La visita del Borbón y el debate sobre el control del territorio

El rey de los españoles visitó ayer Barcelona y, como ha ocurrido desde la proclamación de la independencia, sólo pudo hacerlo en condiciones de una fuerte hostilidad y protegido por un operativo policial excepcional. Sus visitas ya se restringen a muy pocas horas, siempre con una ruta directa y rápida de escape al aeropuerto y en medio de un gran blindaje que lo aparte de la ciudadanía en lo posible, incluso, como ayer, cerrando una estación de tren y dos de metro.

No son visitas lucidas. Al contrario. Demuestran una enorme impotencia. El monarca se mueve en una burbuja pequeña completamente segura para él y en un ambiente impropio de una visita de quien aún es el jefe del Estado. La ausencia de las autoridades catalanas refuerza la anormalidad de su presencia y confirma el rechazo que recibe de manera masiva por la población.

Por ello, la constatación de que este hecho ya pasa por sistema me da pie a tratar de clarificar un tema que buena parte del independentismo tiene en la boca, a mi parecer sin saber concretar muy bien a qué se refiere, pero que en cambio todos sabemos que es muy importante, si no fundamental: el control del territorio.

Desde la Convención de Montevideo de 1933, existe el acuerdo de que el control del territorio es uno de los atributos imprescindibles que permite reconocer la existencia de un Estado. Si quieres ser considerado por los demás un Estado, tienes que controlar un territorio, no necesariamente todo el territorio que reivindicas como propio, pero sí un territorio mínimo donde el Estado del que te separas sea demostrable que no tiene la capacidad de actuar con normalidad como gobierno efectivo.

Pero esto, según diversas aproximaciones teóricas posteriores, puede demostrarse de dos maneras o debe ser analizado teniendo en cuenta dos parámetros. Se puede hacer en positivo, demostrando de manera inapelable que eres la única autoridad, pero también se puede demostrar en negativo, si es visible que el otro no puede ejercer su autoridad. Esto es, de alguna manera, lo que pasa repetidamente con la presencia, claramente anormal y nada comparable, de Felipe VI de Borbón en Cataluña.

Esta sería la visión en negativo, pero en positivo también hemos sido capaces de marcar nuestra capacidad de control del territorio. En 2017, concretamente, hubo tres momentos de control del territorio indiscutido por parte de la Generalitat y la población catalana. El primero fueron los tres días posteriores a los atentados de agosto, cuando la Generalitat tuvo en la mano de manera completa el orden público, llevó las relaciones internacionales e, incluso, en algunos momentos llegó a controlar las fronteras. Hace tiempo que sostengo que estos tres días, de hecho, fueron los que abrieron los ojos a Madrid, cuando se demostró que el Principado estaba completamente preparado para funcionar como un Estado independiente. Y los que desencadenaron la reacción violenta de octubre.

El segundo momento de control del territorio fue el 3 de octubre, lo que creo que no hace falta ni explicar. Y el tercero es el fin de semana posterior a la proclamación de la independencia. Quizá no en todas partes, pero muy claramente en zonas como la demarcación de Girona y buena parte de la Cataluña central, territorios donde la bandera española sí fue arriada de todas las instituciones, a diferencia de lo que ocurrió en Barcelona y en la mayoría del país. Por eso, hace tiempo que explique que si el 27 de octubre el gobierno y el parlamento se hubieran trasladado a Girona y -sobre todo desde aquella demarcación, pero sin renunciar por ello ni a un centímetro del territorio- hubieran defendido la existencia constatable de un espacio ya liberado, provisional, en manos de la República Catalana, hoy la situación sería muy diferente de la que tenemos.

Porque al igual de lo que le pasa todavía hoy al monarca, todos sabemos que en ese fin de semana y los días posteriores, en la demarcación de Girona y en algunos otros lugares, como máximo y con un coste altísimo, el Estado español habría podido hacer algún gesto simbólico de pequeño formato. Pero muy difícilmente habría podido ejercer el control efectivo. Mientras que la autoridad ejercida por las instituciones catalanas habría sido clara, gracias a la decisión tan mayoritaria de la población a su favor. Y si hubiera aguantado con un territorio controlado de hecho por un gobierno catalán independiente, Europa entonces sí, con el paso del tiempo, habría tenido el incentivo claro para intervenir que ahora no tiene. Especialmente, por la disrupción efectiva de los diversos corredores del Mediterráneo que la República Catalana habría podido aplicar a voluntad.

Esto no lo pensó nadie, en ningún momento, que yo sepa. Hoy sabemos que el plan era ir el lunes a las consejerías y al Palau de la Generalitat y, si no se podía entrar, ir al parlamento y desde allí ir al exilio a Bruselas el gobierno entero. El president Puigdemont decidió exiliarse antes, viendo las informaciones preocupantes sobre su seguridad, las cuales no se transmitieron adecuadamente a los consejeros, según Puigdemont porque quien lo tenía que hacer no lo hizo, lo que creó el conflicto que tanto ha lastrado la unidad del bloque independentista ‘a posteriori’.

La obsesión por las cuatro provincias jugó a la contra, entonces, y no nos dejó ver con claridad cuál era la situación más favorable al movimiento por la independencia. Aunque es un hecho que el sábado 28 el president Puigdemont se paseó tranquilamente por Girona, entró en la sede de la Generalitat, hizo uso de sus atribuciones cuando ya habían sido anuladas por el 155 y allí hizo un discurso oficial. En la ciudad, y aún más en el resto de las comarcas nororientales, la existencia de España era simplemente una entelequia.

¿Qué quiero decir con todo esto y qué relación tiene la visita del Borbón de ayer con el análisis sobre lo que hubiera podido pasar o puede pasar algún día en Girona? Pues que, como en tantas cosas más, creo que el independentismo debería haber tenido -y es imprescindible que tenga en el futuro- una visión clara de lo que está en juego y debería tener también la capacidad de no dejarse obsesionar por apriorismos.

En este sentido, estos días hay voces que han opinado que conseguir más del 50% del voto en las próximas elecciones, como dicen los partidos, no cambiará nada en relación con España. Es una consideración que comparto, teniendo siempre claro que mejor el 50% que el 49%, y el 60% que el 50% y el 70% que el 60%; claro que sí.

Pero creo que esta discusión no puede ocultar la constatación de que sólo habrá un cambio de actitud y se podrá negociar con España, con Europa o con quien sea, en el momento en que los catalanes seamos capaces de presentar de manera real un conflicto sobre el control del territorio, no sobre la cifra de votantes. ¿O es que habrá que recordar que el estatuto de 2006 aún está prohibido, a pesar de haber tenido el apoyo del 88% del parlamento y del 73% de los ciudadanos en referéndum?

VILAWEB