  de la autoridad militar aliada angloestadounidense, los dirigentes de Roma pidieron la destitución del comandante en jefe de la zona A que controlaba -la B estaba en manos de los yugoeslavos- y en octubre de 1954 concluyó su estatuto internacional, con la evacuación de las tropas aliadas y el despliegue de las unidades militares italianas. Por el acuerdo firmado se concedió a Italia casi toda la zona de Venecia Julia y gran parte del territorio de Trieste, y a Yugoeslavía la región de Istria. El compromiso político y étnico entre los bloques occidental y oriental estableció, entonces, la coexistencia pacifica entre dos países de régimen económico diferente, en el mar Adriático.

Las potencias vencedoras tuvieron que hacer frente al cruce de contradictorias propuestas y a los nacionalismos que habían alentado. Europa entre la primera y la segunda guerras mundiales, había tratado de reinventar el Mediterráneo y en 1945 ya no era capaz de dominarlo. Los EE.UU. con sus promesas de liberación de los pueblos y la URSS con su doctrina antiimperialista aparecieron en el Mare Nostrum. La Sexta Flota era la patente imagen de la hegemonía norteamericana con sus “marines” presentes desde el puerto de Barcelona al del Pireo.

 

 

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Entre 1945 y el hundimiento del comunismo, el Mediterráneo ha sido uno de los principales espacios disputados entre el Occidente liberal y el bloque del Este. Pero ha sido también uno de los lugares privilegiados para expresar aspiraciones neutralistas. Con la creación en 1948 de Israel, cuya moderna ciudad de Tel Aviv construida apresuradamente por los judíos que llegaban de Europa es una nueva imagen de las urbes mediterráneas, alejada de la historia de sus grandes metrópolis, se exacerban los conflictos armados entre el nuevo estado judío y los países árabes. Las ambiciones de las potencias occidentales de las explotaciones petrolíferas de la peninsula arábiga, del Golfo Pérsico, de Irak con los oleoductos que posteriormente se construirán en el levante mediterráneo en Haifa, en  Trípoli, el control de las rutas marítimas, la carrera armamentista, han hecho que esta región se convirtiese en un campo de enfrentamientos y maniobras militares. Con la fuerza del islamismo radical que también ha surgido en la tierra en que nacieron las tres grandes religiones monoteístas, el Mediterráneo Oriental es un constante foco de violencia e inestabilidad.

Hoy las dos riberas continúan alejadas, con profundas desigualdades de su nivel de vida entre las poblaciones del sur y las del norte, que provocan constantes emigraciones hacia Europa. No hay ninguna duda que el ímpetu económico del Viejo Continente se ha conseguido gracias a la aportación de la mano de obra del cinturón de pobreza mediterránea.

Hay percepciones opuestas en una y otra orilla. Las tentativas de modernización expresadas sobre todo en los grandes ámbitos urbanos del sur, perturban las sociedades tradicionales musulmanas. Las poblaciones árabes no comparten completamente la conciencia mediterránea, acuñada en Europa. En el inconsciente colectivo de los pueblos del Islam, el Mediterráneo -el Bahr el Rum o mar de los cristianos- es el horizonte por el que llegaron los “cruzados”, los ejércitos conquistadores, los agentes de una modernidad laica y extranjerizante. Es muy significativo que en la literatura y arte árabes, a diferencia de las europeas -aquí habría que recordar la critica al “orientalismo” hecha por Edward Said- no se presta mucha atención al Mediterráneo, a sus gentes, costumbres y paisajes. Con frecuencia la política mediterránea europea, suscita suspicacias.

Las poblaciones del sur viven entre la tentación de ensimismarse y la necesidad de abrirse a las formas plurales de la denominada globalización.

El Mediterráneo, más allá de especulaciones políticas e ideologías, se ha convertido en una de las regiones del mundo con más tensiones migratorias entre sus orillas del sur y del norte. Por un lado hay fascinación y por otro temor a un éxodo multitudinario. Las grandes diferencias entre el norte y el sur, como las que hay entre Israel y los árabes, hacen difíciles los esfuerzos del diálogo. Algunas de estas ciudades portuarias se han pauperizado, viven en una crisis social casi permanente con la afluencia de inmigrantes, refugiados, extranjeros. Estambul que aspira a ser el gran centro del sureste del Mediterráneo, por encima de Atenas con el Pireo, y anhela su integración política y económica con Europa, ha sufrido el fenómeno de la ocupación ilegal de solares en los que se ha establecido una gran parte de su nueva población urbana. Alejandría, Argel, están rodeadas de populosas y pobres zonas periféricas. Ya hace años Jean y Simona Lacouture habían escrito que “la soledad y el silencio son un privilegio en El Cairo”. A partir del año 1970. se han ido formando en torno a Beirut suburbios con musulmanes chiitas, procedentes del sur que llegan no solo en busca de una vida mejor sino ahuyentados por las frecuentes represalias israelíes, desde el tiempo en que los combatientes palestinos contaban con sus bases guerrilleras en la frontera. Ahora se han convertido en la sólida base sociológica del Hezbollah. La islamización de estas poblaciones es patente. ¿Qué perdura del espíritu de estas ciudades, de su estilo arquitectónico, de su carácter “exótico ” tantas veces descritos por los “orientalistas” europeos?

