Hace algo más de cuatro años que con el amigo Aleix Sarri emprendimos un viaje peculiar, de esos que sólo practicamos una clase de gente con inquietudes excéntricas. Queríamos visitar Kaliningrado, la antigua Königsberg prusiana arrasada tras la 2ª Guerra Mundial y convertida en un enclave ruso entre Polonia y Lituania. La ciudad de Immanuel Kant, irreconocible, es el testimonio de las expulsiones masivas de comunidades alemanas que se produjeron en la Europa de posguerra y que afectaron varios millones de personas. Una limpieza étnica con todas las de la ley de la que Kaliningrado es hija.
Después de haber visto en Kaliningrado la exaltación de la victoria soviética, como el monumento dedicado a la flota del Báltico con un barco de guerra real incluido, o el de la Madre Patria, este en la céntrica plaza dedicada al general Kuzma Galitsky, vimos la otra cara de la moneda de la expansión rusa en Vilnius, la capital de Lituania. Allí hay un Museo del Genocidio que todo el mundo conoce por «Museo de la KGB» porque está ubicado en la antigua sede de aquella agencia de seguridad y contrainteligencia. La visita comienza por una exposición que recuerda los movimientos de resistencia y las víctimas de la ocupación, con objetos personales y fotografías.
Pero la parte más impresionante de la visita es el sótano, donde están las celdas y las salas de tortura donde se respiraba todavía el pánico y la desesperación. Una de las habitaciones era una especie de piscina con un pequeño pedestal en el centro que apenas tenía el tamaño para mantenerse tiesa una persona. Se ve que la salvajada consistía en llenarlo todo de agua helada y hacer que los interrogados tuvieran que estar de pie, en pleno invierno, durante horas y días procurando mantener el equilibrio. Otra estancia está completamente insonorizada y se muestra la camisa de fuerza que se ponía a las víctimas de torturas que intentaban resistirse. El Francisco visitó este lugar siniestro en septiembre de 2018 y recordó a él «el sufrimiento de tantos hijos de este pueblo».
La convulsa historia de la Europa del siglo XX hace que, desgraciadamente, el caso lituano no sea excepcional. En otros infames sótanos, también en el centro de otras capitales, se ha infligido tortura con sadismo. Es el caso de Barcelona, donde en la comisaría de Via Laietana se practicó sistemáticamente desde la Brigada Político-Social de la policía española. Palizas, latigazos, ahogamientos en orina, patadas en los genitales, privación del sueño y humillaciones de todo tipo formaban parte de las tareas habituales de los esbirros del régimen.
Ahora bien, toda comparación con el caso lituano es imprudente por inexacta. En Barcelona el centro de torturas no es un museo porque sigue siendo una comisaría de policía, gracias a una transición que se ha querido llamar modélica y que supuso una evolución de las instituciones franquistas sin fractura. El máximo castigo que recibió uno de los principales torturadores, conocido con nombres y apellidos como Antonio Juan Creix, fue enviarlo al aeropuerto de El Prat a sellar pasaportes. Estuvo de mala suerte, ya que uno de sus homólogos vascos, Melitón Manzanas, todavía era condecorado ‘post mortem’ en 2002. Aún más: varios testigos certifican que la práctica de los tormentos no se extinguió en Barcelona con la dictadura franquista. La Operación Garzón de 1992 contra el independentismo catalán supuso una condena del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en España por no haber investigado las torturas.
Como decíamos, esto queda muy lejos de Lituania. Quizás tiene algo que ver el hecho de que el actual ministro del Interior acumule varias condenas de Estrasburgo por no haber investigado las torturas que denunciaban haber sufrido los detenidos que estaban bajo su custodia. También debe hacer que el supuesto centro ideológico español considere la Via Laietana como un «símbolo de servicio público» que ha contribuido a «fortalecer la democracia» -según el secretario de estado de seguridad Rafael Pérez Ruiz- y un «símbolo de libertad» -según la candidata de Ciudadanos Inés Arrimadas-. Está claro que aquí, a diferencia de Lituania, la ocupación aún continúa y por eso es incomparable.
El Mon