Los defensores de las lenguas minoritarias se rebelan en Francia ante su creciente marginalización
La construcción nacional francesa se basa, desde hace siglos, en la hegemonía total de un idioma. Las lenguas regionales minoritarias que han logrado sobrevivir al francés tienen un futuro difícil. Durante demasiado tiempo se las denominó, casi despectivamente, patois , un cajón de sastre que incluía desde dialectos muy locales sin tradición escrita a lenguas con legado literario desde la época medieval.
La imposición del francés como instrumento forjador de una identidad unificadora ha sido común a todo tipo de regímenes políticos. La practicaron la monarquía absolutista (Luis XIV, el Rey Sol, prohibió el uso oficial del catalán en abril del año 1700), los revolucionarios que la derrocaron, el imperio napoleónico y los sistemas democráticos. La Francia de Emmanuel Macron es heredera de una forma de actuar que está inscrita en los genes del Estado.
Eurodiputado corso
“El Ministerio de Educación es el templo del jacobinismo”, se queja François Alfonsi
El pasado 30 de noviembre hubo una manifestación en París que tuvo un eco mediático modesto pero fue muy simbólica. Centenares de personas se congregaron ante la basílica de Santa Clotilde, cerca del ministerio de Educación, para protestar por el daño que la reforma del bachillerato está haciendo, según ellos, a lenguas como el bretón, el occitano, el catalán, el corso o el alsaciano. En su manifiesto, el colectivo Pour que Vivent nos Langues (para que vivan nuestras lenguas) habló incluso de “lingüicidio” y recordó que la Unesco las cataloga entre las amenazadas de extinción.
En el nuevo bachillerato las lenguas regionales –no sólo las del Hexágono sino las criollas u autóctonas que se hablan en los territorios de ultramar– quedan aún más subordinadas al francés. Su carácter optativo para los alumnos se mantiene, si bien pierden mucho valor en la nota final. Eso hace que se desincentive su estudio frente a otras lenguas modernas, o delante de alternativas como el latín y el griego o a las matemáticas.
“A pesar del clamor mundial para que la biodiversidad natural y la biodiversidad cultural sean consideradas y preservadas, a pesar de los textos internacionales que regulan los derechos del hombre y los derechos de los pueblos, el Estado francés, ajeno a las múltiples condenas de la ONU, prosigue su obra de destrucción del patrimonio inmaterial milenario que son nuestras lenguas y nuestras culturas”, señaló el movimiento que critica la reforma del bachillerato. “No existe en Francia ninguna voluntad real, más allá de las apariencias y de los discursos formales, de parte de los poderes públicos que se suceden al frente del Estado, de poner en práctica políticas lingüísticas verdaderamente eficaces”, agregó el documento de Pour que Vivent nos Langues.
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Los bretones, catalanes, vascos y occitanos que luchan por conservar sus idiomas en Francia están persuadidos de que la inmersión lingüística es el único modo realista de salvarlos. Citan como ejemplo el francés en Québec –la provincia francófona canadiense– y el catalán y el euskera en las comunidades autónomas españolas en las que son cooficiales.
El ministro de Educación, Jean-Michel Blanquer, dejó clara ante el Senado, hace unos meses, cuál es la posición del Gobierno. “Debemos favorecer las lenguas regionales pero no podemos pasar al otro extremo; es decir, favorecerlas hasta tal punto de que al final no se hable ya francés en la escuela”, advirtió Blanquer. No es una mera posición individual. El Parlamento lleva años sin ratificar la Carta Europea para las Lenguas Regionales y Minoritarias.
El eurodiputado corso de Los Verdes François Alfonsi, uno de los impulsores de la revuelta contra el nuevo bachillerato, sabe que el combate contra el Estado no será fácil, porque deben vencerse impulsos que vienen de muy lejos, pero confía en lograr alguna modificación. “El ministerio de Educación es el templo del jacobinismo en Francia; estamos en el corazón del Estado francés, en su dimensión más hostil hacia las lenguas regionales”, dijo Alfonsi a La Vanguardia . “La inmersión es el sistema más adecuado para la transmisión a los jóvenes de la lengua de sus ancestros”, enfatizó el eurodiputado.
Desincentivación
La reforma del bachillerato de Macron subordina las lenguas aún más al francés
“El Estado francés, muy centralizado, no da los medios a nuestras lenguas para que puedan sobrevivir, y tampoco deja a las regiones la posibilidad de poder hacerlo”, sostuvo ante este diario el diputado bretón Paul Molac, incansable defensor del idioma de su región. Según Molac, el dinamismo del euskera es quizás la única excepción en el inquietante panorama de las lenguas regionales francesas, gracias a la influencia que llega desde el País Vasco español y los recursos que se aportan desde el otro lado de la frontera.
–¿Es optimista ante el futuro o le parece una tarea de Sísifo?–, le preguntamos a Molac.
–Sí, es un poco eso, ja, ja. Cada vez estamos obligados a conquistar, piedra a piedra, el edificio para poder enseñar nuestras lenguas. De vez en cuando alguien intenta derrumbar los cimientos que hemos puesto.
Molac intentó separar la reivindicación identitaria de la pura preservación de las lenguas, quizás para evitar que la protesta tome un cariz demasiado político. “Puedes tener una identidad en la que la lengua no es el factor principal”, matizó el diputado bretón.
En su excelente ensayo Breu història de França explicada als catalans. Influències, friccions i garrotades del veí de dalt , el periodista Xavier Febrés recuerda una frase terrible del diputado Bertrand Barère, en 1794, en plena Revolución Francesa, que muestra la refractaria actitud ante las lenguas que no son el francés y el recelo ante las identidades plurales. Según Barère, un gascón de Tarbes, “el federalismo y la superstición hablan bretón, la emigración y el odio hacia la República hablan alemán (alusión al alsaciano), la contrarrevolución habla italiano (referencia al corso) y el fanatismo habla vasco”. El diputado insistió en que “el francés ha tenido el honor de servir para la Declaración de los Derechos del Hombre y se ha de convertir en la lengua de todos los franceses; en un pueblo libre, la lengua debe ser la misma y única para todos”.
Más de doscientos años después, la filosofía de fondo, sobre todo en el último de estos argumentos, no ha cambiado demasiado. Febrés lo atribuye a “la neurona bloqueada del centralismo”. En efecto, hacerse un hueco, por humilde que sea, junto al francés, sigue siendo un desafío casi inalcanzable, por más que una minoría de románticos entusiastas no pierda la esperanza.
LA VANGUARDIA