En un hermoso y breve poema Ángel González escribió: “No fue un sueño/ lo vi/ la nieve ardía”. Para la mayoría de los naturalistas, imaginar ardiendo la selva tropical es casi tan imposible como ver arder la nieve. La selva lluviosa, aprendimos, tiene un grado de humedad tan alto que, por principio, no se inflama; hay que cortar primero la vegetación para poder quemarla. La realidad constatada en mis viajes a la Amazonía los últimos años ha sido, sin embargo, bien distinta. Especialmente a partir de 2005, pavorosas sequías han dado lugar a fuegos importantes, y en los espacios naturales más cuidados han aparecido, como en España, las familiares brigadas contra incendios. No fue sueño, lo he visto, la selva ardía.
Los científicos saben razonablemente bien lo que está pasando. Tal vez el servicio ecológico más importante de la selva amazónica sea la transferencia de agua del suelo a la atmósfera, a través de la transpiración de los árboles (capaces de captar el líquido hasta 10 metros de profundidad). En el conjunto de la cuenca, entre el 25% y el 50% de la lluvia que cae se genera en el lugar, es agua reciclada por los propios árboles. Deforestando, pues, se reduce la transpiración y con ella, localmente, la cantidad de lluvia.
Pero, además, al deforestar se libera a la atmósfera carbono retenido en la vegetación (y en menor medida en el suelo), lo que exacerba el efecto invernadero que produce el calentamiento global (la temperatura media en la cuenca amazónica ha aumentado en los últimos lustros un cuarto de grado por década). La mezcla de más calor y menos agua genera más incendios, que a su vez incrementan la deforestación, y esa rueda gira y gira, acelerándose.
Pese a estas evidencias, como informaba hace pocos días la sección Planeta Tierra de este periódico, los diputados brasileños han aprobado por bochornosa mayoría (410 a 63) una reforma de su Código Forestal que reduce las áreas de reserva y las barreras a la deforestación (Greenpeace estima que casi un millón de kilómetros cuadrados quedarán desprotegidos). Al tiempo, amnistía los delitos contra la selva cometidos hasta 2008. El acuerdo no es definitivo y la presidenta Rousseff ha garantizado que luchará contra él. El mismo día, sin embargo, y eso no tiene arreglo, fueron asesinados José Claudio Ribeiro da Silva y su esposa María do Espíritu Santo, activos ecologistas que vivían de recoger caucho y “castanhas” y habían sido amenazados por madereros ilegales.