Mucho más allá de la dialéctica normal entre Gobierno y oposición, se cruzan a diario toda suerte de descalificaciones personales, desde Alfonso Guerra tachando a Rajoy de «indolente, perezoso, haragán y holgazán», hasta el alcalde de Valladolid aludiendo a los «morritos» de la ministra Aído. Unos convierten la incalificable agresión de Murcia en un remedo del caso Matteotti y los otros describen -no sin fundamento- la Generalitat valenciana como la cueva de Alí Babá. Cada semana, en el hemiciclo del Congreso, vuelan los improperios (de «inútiles» a «antipatriotas») de una a otra bancada. Y bien pronto los veremos dirimir a cara de perro unas elecciones autonómicas y locales en las que se lo juegan todo.
Y sin embargo, en medio de este clima bronco y enrarecido, he aquí que el Partido Popular y el PSOE coinciden en algo; en algo más que en su política vasca, quiero decir: en la necesidad imperiosa de poner coto al Estado autonómico. Naturalmente, cada uno lo dice a su manera; José María Aznar apela a «la existencia política de la nación española» y a la urgencia de que una España devorada por «17 administraciones» se libere de esa rémora y deje de ser «un Estado marginal». Mariano Rajoy, más blandito, se contenta con reclamar la unidad educativa -ahí es nada-, sanitaria y de mercado. José Luis Rodríguez Zapatero, por su parte, invoca la crisis económica y el problema de la deuda para anunciar medidas de «homogeneización», de «coordinación», si fuera preciso de «intervención» de las autonomías. Resumámoslo sin eufemismos: PSOE y PP apuestan de consuno por la armonización y la recentralización.
En el caso del PP -partido que necesitó una década para aceptar, a desgana, el Título VIII de la Constitución-, fue la FAES, presidida por Aznar, la que, el pasado diciembre, puso los fundamentos teóricos de la ofensiva actual. Lo hizo con las 187 páginas de Por un Estado autonómico racional y viable, volumen coordinado por Gabriel Elorriaga Pisarik en el que los tecnicismos y las tablas estadísticas dan prestancia científica a un mensaje ideológico: las autonomías son ineficientes, derrochadoras, nepotistas, están hiperburocratizadas… Por tanto, no resulta posible ni deseable seguir avanzando por el camino de la descentralización, que es un modelo agotado y un lastre para el crecimiento económico; al contrario, se impone una reforma que haga más rígido y preciso el marco constitucional en la materia, y que «recupere en lo posible la homogeneidad perdida tras los últimos procesos de reforma estatutaria».
Siempre al quite, la prensa más españolista no tardó en aportar su granito de arena: «La mayoría cree que el Gobierno debe recuperar poder frente a las autonomías», resumía Abc el pasado día 12 un sondeo propio y hecho a la carta. Pocos días después, la misma conspicua cabecera insistía en denunciar el «despilfarro identitario» de la Generalitat catalana. Fue una pena que, junto a los gastos en «embajadas, pancatalanismo y lengua», el diario citado no recogiese, verbigracia, el reciente estudio del Centre Delàs sobre los gastos militares del Estado español: para 2011 son, contabilizados según los criterios de la OTAN, 16.032,75 millones de euros, unos 44 millones al día.
Claro, al lado del PP y sus corifeos, el PSOE suele parecer, en este asunto, el policía bueno. Pero basta seguir la línea de pensamiento que va desde Tomás de la Quadra-Salcedo, pasando por Joaquín Leguina, José Bono o Gregorio Peces-Barba, hasta Guillermo Fernández Vara, para constatar hasta qué punto, y más en tiempos de tribulación, los socialistas están dispuestos a abrazarse a la bandera y a la unidad de la patria.
Si, según aseveraba en estas páginas Javier Cercas el pasado sábado, «el nacionalismo es, aquí y en Moldavia, una ideología reaccionaria, incompatible con los principios más elementales de la izquierda», entonces España debe de ser el país más reaccionario y derechista no del planeta, sino de la galaxia.