Reseña de «El fin de la Alternativa china» de Miquel Vila, un libro exhaustivo sobre la China contemporánea que pone en cuestión la idea de una alternativa al capitalismo representado por Estados Unidos.
Más de una vez alguien me ha preguntado si es posible que China se esté convirtiendo en una alternativa real al modelo capitalista representado por Estados Unidos, sin imperialismo, sin dominio de la economía sobre la política, sin la desaparición de la tradición y la espiritualidad. Es una pregunta que espera una respuesta esperanzadora sobre la existencia de un “afuera” de la modernidad en decadencia que vivimos en los países occidentales. La pregunta está motivada por el mismo orientalismo que buscaba en la Revolución Cultural (1966-1976) una alternativa al modelo socialista burocrático de la Unión Soviética. El orientalismo actualizado que imagina la China de Xi Jinping como un nuevo “afuera” es fruto de un desconocimiento, unas ilusiones ideológicas y un idealismo epistemológico que Miquel Vila desafía con su libro ‘El fin de la alternativa china’ (Tigre de Papel, 2024).
Vila despliega una visión propia sobre China y su encaje en el mundo basado en un análisis materialista pero a la vez no determinista y no economicista. Su materialismo metodológico le aleja de la idea esencialista de alteridad como punto de partida del análisis de la realidad china moderna. Sin embargo, al mismo tiempo no cae en los parámetros reduccionistas del determinismo histórico, sino que otorga un papel central a elementos como el liderazgo, los rasgos personales, las decisiones contingentes y el azar. Asimismo, a diferencia de muchos analistas que conciben la economía como base para entender los hechos políticos y geopolíticos, Vila demuestra que a lo largo de la historia a menudo la política y la geopolítica han sido los desencadenantes de grandes transformaciones económicas.
La modernidad tardía de una civilización milenaria
El libro explica ya al principio que cuando Marco Polo o Matteo Ricci llegaron a China en el siglo XVI partían de cosmovisiones totalmente diferenciadas de las chinas, pero que quien visite hoy el país asiático se encuentra una realidad que no está regida por lógicas esencialmente ajenas a las nuestras. El mundo ha cambiado radicalmente y, como bien dice Vila, hoy todos rezamos al mismo dios, da igual que le llamemos dólar, euro o renminbi. En este sentido, la China de hoy no es una alternativa a la crisis de la modernidad tardía, sino parte integral de esa misma modernidad en crisis.
Por poner un ejemplo ilustrativo del fetichismo de la alteridad que Vila pone en cuestión, a menudo se afirma que históricamente los imperios chinos no han operado en lógica expansionista, y se utiliza esta premisa para defender que China de hoy es un modelo alternativo al imperialismo de Occidente. Vila, en cambio, sostiene que China, como cualquier otra potencia, ha sido una cultura conquistadora, con el matiz de que tradicionalmente ha mirado más hacia el interior del continente que hacia ultramar. Esto está relacionado con el hecho de que el expansionismo chino, a diferencia del europeo, ha sido más geopolítico que económico. Es decir, la adquisición de territorios periféricos por parte de China buscaba el control de zonas colchón que tenían como objetivo garantizar la seguridad de las zonas centrales del imperio. Mientras en Europa el desarrollo económico propulsado por el colonialismo estaba incentivado por la necesidad de garantizar la supervivencia de estados rodeados de competidores, China imperial hasta el siglo XIX se encontraba sin muchos competidores que pudieran subyugarla. Esto, sin embargo, cambió radicalmente con las Guerras del Opio (1839-1842 y 1856-1860), que por primera vez llevaron a una nación industrial como la británica a poner en peligro la hegemonía china en la región.
A lo largo de muchos siglos la centralidad de China no se consideró un hito a alcanzar, sino una realidad universal, puesto que en vez de competidores, en la región había estados que rendían tributo a los funcionarios chinos. Cuando las relaciones entre estados se hicieron realmente universales en el siglo XIX, la autoimagen de China como centro del mundo se hizo insostenible. Esto explica por qué los vecinos japoneses, que no tenían este sentido de universalidad, pudieron adaptarse mejor a la “universalidad” conducida por Occidente. Asimismo, los japoneses, carentes de la autopercepción de importancia geopolítica de los chinos, percibieron con mayor intensidad el peligro del colonialismo occidental.
