Viene perfilándose de unas semanas a esta parte una nueva estrategia del partido jeltzale. Este enfoque, al que se podría denominar «principio económico», supone importantes novedades no sólo en el programa político sino también en cuanto a la percepción general del problema de la vertebración territorial del Estado. En sus primeros años, a comienzos del siglo XX, los nacionalismos catalán y vasco cobraron impulso como resultado del trauma que supuso para España la pérdida de sus últimas colonias imperiales en Filipinas, Puerto Rico y Cuba. Ahora, entrado el siglo XXI, en plena crisis de las ideologías, podrían darles nuevas alas el hundimiento del modelo económico y el descenso de España a un puesto inferior en el ranking de las potencias…
En este sentido resulta esclarecedora la conferencia de Artur Mas en el Palacio Euskalduna, organizada por la Fundación Sabino Arana el pasado 7 de mayo. En los días posteriores, los discursos de los líderes jeltzales y un buen número de artículos de prensa no hicieron sino ensayar variaciones sobre el mismo tema: la economía española se hunde, es una rémora para unas regiones periféricas dinámicas, más avanzadas y próximas a Europa. Cataluña encuentra en el marasmo ibérico, cuyos indicadores macroeconómicos ella misma comparte, una justificación para sus propios problemas. El caso de Euskadi es distinto: con unas finanzas públicas relativamente saneadas y la mitad de paro que el Estado, siente que España es un lastre, y que al margen de ella tal vez se podrían hacer cosas mejores.
Atrás quedaron los días en los que un concejal de tres al cuarto podía alzar su voz desde los escaños de la derecha vasca o en una casa del pueblo para proclamar la imposibilidad de la independencia, sin que un solo peneuvista se atreviera a replicar, consciente de que en el fondo, y por mucho entusiasmo sabiniano que se le pudiera echar al asunto, aquello era cierto. El propio Arzalluz, siempre realista y consciente de las limitaciones, lo resumió con una de sus lapidarias frases: «¿Independencia? Y después qué, ¿a comer berzas?».
Las cosas parecen haber cambiado. No sólo se han descubierto las propiedades nutritivas de esta entrañable verdura con la que se criaron naciones enteras, sino que a la vista de los precarios resultados de España en la Champion’s League, el plan de ajuste del gobierno, los tirones de orejas recibidos por el presidente Zapatero desde Europa y la Casa Blanca y la dificultad de colocar deuda pública vasca por culpa de los misérrimos ratings estatales, ya no se tira con el mismo entusiasmo que antes de aquel célebre ensayo del economista Mikel Buesa sobre los costes de la no España publicado por Papeles de Ermua.
El principio económico es algo novedoso, con ventajas que los dirigentes del PNV no pasan por alto: tiene gancho, interesa al público y sirve para galvanizar a una militancia apática y frustrada. Rompe con la imagen cerril de un nacionalismo obsesionado por blindajes normativos y acuerdos ratoneros con Madrid. Su ventaja más apreciable consiste en que permite situar la reivindicación nacional en una nueva perspectiva: el énfasis ya no se pone en el desarrollo de instituciones y textos estatutarios, sino en la solución de problemas económicos de fondo. Autogobierno y -acaso- independencia, más que como objetivos explícitos de la clase política, se plantean como un resultado del desempeño en la tarea de salvar al ciudadano vasco de una hecatombe estatal provocada por políticos incompetentes y corruptos al servicio de una camarilla de magnates. Esto proporciona a la situación el componente de necesidad sin el cual las grandes causas históricas no logran prosperar.
Sin embargo no todo son ventajas. El principio económico también tiene un flanco débil. En primer lugar está el carácter generalista y superficial de su formulación: lograr una independencia económica de España mientras se conserva -de momento, al menos- la unión política es una gran idea, siempre que haya alguien que sepa cómo hacerla realidad. Para mí que Urkullu y compañía están ansiosos por escuchar ideas nuevas y abiertos a la menor sugerencia en este sentido.
Después, no menos importante, está el carácter marcesible y caduco de esta flor intelectual. Cierto que España tiene un problema, pero no es tan grave como parece pese a lo que digan los periódicos y las tertulias radiofónicas. Puesto que el impacto de la crisis financiera internacional ya ha pasado y la economía se encuentra en la parte ascendente de un ciclo que puede durar aun bastantes años, impulsado por innovaciones tecnológicas de gran alcance -ingeniería genética, energía nuclear de fusión, nanotecnología, etc.-, su recuperación en España puede ser más rápida de lo que se piensa. Si los jeltzales no aprovechan el tiempo y logran articular propuestas claras, perderán gran parte de la fuerza que el principio económico brinda al nacionalismo.
De entrada, y mientras les viene la inspiración, podrían convertir a la humilde y menospreciada berza en símbolo nacional, igual que se hizo antes con la oveja lacha o el burro catalán. Además un buen cocido no viene mal, con sus garbanzos y sus ondaquines, sobre todo con este tiempo invernal que hemos tenido últimamente.
Mejor lo dejamos aquí, porque son las nueve de la mañana y me están entrando las ganas de comer.