El Cairo, más allá de sus espejismos de gran metrópoli africana, de gloriosa capital de la «madre del mundo», es una inmensa aldea de dieciocho millones de habitantes condenados a una vida amarga.
De mi primera visita, en octubre de 1970 durante el estremecedor entierro multitudinario del rais Gamal Abdel Nasser, guardo imágenes, repetidas año tras año, de mugrientos carritos de basuras tirados por mulas o asnos, camionetas y camiones privados, que, al alba, recorren la ciudad recogiendo desperdicios, inmundicias expulsadas de su hinchado vientre.
Veía su paso y me preguntaba a que zahúrda iba a parar su enorme carga. Sólo después conocí el barrio de los basureros del Cairo en la ladera de la colina del Mukatam. Es la ciudadela de los zebalin, esta legión de hombres, mujeres y niños que viven inmersos en este descomunal estercolero, no lejos de la Ciudad de los Muertos.
El negocio de las inmundicias del Cairo, de estas seis mil toneladas diarias de basuras, proporciona de padres a hijos un trabajo seguro y mejor remunerado que el de otras desagradables labores. Cuando vuelven a su barrio, vuelcan la basura —su oro— para separar los residuos orgánicos, los plásticos, los trapos, los papeles, y meterlos en sacas que se amontonan por todas partes.
Tienen sus hogares sobre estos depósitos inmundos, y de poco les sirve derramar perfumes y colonias en sus cubículos. El mal olor impregna a sus habitantes, sus casas, almacenes y calles. El más pestilente procedía de los excrementos de los cerdos en sus angostas pocilgas del vecindario.
Como los zebalin son cristianos, de la minoría copta, podían criar y explotar estos animales, cuya carne está prohibida a los musulmanes. Son los puercos los que se alimentaban con los desechos orgánicos recogidos en las calles de la ciudad.
Los zebalin se apiñan bajo las antiguas iglesias que no huelen a incienso, bajo esta mezcla de devoción religiosa y desperdicios malolientes. Desde hace décadas, el gobierno del Cairo decretó que todos los basureros y traperos, los zebalin, se agrupasen a los pies del Moqatam.
La implacable orden dada en mayo por el presidente Mubarak de exterminar los trescientos mil cerdos de Egipto con objeto de prevenir posibles consecuencias de aquella epidemia porcina mundial provocó críticas de las agencias internacionales que afirmaron que estos animales no la transmitían. En Egipto no hubo, además, ningún caso de la temida epidemia.
Los zebalin fueron victimas de esta medida cruel. Sus preciados animales domésticos fueron hacinados en camiones de basura, cruelmente sacrificados, amontonados en descampados. Fue una salvaje hecatombe difundida en todo el mundo. Los zebalin creen que el gobierno quería extirpar su presencia de Egipto, populosa nación musulmana. Ahora, en las calles del Cairo de barrios populares como Limbaba o residenciales como Heliópolis se amontona la basura.
Sin sus cerdos, los zebalin no tienen interés en recoger las inmundicias orgánicas que consumían como pasto. El exterminio de los cerdos ha convertido muchos parajes de la ciudad en muladar. Las empresas extranjeras contratadas para el servicio de limpieza pública sólo recogen y reciclan la tercera parte del volumen de basura que, con sus rústicos medios empleados, eliminaban cada día los zebalin cairotas.