El gran adelanto de la civilización fue el descubrimiento de los metales, permitiendo la fabricación de diversos instrumentos de trabajo y defensa.
El cobre por ejemplo, lo encontramos en los dólmenes, mezclado con objetos de piedra y hueso. Pero el metal que causó verdadera transformación en el progreso humano fue la aleación del cobre conocida con el nombre de bronce.
Las aplicaciones de este metal se hicieron pronto extensivas a toda clase de herramientas y objetos de adorno, como podemos comprobar en los museos de Pamplona y Bilbao. En la sierra de Aitzgorri y en la cueva de Zabalaitz, descubrió Barandiarán un hacha de bronce con el filo colocado hacia arriba, probablemente con miras a protegerse de los rayos.
Después del cobre y el bronce, el metal que llegó a prevalecer para la fabricación de toda clase de objetos fue el hierro, por su dureza y resistencia.
Los egipcios lo conocían tres o cuatro mil años antes de Jesucristo y los vascos unos mil quinientos antes de nuestra Era.
El descubrimiento más antiguo del hierro en nuestro país, fue hecho en la necrópolis de Etxauri, pueblo situado en las proximidades de Pamplona y en la sierra de Aralar donde se han encontrado gran cantidad de escorias negras vítreas provenientes de antiguos hornos de obtención del hierro.
La abundancia de vetas de este mineral, despertó en los vascos una temprana vocación minera y metalúrgica, dedicándose a manipular y fundirlo mucho antes de la llegada de los romanos. Para ello no tardarían en establecer las primeras ferrerías.
Según el tamaño de sus instalaciones se denominaban de una u otra forma. Las mayores eran «cerraolas», las de tipo medio «tiradoras» y las pequeñas «olatxos».
Por Larramendi sabemos que en las ferrerías mayores: se derrite de una vez la masa de hierro de más arrobas que en las menores; las fraguas son más grandes y también los «barquines» que reciben y despiden el aire con más violencia por la disposición en que están… y agrega: «Sale de estas fraguas el «agoa» de más bulto y peso y bajo la «gabia» se hacen tres o cuatro techos de cuatro o cinco arrobas, y se pasan después a la herrería menor, donde hacen las piezas menores y más pulidas».
En las de tipo medio o «tiraderas» el hierro era martilleado muy concienzudamente, haciéndose más sólido y compacto, lo cual en las grandes, aunque factible de realizar, exigía mayor esmero y fatiga de los oficiales.
En las pequeñas u «olatxos «, se elaboraba el hierro menudo para toda clase de herrajes, herramientas, armas, etc.
En el siglo XVI había en Bizkaia ochenta ferrerías y en el XVII llegaron a ciento siete, de las llamadas mayores, y setenta menores.
Su producción alcanzaba las siete mil quinientas toneladas al año.
En misma época Gipuzkoa contaba con ochenta ferrerías mayores y treinta y ocho menores.
En Alaba nunca llegaron a tener la importancia de las anteriores. En el XVllI existían en este territorio unas 14 ferrerías, siendo las más conocidas las de Araia, Olaeta, Llodio, Amurrio… llegando a una producción de 25 mil quintales.
Cada una de estas factorías empleaba no menos de treinta hombres entre artífices, acarreadores y carboneros.
Tres clases de operarios o ferrones existían: el «ijeliz» o laminador, que hacía las veces de maestro; el «urtzalla» o fundidor, que tenía a su cargo el horno; y el «gatzamalla», que era. el peón o ayudante de los dos anteriores.
La, vida de los ferrones ha dado lugar a múltiples leyendas, algunas de las cuales han recogido Azkue y Barandiarán, mezclándose los personajes reales de la cultura del hierro con otros fabulosos pero también de tipo humano, dotados de una fuerza hercúlea, que habitaban en lejanos y recónditos lugares montañosos.
Durante la Edad Media los ferrones constituyeron una clase social libre. No estaban ligados a un señor feudal como los siervos, sino que realizaban su labor conforme a un contrato de trabajo.
Su categoría era superior a la de los villanos o gente de la gleba, haciéndose proverbial la frase:. «se cuida como un ferrón»,que probablemente tiene su origen en la buena mesa a que estaban acostumbrados. Esto no debe extrañamos si tenemos en cuenta la dureza de su trabajo y el enorme desgaste de energías que sufrían.
A finales del siglo XVIII, según relata Juan Antonio Moguel en su graciosa obra «Peru Abarka «, no había. puchero mejor cuidado que el que se preparaba para los ferrones.