Desde que Japón se convirtió en el primer modelo de Estado moderno no occidental, y hasta hace poco, los chinos se reflejaban en su vecino asiático en busca de la modernidad. Es curioso que, como explica Vila, recientemente algunos sectores de la sociedad china hayan empezado a fijarse en Japón justo por lo contrario: por su supuesta capacidad de conservar sus propias tradiciones. En Japón, prendas tradicionales como el kimono todavía son empleadas cotidianamente, mientras que en China no existe un consenso en torno a una indumentaria equivalente. En parte, esto se debe a que, como afirmó el politólogo Lucian Pye provocativamente, “China es una civilización que finge ser una nación”. Es decir, históricamente diferentes etnias (mongoles, manchúes, han) han ocupado el centro del imperio chino sin hacer desaparecer a China sino adoptando sus elementos civilizatorios fundamentales. De esta forma, China se ha conservado bastante intacta como entidad transhistórica, pero su identidad ha sido bastante fluida a lo largo del tiempo.
En el siglo XXI ha surgido un movimiento que reivindica el uso del ‘hanfu’, la vestimenta tradicional empleada en el pasado por la etnia han, la mayoritaria en China. Vila concluye que el movimiento para recuperar el ‘hanfu’ es un síntoma de que China ha entrado en una modernidad madura, una fase de introspección después de haber recogido los frutos de una acelerada modernización. Esta introspección, especialmente con Xi Jinping en el poder, se está traduciendo en un nacionalismo cada vez más esencialista. El movimiento para recuperar el ‘hanfu’, por ejemplo, va en contra del uso de la vestimenta tradicional de etnias que no sean la han, como la manchú imperante durante la dinastía Qing (1644-1912). Vila concluye que la cuestión del traje tradicional o la recuperación de figuras como Confucio no son signo de la preservación de unas raíces tradicionales, sino de la necesidad de utilizar la tradición para abordar unas problemáticas del presente muy parecidas a las del Occidente moderno.
Quizás el síntoma más relevante, por peligroso, del aumento del esencialismo nacionalista chino es el conflicto con Taiwán. Solemos tratar este conflicto como una cuestión puramente geopolítica, pero Vila explica que otro elemento fundamental es la disyuntiva que plantea entre civilización y nación. La existencia de un Taiwán autónomo y con una democracia liberal supuestamente incompatible con el confucianismo que impera en la cultura china según las élites continentales, desmonta el esencialismo de estas premisas y resalta la idea de que China es más una civilización que una nación. Es decir, al igual que hay muchas formas de ser occidental, y que muchos países considerados occidentales son autónomos unos de otros, existen formas diferentes de ser chino hasta el punto de que pueden existir naciones independientes bajo un mismo paraguas civilizatorio. Las élites de China rechazan frontalmente esta idea porque pone en peligro tanto su unidad nacional como la identidad entre ser chino y gobernado por un Estado autoritario.
Reflexiones sobre la historia moderna de China
El libro de Vila contiene una de las mejores introducciones disponibles a la historia moderna de China, especialmente por su capacidad de iluminar la información con pensamiento y el pensamiento con información, a menudo rompiendo esquemas.
Una de las preconcepciones históricas que rompe Villa es la que presenta una división total entre China del Partido Nacionalista, o Kuomintang, y la del Partido Comunista. Vila explica que el Kuomintang sentó las bases del nacionalismo chino que Mao y sus sucesores comunistas pondrían en práctica, marcado por la idea de que los chinos debían ser liderados de forma autoritaria hacia la superación de su subdesarrollo. Al mismo tiempo, y a la inversa, el nacionalismo chino estaba muy influido por el marxismo, no tanto por simpatías doctrinales como por la razón pragmática de comprobar cómo el modelo soviético había logrado modernizar países subdesarrollados. En este sentido, la historia moderna de China no es un cuadro pintado en blanco y negro, donde los buenos son los comunistas y los malos los nacionalistas ni al revés. Los primeros a menudo se acabaron mostrando más nacionalistas que comunistas, y los segundos no eran simplemente un grupo de reaccionarios anticomunistas.
Al ser finalmente el Partido Comunista el que lograría la victoria definitiva en 1949, se tiende a olvidar el papel previo del Kuomintang en la construcción de la China moderna. Vila hace el esfuerzo de explicar en detalle este papel fundamental más allá de apriorismos ideológicos. Una de las cosas que más choca con el relato oficial es descubrir que fue el Kuomintang la fuerza que cargó a sus espaldas prácticamente todo el esfuerzo bélico contra el invasor japonés. Una vez ganada la guerra contra los japoneses en 1945, la guerra civil entre nacionalistas y comunistas la ganaron los segundos no tanto por la impopularidad de los primeros o por factores estructurales, apunta Vila, como sobre todo por golpes de suerte y batallas decisivas como las de la campaña de Huaihai.
