La revuelta catalana hace la disección del Estado

Es muy probable que el embrollo semántico de la palabra ‘populista’ dependa de cómo se entienda la palabra ‘democracia’. Equiparar democracia con estado de derecho, como lo hacen los defensores del actual régimen español, es deshonesto. Como lo es creer que el estado de derecho se reduce a la existencia de un sistema normativo. En este sentido los estados autoritarios, incluidas las dictaduras, a menudo se gobiernan como ‘estados de derecho’, pero eso no las convierte en democracias. Y al revés, las democracias dejan de ser gobernadas como estados de derecho cuando torturan las leyes para extraer efectos políticos de las mismas. Es lo que pasa cuando se exime a los individuos o corporaciones de las consecuencias legales de sus actos, o cuando los mismos tribunales sabotean el marco jurídico. Dicho de otro modo: cuando el Estado, desdibujando la separación de poderes, revive el absolutismo. En estas circunstancias, sólo la presión popular, la calle, puede restituir la legitimidad de una democracia dañada.

Más esclarecedor que contraponer ‘populismo’ y ‘estado de derecho’ es distinguir entre movimientos que refuerzan el Estado y movimientos que lo superan, distinción que no se apoya en el eje derecha-izquierda. Estos últimos movimientos serían los que ven en el Estado como ‘el más frío de todos los monstruos fríos’ (Nietzsche), mientras que los primeros serían aquellos que, con Hegel, ven en el Estado la expresión definitiva de una conciencia que es libre en la medida en que se somete. Nietzsche y Hegel radicalizaron las posiciones de los conservadores y los reformistas en la crítica decimonónica del antiguo régimen. En el siglo XVIII era la izquierda, es decir, los filósofos de la Ilustración y los amigos de la revolución, quien atacaba los pilares económico, político y religioso del Estado. Quien entonces defendía el Estado era la derecha contrarrevolucionaria. Edmund Burke creía que una sociedad que erosiona el Estado terminaría ‘disgregada en el polvo del individualismo’, y sus primeras víctimas serían los pobres. Hoy puede resultar paradójico que un conservador defendiera la fiscalidad y algo parecido al estado del bienestar. ¿Quienes eran, pues, los populistas en aquel momento auroral de los estados nación?

En la España del siglo pasado la ambigüedad se convirtió en el gran paradigma ideológico, prevaleciendo por encima de la clásica división entre derechas e izquierdas, que no ha sido nunca efectiva. Salvo la década y media del experimento autárquico, el franquismo combinó la regulación falangista de la economía con la tecnocracia del Opus Dei. Una ficción de libre comercio con oportunas devaluaciones de la peseta y proteccionismo arancelario, y con la novedad de unas negociaciones laborales colectivas limitadas por el corsé del sindicato vertical. Es decir, una semiliberalización de la economía con el triunfo autoritario en la manga. La misma ambigüedad por parte de la izquierda de los años ochenta: liberalización del mercado acompañada de complicidad entre empresa y poder político, fundamentada en un enorme incremento del gasto público. A la etapa de Felipe González en el gobierno, se podría llamar sociopopulismo, precisando que se trató esencialmente de un populismo de élite, pero de una élite marcadamente regional, que en su feudo andaluz ha resistido hasta diciembre del año pasado, cumpliendo los cuarenta años prescriptivos para el cambio de régimen en la España diseñada por Franco.

Cuando la derecha recuperó el gobierno, a finales de los años noventa, se apresuró a rebajar impuestos y privatizar empresas públicas. Entonces el término ‘neoliberal’, bastante paradójico aplicado a la derecha franquista, se convirtió en sinónimo de ‘neoconservador’. Pero la oscilación del péndulo, pasando de la teoría keynesiana de los socialistas a la de Friedman de los populares, ocultaba la corrupción sistémica y supraideológica de España en el curso de su historia. La misma expoliación del tesoro, la misma explotación fraudulenta de la función pública, los mismos ‘pelotazos’ en la contratación, las mismas ‘jubilaciones’ en las juntas de las empresas vinculadas con el Estado, la misma obstrucción a la investigación de los crímenes del franquismo, la misma furia en la cruzada contra las minorías nacionales y el mismo odio franco a todo aquello que provoque tufo de catalán. Esta ha sido y sigue siendo la verdadera estructura ideológica del Estado, su populismo de masas.

La hostilidad hacia todo lo que es catalán moduló la política de punta a punta del siglo XX. Una vez desvanecida la ilusión de la modernización del Estado, se ha ido haciendo evidente que España no se puede convertir en una democracia funcional hasta que no haya resuelto su problema territorial. La crisis catalana ha abierto en canal al Estado y la podredumbre está muy a la vista. La corrupción de las élites políticas no es ninguna novedad, pero, salvo los mismos responsables, pocos habrían podido imaginar, antes de estallar la operación Cataluña con la filtración de las conversaciones entre el ministro Jorge Fernández Díaz y el director de la oficina antifraude, Daniel de Alfonso, que el Estado provocaría a una de sus comunidades más productivas y políticamente relevantes a fin de justificar la privación de derechos y el enésimo intento de asimilarla a la fuerza. Demasiado españoles y demasiado europeos son inconscientes de lo que implica para unos y otros la regresión democrática en un Estado que encarcela a la oposición y fabrica las pruebas de supuestos delitos para fundamentar la petición de penas extremas. La actuación concertada de los partidos españoles, los tribunales y los medios de comunicación ha desvanecido la ficción de la separación de poderes y de un estado de derecho que sólo existe en las proclamas cada vez más estridentes de los que, con vista de lince, pretenden hacer ver la admirable ropa del rey incluso a los ciegos. En todo esto no hay nada nuevo para los que conservan la memoria de la dictadura, como si el tiempo se hubiera detenido o incluso hubiera retrocedido. Pero en este ‘déjà vu’ hay una doble ración de cosmética en los rituales de legitimación de la violencia, empezando por el discurso real del 3 de octubre de 2017. En aquella estampa de la España eterna se pudo ver una extraña permutación de la relación natural entre realidad y representación, en que, como la historia de Oscar Wilde, el sujeto se mantiene invariable mientras que su imagen registra cada estría y cada arruga de la decadencia y descomposición del modelo.

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