Mi opinión contraria a forzar la unidad de todo el independentismo es antigua. Y he estado totalmente crítico con las que considero demandas ingenuas y frívolas de unidad electoral. Esta opinión no tiene nada que ver con ninguna animadversión personal hacia individuos, organizaciones o siglas de partido. Y he dado muchos argumentos. Uno principal, que el independentismo tiene que seguir criterios radicalmente democráticos y, por tanto, que las ideas, acciones, personas, movimientos y siglas que no pasan este filtro, son políticamente tóxicos. Una toxicidad que incluye a los que tienen tentaciones excluyentes, violentas, xenófobas e incluso fascistoides. Que haylos.
Pero como cada vez que lo repito hay quien me envía toda la caballería como si traicionara alguna causa, quisiera hacer una especie de análisis final para no tener que volver más. Después de todo, una modesta opinión exenta de cualquier poder, no obliga a nadie. El criterio que fundamenta mi punto de vista es el siguiente: en este momento histórico en el que se han abierto grietas nunca imaginadas para lograr la independencia de Cataluña, el objetivo principal debe ser conseguir la mayoría social amplia sin la cual el oportunidad podría pasar de largo para siempre. Por esta razón, lo que amplíe esta mayoría, condición sine qua non del éxito del proyecto, debe ser bienvenido. Y lo que detenga o encalle la extensión social, debe ser rechazado.
Visto así, creo que no me equivoco si digo que en el independentismo conviven dos almas. Una es el alma herida, antiespañola, que se ceba en la humillación para coger fuerza. Es la que necesita demostrar que es implacable con el enemigo. Que triunfa en las redes sociales cuanto más gorda la dice. Tenemos grandes expertos: son los seguidores de la del ordeno y mando «ninguna agresión sin respuesta», lo que les lleva a estar permanentemente atrapados en las trampas que, astutamente, nos pone el adversario. Esta alma permanece tanto que es capaz de excluir a ERC de entre los puros. Y, por supuesto, a todos los soberanistas de CiU y los tibios de ICV o PSC.
La otra es el alma emancipada, que sabe que si no se libera previamente del sentimiento de persecución, nunca alcanzará su propósito. Es el alma de los que creen que la independencia no se limita a ser una respuesta al expolio o al desprecio. La independencia, para esta segunda alma, es un estadio político deseable en sí mismo como expresión inequívoca de una voluntad nacional libre. Pasa como en el plano personal: es lógico que se tenga prisa en emanciparse cuando no se encuentra bien en casa de los padres, pero es sobre todo admirable la decisión del joven que, a pesar de tener una relación cordial con la familia, decide marcharse su asumiendo todos los riesgos que conlleva, simplemente por una cuestión de madurez y dignidad.
Esta segunda alma no se dedica a enviar a la hoguera los que no son suficientemente independentistas, sino que se alegra -y cuida- de los que aún no lo ven del todo claro, pero que cada día están más cerca de la gran ambición nacional. Porque no fuerza unidades con el alma que excluye, puede sumar independentistas de grados y sensibilidades heterogéneos. Es un alma cordial, generosa y, en el futuro, capaz de reconciliarse tanto con los que habrían preferido seguir estando en España como con los que serán vecinos españoles.
En el independentismo hay dos almas, una herida y otra emancipada. Y se mezclan tan mal como el aceite y el agua.