Agustín de Hipona: «Si a los gobiernos les quitamos la acción de la justicia, ¿en qué se convierten sino en un banda de criminales a gran escala?»
Un país en el mapa o un país hecho un mapa -la importancia del matiz-. Una sociedad con mercado o una sociedad de mercado -la diferencia abismal en la elección de la preposición-. 65 años después, ‘La gran transformación’, una crítica del liberalismo económico, de Karl Polanyi, sigue siendo, a pesar de los años, la crítica antropológica más lúcida y aguda al mito-fábula estrellado del mercado libre autorregulado. También es el bisturí analítico nuclear más preciso contra la distopía neoliberal que vino después. Sin ‘spoilers’, ya estábamos avisados: la mercantilización de todo ello, la reducción a mercancía de cada cosa, amenazaba con romper todo vínculo social, resquebrajaba la dignidad humana y destrozaba las posibilidades de comunidad. Si todo es dinero, ganancia y beneficio, nada tiene valor y todo tiene sólo precio. Y ya no hay sociedad, sólo cálculo. Y así nos va. La bolsa o la vida.
Que el mito del mercado libre -todavía doloroso dogma económico vigente y patrón político vergonzoso- es doblemente falso lo escupe la estricta realidad, extralimitación ecológica hacia el colapso incluida. Allí donde más libre ha sido el mercado, más presa ha sido la gente y la concentración de poder y riqueza no ha dejado de acelerarse brutalmente. Pero no sólo es eso: contra toda fantasía autorreguladora, la expansión intensiva de las desigualdades sociales no se ha producido en ausencia de Estado sino con la intervención permanente de un Estado capturado por aquello llamado fuerzas del mercado. El mercado libre nunca ha funcionado sin las órdenes del Estado gendarme y del Estado penal. Paradojas democráticas, a nosotros nos dejan votar cada cuatro años pero los mercados financieros votan cada día, puntualizaba el añorado Ramón Fernández Durán cuando nos avisaba en 1994 de ‘La explosión del desorden’. Y sí, ya hemos perdido la cuenta de rescates públicos en nombre de quiebras privadas, el capitalismo de los amiguetes no es ningún cuento de hadas sino una realidad global, y una ochentena de tipos acumulan la misma riqueza que la mitad de la humanidad. Todo liga. Esta semana han descubierto en Brasil 30 talleres ilegales con trabajo casi esclavo: confeccionaban ropa para la Zara de Amancio Ortega, fortuna mundial.
Dos hechos consecutivos -y un tercero de permanente, la misma realidad- me lo han recordado recientemente: la reedición en 2016 de ‘La gran transformación’ por parte de la Editorial Virus y el último y recomendable cuaderno que ha editado Cristianismo y Justicia, ‘Mercancías ficticias’- si este fin de semana tienen 30 minutos, échenle un vistazo, no se arrepentirán (o sí, al saber cómo funciona todo)-. Si el primero nos sigue recordando la radical incompatibilidad entre sociedad democrática y mercado capitalista, el segundo tiene la virtud de pasar nuestros días, un país hecho un mapa de desigualdades, por las gafas de Polanyi a través de tres factores concretos: el trabajo, la vivienda, los mercados financieros. En nuestro país, la mercantilización de todo tiene cifras. Esta misma semana hemos sabido que la pobreza asalariada ya sube al 16,4% de las personas con empleo, en una sociedad donde la precariedad vital y laboral -‘riders’, ‘riggers’, ‘kellys’, manteros- es imparable en la uberización de la existencia. Ya sabemos que cada hora una familia pierde su casa por imposibilidad de asumir el alquiler o la hipoteca. Y que los ciudadanos, de media, pagamos tres veces más impuestos que cualquier multinacional. Ahora pregúntense qué hacen nuestros poderes públicos para revertirlo. Y no lloren. Rebélense.
Esta realidad devastadora es, desgraciadamente, extensible a todos los ámbitos. Esta semana también hemos sabido, transporte público como jugoso negocio privado, que de cada 4 euros que se facturan en el TRAM, uno es una ganancia neta; y más aún, que las concesionarias que lo gestionan han pedido un crédito de 168 millones para retribuir dividendos de 90 millones. Cláusula contractual de la letra pequeña que siempre la hace muy grande: siempre quedará el rescate público. No me hagan decir qué se puede hacer con 90 millones. Más: Ryanair negociando mafiosamente los puestos de trabajo en Girona con la pistola del despido en la nuca. Ya lo decía Chesterton: un acuerdo -un contrato- en condiciones desiguales no es un acuerdo, es un envilecido y vil chantaje. El teórico mercado libre es en la práctica un dispositivo criminal desbocado, sin bozal y en bajada sin freno.
Cataluña con ojos de Polanyi alerta, y el Reino Unido con mirada dickensiana asusta. El viernes leía la crónica de Mas de Xaxàs sobre las elecciones británicas como un cuento sin Navidad y en el que los mercaderes especulaba en el templo sin ser expulsados: «Nueve años de recortes draconianos han vaciado los presupuestos de las entidades locales, las que prestan los servicios sociales básicos, como la atención a los niños maltratados o los ancianos que viven solos. Muchas bibliotecas han cerrado y muchas escuelas han reducido la semana a cuatro días y medio de clases. Los médicos rurales están desapareciendo, los subsidios a personas con discapacidad están bajo mínimos y cada día hay más personas sin hogar».
Polanyi, sin embargo, avisaba de otro hecho, que es donde radica la esperanza: que esta voluntad mercantilizadora -totalizadora- de impregnarlo todo se encontraría siempre en frente de resistencias sociales y mecanismos de autodefensa. Lo decía alertando de un riesgo -el que supusieron los fascismos de los que huyó, es decir, aquella vieja tentación de soluciones fáciles a realidades difíciles que siempre son falsas- y esperanzado, por el contrario, por el reto mayúsculo de garantizar la dignidad humana y las posibilidades de comunidad en libertad y con justicia. La pesadilla de Polanyi las niega ambas, y su denuncia religa hoy con un texto perenne de Agustín de Hipona, precursoramente escrito 15 siglos antes y que casi nos podríamos tatuar en la neurona o contar al oído como un cuento de Dickens.
El mundo no debe haber cambiado tanto, y la cita escogida de San Agustín puede operar ya como divisa, oración o consigna: «Si de los gobiernos quitamos la acción de la justicia, ¿en qué se convierten sino en un banda de criminales a gran escala? Y estas bandas ¿qué son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo y se reparten el botín según su ley. […] Con toda profundidad y muy adecuadamente se lo respondió el célebre Alexandre, el pirata caído prisionero, cuando el rey en persona le preguntó: «¿Qué te parece someter el mar a pillaje?» El corsario respondió: «lo mismo que a ti tener sometido el mundo entero. Sólo que a mí, que trabajo en una galera mala, me llaman bandido y, a ti, por hacerlo con toda una flota, te llaman emperador»». Amén.
ARA