Como ya hemos indicado, además de herramientas para la agricultura y la construcción naval, existía otra variada gama de fabricación como la sartenería y otros útiles de cocina, badajos para el ganado, etc.
Para poner en marcha una ferrería eran indispensables tres elementos: mineral de hierro, carbón vegetal y un río caudaloso. En un principio estos establecimientos se situaron en los bosques, pero después fueron levantándose a las orillas de los ríos y de los torrentes.
La utilización del agua constituyó un adelanto y un alivio, al simplificar el esfuerzo humano. A partir de este momento las ferrerías se construyen cerca de los ríos, aprovechando su caudal para el funcionamiento de las ruedas hidráulicas de que estaban dotadas. Una de ellas servía para hacer funcionar el fuelle que enviaba el aire a la fragua donde se fundía el hierro, y la otra accionaba el martillete donde se quitaba la cascarilla y daba forma a la masa metálica que salía de la fragua. Después se la sometía a un nuevo calentamiento, para que el hierro resultase más puro.
La rueda hidráulica era conocida por «tikinoi» y la que movía el martillete o mazo por «tikinoi-nagusi».
La fragua nunca era apagada y la llama roja se elevaba entre chispas y contorsiones de diabólica fantasía, en una ofrenda mítica a Tártalo, la monstruosa deidad metalúrgica.
En el panorama morfológico de las lenguas europeas, especialmente en las euskarianas, germánicas y neolatinas no hay duda de que existe un paralelismo entre ciertos vocablos como «Marte y Martín». El primero como dios del fuego y del hierro y el segundo herrero y forjador. Por tal motivo no debe extrañamos que San Martín sea reconocido como el patrono de los forjadores y herreros del País Basko.
Por lo general, volviendo al tema central de este trabajo, diremos que las ferrerías de Nabarra y Gipuzkoa tenían en sus cercanías yacimientos propios, pero cuando les interesaba y los medios de transporte lo permitían se hacían traer el mineral de las vetas de Bizkaia, por ser considerado más dulce. Refiriéndose a este hierro, el escritor inglés Yarranton, dice que era de superior calidad al fabricado en las ferrerías del Bosque de Déan, en Inglaterra.
En un principio las ferrerías estuvieron instaladas en el centro de masas arbóreas, pero éstas se despoblaban rápidamente. Más tarde al utilizarse el agua como fuerza motriz, fueron bajando a las zonas llanas donde abundaba ésta. A partir de aquí se denominó a las ferrerías del monte como «agorrolas», es decir factorías en seco, a diferencia de las nuevas que se llamaron «cearrolas», o herrerías de agua.
En Nabarra existieron entre otras, en Bakaikoa, Goizueta, Sumbilla, Orbaitzeta., Urdax, Bera, y Lesaka. En la Ribera fueron notables las de Tudela y Lerín.
En 1389 el rey Carlos III poseía 28 ferrerías propias, que le producían una renta de 700 florines anuales. En 1532 su número aumentó hasta 32, estableciéndose un impuesto por cada quintal de hierro producido, debiendo los dueños prestar declaración jurada de la cantidad fabricada.
El rey nombraba un cómisario regio que controlaba los precios y la venta del hierro en el chapitel de Iruña, así como la inspección y vigilancia de las exportaciones a otros países, especialmente a Francia, Castilla y Aragón.
Eran importantes las reuniones de los maestros ferrones con el Comisario regio, que tenían lugar en fechas no determinadas para establecer producción y precios. Así en 1385 el precio del quintal fue de 30 sueldos. Hoy podríamos calificar esta manera de actuar como una política proteccionista.
No cabe duda que las ferrerías contribuyeron a aumentar considerablemente la riqueza del país, proporcionando medios de vida a muchos millares de personas que no hubieran encontrado acomodo en la agricultura, la pesca y la ganadería.
Durante el siglo XVIII, las necesidades bélicas obligaron a crear dos grandes fundiciones en Eugui y Orbaitzeta, pero cuyo funcionamiento fue precario por la proximidad de la frontera francesa.
Hacia 1860 se aceleró la decadencia de las ferrerías y 20 años después solamente quedaban cinco en Nabarra. Alguna sobrevivió hasta el inicio del siglo XX, pero estaba claro que su fin había llegado, pues no podían competir con la moderna industria siderúrgica que estaba invadiendo el mercado europeo.