La unidad entre las fuerzas políticas (partidos) y su base social organizada (movimiento popular) es mucho más fácil de deshacer que de producirse. Me refiero al momento en que el grueso de la población organizada toma como referente un bloque de fuerzas políticas, a las que les reconoce el liderazgo, deposita la confianza y se siente interpelada, tanto a la hora de votar como de movilizarse. Paralelamente (dialécticamente), estas fuerzas políticas reconocen un deber público e ineludible hacia su base social, la interpelan directamente, la hacen cómplice e integrante de su propia estrategia, escuchan sus demandas y son susceptibles a su crítica; rectifican y se adaptan, pues, de acuerdo con sus exigencias.
Hay un compromiso mutuo, progresivamente más fuerte, una alianza cada vez más explícita, una vertebración cada vez más clara de qué papel corresponde a cada una de las ramas del mismo bloque. Esto es lo que Lenin llama la ‘unidad político-social’ (o ‘bloque histórico’, en términos de Gramsci). Y eso es lo que se formó, a lo largo de una década de proceso independentista, hasta llegar al punto culminante (de máxima unidad), a partir del referéndum del 1 de octubre. Y es, al mismo tiempo, lo que se empezó a erosionar gradualmente a partir del mismo momento, de manera especialmente vertiginosa a partir del 21 de diciembre de 2017.
Porque la unidad política no es algo que se pueda provocar mecánicamente, a partir de una fórmula mágica e infalible. Por el contrario, es el resultado de un proceso histórico de acumulación de fuerzas y de dinámicas de intensificación conjuntas entre el pueblo organizado y las organizaciones políticas que hacen suyo el programa emancipador que tiene como motor el movimiento político (independentista). De ahí su valor incalculable, de ahí su fragilidad. Porque lo que en política se gana a partir del trabajo invisible o de hormiguita, durante décadas, se puede perder en un abrir y cerrar de ojos. Y, en este sentido, la ruptura de la unidad estratégica entre las fuerzas políticas independentistas, ahora en boca de todos, puede tener una consecuencia mucho más trágica que el estancamiento actual y que ya empezamos a palpar: la ruptura de la unidad político-social.
Los pactos postelectorales que hemos presenciado y la reacción airada de buena parte del independentismo, tanto en cuanto a los pactos municipales con el PSOE y especialmente al acuerdo infame de los Comunes-Iniciativa con Valls (es decir, la oligarquía), demuestra que partidos y base organizada ya no reman conjuntamente. Pero, en mi opinión, el detonante fue el giro que adoptó ERC a principios de 2018, a partir de su famosa ponencia política «Hagamos República», en donde hacían suyo el lema de que para poder ganar «hay que ampliar la base social»; es decir, freno de mano y mirada larga, hacia una prolongación a largo plazo de la conquista de la independencia, a través del delirio (ya superado) de que algún día el Gobierno español no tendrá más remedio que pactar un referéndum de autodeterminación . Algún día.
El primer resultado de este giro táctico -profundamente electoralista-, ya lo vemos: distensión, moderación, desmovilización, ambigüedad… Reanudación de la competencia partidista intra-bloque y apertura de las complicidades políticas extra-bloque. Lo que sitúa sobre el centro político una dinámica que no favorece la intensificación de la lucha, sino todo lo contrario: justifica, por boca de Colau, el mito de resquebrajar los bloques y ocupar un (falso) espacio inter-bloques. Esto no se lo cree nadie, ya que no hay «bloques», sino (al menos había), por un lado, una unidad política entre el grueso del pueblo organizado y las fuerzas políticas independentistas (con la complicidad de las soberanistas) y, por otra parte, las fuerzas políticas del régimen, nutridas de electorado «banal», pero no de una base comparablemente organizada.
Podemos decir que, electoralmente, no les ha ido mal, todo lo contrario. Esto, sin embargo, no significa que el grueso del independentismo comparta (ni que siquiera conozca) el retroceso político que ha emprendido ERC desde 2018. Porque una cosa es el apoyo electoral y otra la pervivencia del movimiento político como tal; es decir, si paralelamente al crecimiento electoral de ERC se hubiera producido un reforzamiento de las organizaciones populares, podríamos admitir que, dada la correlación, se ha sostenido la unidad político-social y que, en todo caso, ha habido un cambio de hegemonía en el seno del movimiento. Y no es el caso: veamos, si no, cómo ha decaído la movilización de los CDR en los últimos tiempos (algo que sí es conocido por todo el mundo). Alguien podría decir que, justamente, la perspectiva derrotista de ERC es compartida por la mayoría de la población. Pero esto sería un despropósito, porque se confundiría la consecuencia con la causa de esta situación.
Sería injusto, sin embargo, atribuir toda la responsabilidad a ERC. Todos los partidos (insisto, todos, incluso aquellos que se presentaban como la alternativa enfadada al resto de partidos) se han visto subsumidos en las dinámicas de ERC, siendo incapaces de hacer autocrítica, de rehacer la estrategia conjunta y de saber volver a interpelar a un movimiento popular cada vez más distante. Quizás el Consejo para la República y sus impulsores son, en todo ello, la excepción más honrosa. Y seguramente podríamos añadir muchas excepciones más, aportar casos locales y concretos, releer algún artículo o entrevista en la que dirigentes políticos de aquí y de allí (también de ERC) lo clavaban con sus análisis y parecía que apuntaban propuestas interesantes. Pero el problema no es particular, sino general.
Llegados a este punto, siendo la unidad estratégica algo ampliamente reclamado por el conjunto del movimiento popular, y que no se ha traducido en nada que no sean gestos retóricos, el pueblo organizado pasa a ser (si es que alguna vez dejó de serlo) la prioridad y el valor que hay que salvaguardar de todas formas, si no queremos derribar todo lo que hemos edificado durante la última década. Y la sentencia sobre los presos y presas políticas será una ocasión irrepetible para poder volver a tomar el pulso al movimiento popular. Porque tal vez la ruptura de la unidad política ya es inevitable (o ya se ha dado), pero lo que no podemos permitir que se rompa de ninguna manera es el movimiento que permitió solidificarla, derrochando o malvendiendo todo el capital político acumulado. Demostremos, pues, que ‘¡las calles volverán a ser siempre nuestras!’.
EL MÓN