MARCEL A. FARINELLI
Tras la muerte de Yvan Colonna, militante independentista asesinado en prisión, Córcega ha estado presente en los medios de información catalanes como nunca había pasado antes. Las frases «Statu francese assassinu» o «Gloria a te Yvan» se han hecho populares, las ‘cabezas de moro’ -la bandera de la isla- aparecen en perfiles de Twitter de quien está a favor de la independencia de Cataluña, y muchos miran al movimiento nacionalista de la isla como un ejemplo, de unidad y de contundencia. ¿Qué sabemos, en realidad, de Córcega y de su vía hacia la autodeterminación? Poco, a pesar de la exposición mediática, y por lo mismo déjenme resumir en ese artículo los casi 12 años de investigación que he hecho sobre esta isla y sus nacionalismos.
Córcega, junto con Cerdeña, se encuentra en medio de dos penínsulas, la Italiana y la Ibérica, y de dos continentes, África y Europa. No es una observación banal, y sus consecuencias son evidentes en las características de la sociedad corsa. De hecho, su cultura está muy ligada a la Toscana y a la vez a Génova, ciudad-estado que la dominó por siglos, y al mismo tiempo que Cerdeña. Tras una imagen de destino turístico, que a menudo es la de un lugar suspendido en el tiempo en el que evadir del peso de vivir en una sociedad industrializada evolucionada, Córcega, como otras muchas islas, tiene una historia densa, a veces trágica, y absolutamente no banal. Además, en su caso, Córcega ha influido bastante en la historia europea, por razones que no son obvias.
Córcega ha sido uno de los primeros espacios colonizados por los europeos. No es una reivindicación identitaria, es algo afirmado por historiadores como David Abulafia, que definen colonial el trato que Génova ha reservado a sus habitantes en los casi tres siglos de dominación. Los litorales corsos vieron la fundación de diversas ciudades fortificadas, pobladas en gran parte por «continentales» -como Alguer, al fin y al cabo- mientras la población autóctona se concentraba en el interior, manteniendo una relación tensa con los habitantes de las ciudades portuarias. El equilibrio se quebró durante el siglo XVIII, y la isla dejó de ser una dependencia de Génova, para empezar un lento camino de integración con Francia. Éste es el primer elemento a tener en consideración si se quiere entender la realidad política de Córcega en el siglo XXI. Porque, antes de formar parte de Francia, los corsos fueron los primeros en intentar darse un gobierno independiente, basado en conceptos como soberanía nacional, ciudadanía, división de poderes, sufragio universal masculino, y sobre todo escribieron una constitución moderna, la primera. Lo hicieron durante la Revolución de Córcega (1729-1769), entonces anticolonial y nacional, y que culminó con el intento de Pasquale Paoli de hacer de la isla un Estado independiente, y moderno por completo. Algo que nadie considera más allá de algunos entendidos, dado que hacen más ruidos los historiadores estadounidenses o franceses al afirmar cómo los primeros estados de este tipo son fruto de sus propias revoluciones nacionales. Nos acordamos poco de Córcega, porque las tropas de los Borbones franceses la ocuparon en 1769, y los mismos jacobinos corsos pidieron su unificación con el continente (formalmente, estaba todavía bajo la dominación de Génova). Desde entonces la historia de la revuelta de los corsos fue en gran medida olvidada, pero durante la Revolución Americana, Paoli era el ejemplo a seguir.
El proceso de integración de la isla en Francia fue largo y difícil. Primero, la figura de Napoleón -probablemente el corso más famoso de todos- fue problemática, porque logró ser odiado tanto por los aristócratas y conservadores, como por los liberales y revolucionarios de toda Europa. Segundo, los corsos eran de lengua itálica, su asimilación lingística y cultural fue lenta. Tercero, la reivindicación de Córcega como tierra italiana ha sido una constante desde el Risorgimento, algo que ha tenido consecuencias sobre el desarrollo de un nacionalismo corso. Esta reivindicación dificultó cualquier demanda de autogobierno, puesto que desde París la autonomía era interpretada como un primer para para la anexión a Italia, en particular durante el régimen fascista. Durante los años veinte en Córcega se forma un movimiento nacionalista, llamado corsismo, que tiene como objetivo el reconocimiento de la isla como una nación y la concesión de la autonomía, o eventualmente la independencia. Los corsistas miran hacia Cerdeña -donde en 1921 ha nacido un movimiento parecido- y también a Cataluña e Irlanda, pero acabarán sufriendo las consecuencias de la propaganda de los fascistas italianos. Para la opinión pública francesa, y gran parte de la corsa, serán identificados como quinta columna del fascismo italiano.
Durante la Segunda Guerra Mundial Córcega fue ocupada por los italianos, y la reacción de la población fue la revuelta armada. Córcega fue el primer trozo de «Francia» en ser liberado, y esto quedó marcado en la memoria colectiva por decenios. En el clima de la posguerra, no había espacio para reivindicaciones autonómicas o movimientos nacionalistas, aun así la isla tenía unos graves problemas ligados al despoblamiento y a una economía estancada. Hasta 1970 Córcega era la parte periférica de una región continental, Provenza-Costa Azul-Córcega, sin poder local alguno, y para París representaba una zona donde construir campos para maniobras militares, y donde realizar los tests atómicos, ya que a Francia no le quedaban demasiados «territorios de ultramar». Las protestas hicieron que las armas nucleares francesas se probaran en el atolón de Mururoa, en el Pacífico, pero en los años sucesivos se hizo claro que el objetivo de París era despoblar Córcega. Según los corsos, la intención era favorecer el establecimiento de franceses del continente y, una vez el General de Gaulle pactó la retirada francesa de Argelia, de los refugiados provenientes del Norte de África. Con todo ello, la descolonización impactó sobre la sociedad corsa, y la isla tuvo un papel relevante en el ascenso al poder de De Gaulle, así como en los intentos de eliminarlo.
Ante la difícil situación los gobiernos franceses, a finales de los cincuenta, planificaron un ambicioso plan económico, del que se beneficiaron los «amigos» de los políticos de turno, y los refugiados de Argelia. Para muchos corsos, sobre todo los del interior, esto demostraba cómo París quería sustituirlos, y así eliminar cualquier problema. La reacción, frente a un Estado que detrás de cualquier movimiento político autonomista veía la mano de los servicios secretos italianos, fue de total incomprensión. Ante esto, algunos pasaron a la acción directa, y se registraron varios atentados con explosivos en propiedades de refugiados o símbolos del Estado. Una escalada de tensión que alcanzó su clímax en verano de 1975, cuando el líder del movimiento político, Edmond Simeoni, ocupó armas en mano una cantina de un refugiado cerca de Aleria. El viticultor era acusado de producir vino adulterado y para los nacionalistas era el ejemplo de la corrupción detrás de la intervención económica del Estado francés. La reacción de París fue desproporcionada: 1.200 policías, con helicópteros y blindados, dieron el asalto a la propiedad ocupada. Los ocupantes se defendieron, matando a dos gendarmes. Como consecuencia la isla vivió una ola de protestas en la que murieron otros policías y manifestantes, siempre por arma de fuego.
Los hechos de Aleria fueron un choque, y en 1976 nació el ‘Fronte di Liberazione Naziunale di a Corsica’, que hasta 2014 persiguió la senda de la lucha armada en contra del Estado francés, una guerra de baja intensidad que hizo más daños materiales que fallecidos. Francia respondió primero con la guerra sucia, y cuando esta vía fracasó, concedieron un régimen especial para Córcega (1982). Paso importante, pero insuficiente. La violencia se reanudó, mientras en la asamblea de Córcega ahora se sentaban los líderes del movimiento corsista que habían optado por la política, y que, pero tenían un poder limitado. El problema corso no se resolvió, y París propuso varias reformas de la autonomía de la isla, mientras el FLNC entró en una lucha fratricida en los años noventa. Al cierre de esta fase llegó el asesinato del prefecto Claude Erignac, que provocó la reacción de la sociedad civil en contra de la violencia política. La misma sociedad civil que, poco después, se indignó frente al nuevo prefecto, Bernard Bonnet, y sus métodos poco legales para reprimir el nacionalismo y encontrar al culpable del homicidio de Erignac. Métodos que, poco antes, ya había utilizado en la Cataluña Norte para reprimir el uso del catalán, y que acabaron por convencer a muchos de la mala fe del Estado francés. Con todo ello, estos hechos pusieron en marcha un cambio.
Durante las primeras décadas del nuevo milenio el nacionalismo corso se distanció progresivamente de la tolerancia de la violencia, sin abandonar su radicalismo. Estos cambios, así como el dolor provocado por las víctimas de las luchas internas en el nacionalismo armado, han abierto el camino para que el FLNC, reunificado, abandone la lucha armada. Con un comunicado en 2014 los encapuchados corsos dejaron paso a la política, y desde las elecciones del año siguiente la isla es gobernada por una coalición entre los partidos independentistas y nacionalistas. Una coalición que ha obtenido ya unos resultados históricos, sobre todo en cuanto a las reformas administrativas y la popularización de la idea nacionalista. Hoy el presidente corso, Gilles Simeoni -hijo del líder histórico del movimiento- gobierna con una mayoría del 56%, con el objetivo de seguir en la senda de la solución de la cuestión corsa. Una solución que, antes que la independencia, pasa por la obtención de unos propósitos claves, y que, sin embargo Francia ha negado durante todos estos años: el reconocimiento de Córcega como un territorio de ultramar, por consiguiente de la existencia de un pueblo y de una nación corsa. Ésta será la vía que, sin necesariamente llegar a la independencia, daría al gobierno corso la posibilidad de adaptar las leyes francesas, teniendo así poder legislativo, y sobre todo una ciudadanía corsa que pondría en dos planos diferentes a ciudadanos continentales e isleños (una cuestión importante de cara a limitar las segundas viviendas y «blindar» la lengua). La finalidad del nacionalismo corso es, ahora, obtener lo que Francia ya ha concedido a otros territorios de ultramar, y utilizar esta amplia autonomía para detener el despoblamiento, la cementificación de los litorales, y la lenta desaparición de una lengua y de una cultura que, en medio del Mediterráneo, han resistido a la construcción de los estados nacionales y la globalización. Ésta es la vía corsa, el largo camino de un pueblo que ha intentado antes que muchos otros la vía de la independencia, y que todavía hoy se encuentra en medio de este camino.
RACÓ CATALÀ