Por otra parte, según explica Vila, el gobierno del Kuomintang (1928-1949) fue un período provechoso de la historia china en el que se pusieron en marcha muchos proyectos de construcción nacional, saneamiento de cuentas, desarrollo industrial y despliegue de infraestructuras que después serían continuados por el gobierno comunista; algunos de estos proyectos no serían recuperados hasta la apertura de los años ochenta impulsada por Deng Xiaoping. En este sentido, es como si se hubiera completado un círculo histórico: los nacionalistas iniciaron la modernización del país bajo la bandera del Kuomintang en la primera mitad del siglo XX, y los nacionalistas la completan ahora bajo la parafernalia comunista. El Partido Comunista de hoy, con Xi a la cabeza, mantiene a grandes rasgos la misma línea que el Kuomintang de ayer: una modernización que mantenga las características chinas, con una base de trabajadores disciplinados alejados de tentaciones revolucionarias.
Así pues, la parafernalia comunista, con la figura de Mao como símbolo supremo, no es más que el hilo de continuidad histórica del partido único, y por tanto la fuente principal de su legitimidad actual a falta de apoyos populares explicitados en unas urnas. Las élites chinas tomaron nota de lo que consideraron el debilitamiento de la autoridad de la URSS con el proceso de desestalinización, y han seguido una estrategia contraria a la ‘desmaoización’. Algunas de las figuras que sufrieron en su propia carne los excesos de la Revolución Cultural, como Deng Xiaoping y ahora Xi Jinping, han sido las que después han dedicado mayores esfuerzos a encaramar la figura de Mao. Sin embargo, donde sí se nota el recuerdo traumático de la Revolución Cultural es en el miedo desmedido dentro del Partido Comunista a cualquier brizna de movilización popular.
Hacia un mundo multipolar de potencias agotadas
En vez de abordarlo como algo aislado, Vila explica el fenómeno Xi Jinping como la reacción preventiva china ante la crisis del capitalismo global que estalla en 2008 y la subsecuente ola de protestas masivas en Occidente en el marco del descrédito de la hegemonía neoliberal. Este cambio de ciclo global se tradujo en China en la emergencia de la figura populista de Bo Xilai, bastante desconocida en Occidente. El nuevo liderazgo de Xi a partir de 2012 sería de alguna manera una consecuencia adaptativa hacia estas tendencias populistas contra la creciente desigualdad del modelo capitalista liderado por figuras más tecnócratas como Hu Jintao, y el aumento de la opulencia y la corrupción en las élites del partido. Bo acabaría en prisión, y Xi haría lo que Vila define en términos gramscianos como una revolución pasiva: una revolución desde arriba que pretende integrar demandas de la población discordantes con el régimen, pero sin ruptura, generando un cambio aseado que protege a las élites. Se abandona todo imaginario neoliberal y se sustituye por uno colectivista, lo que no implica la renuncia efectiva a las privatizaciones y al mercado libre, sino el rechazo a la idea de la política como tecnocracia al servicio de la economía.
En tanto que el nuevo discurso colectivista no pasa por un proceso de empoderamiento popular, se traduce en un reforzamiento del nacionalismo. Según Vila, las medidas económicas de Xi no siguen la lógica liberal de perseguir el crecimiento económico en sí mismo, sino que se enmarcan en un reforzamiento ideológico nacionalista que busca la autosuficiencia del país y la lealtad de la población cara a una futurible situación de tensión geopolítica y aislamiento. Es decir, su plan pasa por preparar a China para un futuro choque con Occidente.
Sin embargo, a diferencia de lo que vaticinan muchas voces, Vila no cree hoy por hoy que un choque con Occidente permita a China convertirse en la nueva potencia hegemónica mundial: “La entrada de China en la modernidad tardía, más que indicarnos cuál será la potencia hegemónica del futuro, nos abre las puertas a un futuro cercano sin ninguna potencia hegemónica. Esta realidad nos aleja de las narrativas que enmarcan el conflicto entre China y Estados Unidos como el de una potencia emergente y una decadente; es, más bien, la batalla entre dos potencias agotadas, que proyectan sus carencias en el conflicto con un enemigo con el que tienen más similitudes de las que quieren reconocer”.
Ferran de Vargas es politólogo investigador en el Departamento de Estudios Asiáticos de la Universidad de Edimburgo, y colaborador del grupo de investigación ALTER de la UOC. Es autor del libro ‘Japó roig’ (‘Japón rojo’) (Manifest Llibres, 2024), y de artículos académicos en revistas como ‘Modern Asian Studies’, ‘Japan Forum’ o ‘Positions: Asia critique’.
CATARSI
La via xinesa: alternativa a occident o idealització orientalista?