No sé cuántas veces he viajado en avión por el Mediterráneo de un extremo a otro, de Barcelona a Beirut y viceversa, sobrevolando Chipre, paraíso de turistas árabes y europeos, la pequeña isla griega de Kea con sus viejos molinos restaurados por los residentes extranjeros en estos largos veranos que son fiesta del cuerpo. Durante cuatro años, crucé en transbordador de Patrás a Brindisi el mar Adriático y atravesando Italia en automóvil, embarcaba de nuevo del puerto de Génova a Barcelona. Nacido en Barcelona, una ciudad que entonces daba las espaldas al Mediterráneo, ensimismada y pobre bajo la dictadura, y en cuyas ramblas, ya menos canallas que las que describieron escritores franceses como Carco, Pierre de Mandiargues, o Genet, se pavoneban los marines de la Sexta Flota norteamericana del brazo de las prostitutas, hice más tarde de Beirut, mi ciudad. “Beirut- escribí- porque estalla en el aire como un castillo de fuegos artificiales y queda agarrada firme en la orilla del mar, porque es la frontera entre todos los sentimientos y esto tan superficial que son las ideas, porque es el infierno, la imaginación la esperanza, Beirut porque cada día, parece morirse irremisiblemente y surge después en otra aurora roja, porque todos la desahucian y nadie la arranca de su corazón la he elegido mi ciudad”. Conocí aun sus años prósperos cuando se convirtió en mito tanto para las numerosas colonias occidentales, apagados los fulgores de Estambul, Alejandría, Tánger, como para los habitantes de los países orientales. En Jartum, en Bagdad, la llamaban “la novia de los árabes”. Los príncipes de los estados del Golfo se hicieron construir sus residencias estivales en las frescas colinas de sus alrededores. La juventud dorada de los pueblos del Islam encontraba en la ciudad la libertad de costumbres, la fascinación de Occidente. Los europeos, los americanos, los japoneses en la suavidad de aquella sociedad permisiva, se convencían de que todo era posible en El Líbano porque todo estaba al alcance de sus manos.

Desde el balcón de mi piso del barrio de Hamra, cabe al Hotel Commodore durante años el hotel de los corresponsales de prensa, ví i en 1982 cómo salían en camiones los últimos guerrilleros de Arafat para embarcar hacia otro exilio. Durante el reino de las milicias las luchas de la calle fueron frecuentes.

Casi en cuatro décadas he visto pasar combatientes palestinos, y libaneses, soldados sirios evacuados en el 2005, patrullas del ejército regular con sus obsoletos carros de combate desplegados en la primavera de hace dos años al tomar Hezbollah y sus aliados, las calles vecinas. Las palomas van dando vueltas como siempre en torno al edificio en sus domesticados vuelos matinales. Quedan las fechas, las emociones escapan. Solo con imágenes es posible describir esta ciudad del Mediterráneo martirizada por guerras inciviles, por la invasión y los bombardeos de Israel, por el terror. Desde 1975 a 1990 la capital fue dividida por las barricadas de la larga calle Damasco en una zona cristiana y otra musulmana. Beirut se convirtió en campo de batalla. El Líbano, es fácil palestra de toda suerte de injerencias extranjeras, sean regionales o internacionales. Es la caja de resonancia de todas las luchas del Oriente Medio, desde el conflicto palestinoisraelí hasta el forcejeo de Irán y Occidente.

En los años sesenta, cuando era la “ ciudad alegre y confiada” del Mediterráneo Oriental, las cafeterías de Hamra hervían de conspiradores, revolucionarios, exilados políticos de los países vecinos que maquinaban sus conjuras. Beirut ha sido un laboratorio de ideologías, desde el panarabismo, las doctrinas socialistas y marxistas hasta un trasnochado fascismo inspirado en la Alemania hitleriana. Descrita por Samir Kassir como ciudad árabe, mediterránea occidentalizada vive sobre una frágil frontera, es una rara “Ave fénix” que revolotea por encima de todas sus guerras en esta orilla del mar.

En estos años he padecido el hundimiento de esta capital, aunque también me ha asombrado su infatigable vitalidad, nunca arrancada por las armas, y he asistido a la pujanza, al triunfo internacional de Barcelona tras sus Juegos Olímpicos de 1992, un año ante de que en Washington se iniciase la entonces tan anhelada negociación de paz entre Israel y la OLP. La metrópoli catalana ha ganado con tenacidad la confianza de los pueblos mediterráneos. Fué hace siglos el establecimiento de los “Consolats de Mar” que llegaron hasta ciudades orientales como Trípoli, hoy segunda ciudad de la republica libanesa, lo que ya dio fe de su afirmación marítima. Josep Carner, príncipe de los poetas de Catalunya, cónsul de España en Beirut en 1935 escribió:  “El desierto ha creado el monoteísmo que es la flor del pensamiento humano, el mar ha sido sustentador de la unidad del mundo. Es encima de la tierra firme que sois independientes, es sobre el mar que sois libres”.

 

 

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua