Robert Fisk
La revolución árabe es secular, no religiosa
Mubarak afirmó que los islamitas estaban detrás de la revolución egipcia. Ben Alí dijo lo mismo en Túnez. El rey Abdulá de Jordania ve una mano negra y siniestra –de Al Qaeda o la Hermandad Musulmana, una mano islamita– detrás de la insurrección civil en todo el mundo árabe. Este sábado las autoridades bahreiníes descubrieron la mano sangrienta de Hezbolá detrás del levantamiento chiíta en su país. Donde dice Hezbolá, léase Irán. ¿Cómo es posible que hombres instruidos, aunque singularmente antidemocráticos, estén tan errados? Enfrentados a una serie de explosiones seculares –Bahrein no encaja bien en este concepto–, culpan al Islam radical. Enfrentados a un levantamiento obviamente islámico, culparon a los comunistas.
Los colegiales Obama y Clinton dieron un salto todavía más extraño. Luego de apoyar las dictaduras “estables” de Medio Oriente –cuando debieron haberse alineado con las fuerzas de la democracia–, decidieron respaldar los llamados civiles a la democracia en el mundo árabe en un momento en que los árabes sentían una desilusión tan profunda con la hipocresía de Occidente que no querían tener a Washington de su lado. “Los estadunidenses interfirieron en nuestro país durante 30 años con Mubarak, apoyando a su régimen y armando a sus soldados”, me dijo un estudiante egipcio en la plaza Tahrir la semana pasada. “Nos disparan con armas estadunidenses en manos de soldados bahreiníes entrenados por estadunidenses a bordo de tanques hechos en Estados Unidos”, me comentó el viernes un ordenanza médico. “¿Y ahora Obama quiere ponerse de nuestra parte?”
Los sucesos de los dos meses pasados y el espíritu de la insurrección árabe –por la dignidad y la justicia, más que por cualquier emirato islámico– permanecerán cientos de años en nuestros libros de historia. Y el fracaso de los más estrictos adherentes al Islam se discutirá durante décadas. El video más reciente de Al Qaeda, difundido este sábado pero grabado antes del derrocamiento de Mubarak, tenía un ángulo interesante: subrayaba la necesidad de que el Islam triunfara en Egipto. Sin embargo, una semana antes las fuerzas de un Egipto secular y nacionalista, hombres y mujeres musulmanes y cristianos, se desembarazaron del anciano sin ninguna ayuda de Bin Laden Inc. Aún más extraña fue la reacción de Irán, cuyo líder supremo se convenció a sí mismo de que el éxito del pueblo egipcio fue un triunfo del Islam. Resulta confortante pensar que sólo Al Qaeda, Irán y sus más odiados enemigos, los dictadores árabes antislamitas, creyeron que la religión estuvo detrás de la rebelión de masas por la democracia.
La ironía más sangrienta de todas –de la que Obama se percató más bien despacio– fue que la república islámica de Irán elogiara a los demócratas de Egipto mientras amenazaba con ejecutar a sus propios líderes democráticos opositores.
No fue, pues, una gran semana para el “islamismo”. Hay, desde luego, un aspecto a considerar: casi todos los millones de manifestantes árabes que desean sacudirse la túnica de la autocracia que –con nuestra ayuda occidental– ha ahogado sus vidas en la humillación y el miedo son de hecho musulmanes. Y los musulmanes –a diferencia del Occidente “cristiano” – no han perdido su fe. Bajo las piedras y cachiporras de los esbirros de Mubarak, contratacaron gritando “Alá akbar” porque para ellos ésa fue en verdad una jihad, no una guerra religiosa, sino una lucha por la justicia. “Dios es grande” y una demanda de justicia son del todo consistentes, porque la lucha contra la injusticia es el espíritu mismo del Corán.
En Bahrein tenemos un caso especial. Aquí una mayoría chiíta es gobernada por una minoría de musulmanes sunitas pro monárquicos. Siria, por cierto, podría sufrir de “bahreinitis” por la misma razón: una mayoría sunita gobernada por una minoría alawita (chiíta). Bueno, por lo menos Occidente –en su menguante apoyo al rey Hamad de Bahrein– puede apuntar al hecho de que Bahrein, como Kuwait, cuenta con un parlamento. Es una bestia triste y vieja, que existió de 1973 a 1975, cuando fue disuelta contra la constitución, y luego reinventada en 2001 como parte de un paquete de “reformas”. Pero el nuevo parlamento resultó aún menos representativo que el primero. Los políticos de oposición fueron hostigados por la seguridad del Estado, y los distritos parlamentarios fueron divididos al estilo del Ulster para asegurar que los minoritarios sunitas tuvieran el control. Por ejemplo, en 2006 y 2010 el principal partido chiíta en Bahrein ganó sólo 18 de 40 bancos. De hecho, las perspectivas sunitas en Bahrein tienen un claro aire de Irlanda del Norte. Muchos me han dicho que temen por su vida, que las turbas chiítas incendiarán sus casas y los asesinarán.
Todo esto está en camino de cambiar. El control del poder estatal tiene que ser legitimado para ser efectivo, y el uso de armas de fuego para avasallar las protestas pacíficas tenía que terminar en Bahrein en una serie de domingos sangrientos, como en el Ulster. Una vez que los árabes aprendieran a perder el miedo, podrían reclamar los derechos civiles que los católicos de Irlanda del Norte alguna vez exigieron frente a la brutalidad del RUC, la policía norirlandesa. Al final los británicos tuvieron que destruir el dominio unionista y llevar al ERI a compartir el poder con los protestantes. Los paralelos no son exactos y los chiítas no tienen una milicia (todavía), aunque el gobierno bahreiní se ha sacado de la manga fotografías de pistolas y espadas –que nunca fueron armas importantes en el ERI– en apoyo a sus afirmaciones de que hay “terroristas” entre los opositores.
En Bahrein existe, sobra decirlo, una batalla sectaria además de secular, algo que el príncipe heredero reconoció sin darse cuenta al decir en un principio que las fuerzas de seguridad tenían que suprimir las protestas para prevenir la violencia sectaria. Es una postura sostenida con crueldad por Arabia Saudita, la cual tiene un fuerte interés en que se suprima la disidencia en Bahrein. Los chiítas de Arabia Saudita podrían ponerse levantiscos si sus correligionarios en Bahrein avasallan al Estado. Entonces de veras oiremos cacarear a los líderes de la república islámica chiíta de Irán.
Pero estas insurrecciones interconectadas no deben verse en un simple marco de fermento en Medio Oriente. El levantamiento yemení contra el presidente Saleh (32 años en el poder) es democrático pero también tribal, y no pasará mucho tiempo antes de que la oposición use armas de fuego. Yemen es una sociedad fuertemente armada, con tribus que portan banderas y un nacionalismo rampante. Y luego está Libia.
Kadafi es tan extraño con sus teorías del Libro Verde –repudiado por los manifestantes en Bengasi, quienes derribaron una versión de él en hormigón–, tan ridículo, y su gobierno tan cruel (en el cual lleva 42 años), que es un Ozimandías aguardando su caída. Su coqueteo con Berlusconi –peor aún, su repugnante idilio con Tony Blair, cuyo secretario del exterior, Jack Straw, llamó “estadista” al lunático libio– jamás iba a salvarlo. Decorado con más medallas que el general Eisenhower, desesperado por un médico que le levante las colgantes quijadas, este hombre malvado amenaza con un castigo “terrible” a su pueblo por atreverse a desafiar su imperio. Hay dos cosas que recordar acerca de Libia: como Yemen, es una tierra tribal, y cuando se volvió contra sus amos fascistas italianos emprendió una encarnizada guerra de liberación cuyos líderes enfrentaron con valor increíble la horca del verdugo. Que Kadafi sea un orate no significa que los libios sean tontos.
Así pues, hay un cambio profundo en el mundo político, social y cultural de Medio Oriente. Creará muchas tragedias, levantará muchas esperanzas y derramará demasiada sangre. Tal vez sea mejor no hacer caso a los analistas y los “grupos de estudio” cuyos bobos “expertos” dominan los canales de televisión por satélite. Si los checos lograron su libertad, ¿por qué no los egipcios? Si los dictadores –primero fascistas, luego comunistas– pudieron ser derrocados en Europa, ¿por qué no en el gran mundo musulmán árabe?
Y, por un momento, no metan a la religión en esto.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
El presidente libio, ¿hacia el precipio?
Robert Fisk
Conque también el anciano, paranoico y lunático zorro de Libia –el pálido, infantil dictador de colgantes carrillos, nacido en Sirte, dueño de su propia guardia pretoriana femenil y autor del ridículo Libro Verde, quien una vez anunció que llegaría en su blanco corcel a una cumbre de los No Alineados en Belgrado– va a rodar por tierra. O ya rodó. La noche del lunes, el hombre al que vi por primera vez hace más de tres décadas, saludando con solemnidad a una falange de hombres ranas uniformados de negro que marchaban azotando con las aletas el ardiente pavimento de la plaza Verde en una noche tórrida de Trípoli, durante un desfile militar de siete horas, parecía estar de huida al fin, perseguido –como los dictadores de Túnez y El Cairo– por su propio pueblo enfurecido.
Las imágenes en YouTube y Facebook relatan la historia con un realismo granoso y opaco, la fantasía trocada en incendios y cuarteles de policía en llamas en Bengasi y Trípoli, en cadáveres y fieros hombres armados, en una mujer que se inclina pistola en mano desde la portezuela de un auto, en una multitud de estudiantes –¿serían lectores de la literatura del tirano?– haciendo pedazos una réplica en hormigón de su espantoso libro. Balas, llamas y gritos por celular, vaya epitafio para un régimen al que todos apoyamos de cuando en cuando.
Y aquí, sólo para enfocar nuestra mente en el cerebro del deseo en verdad excéntrico, va una historia verdadera. Hace apenas unos días, mientras el coronel Muammar Kadafi enfrentaba la ira de su pueblo, se reunió con un viejo conocido árabe y pasó 20 minutos de cuatro horas preguntándole si conocía un buen cirujano plástico que le levantara las mejillas. Es –¿tengo que decirlo, tratándose de este hombre?– una historia cierta. El anciano tenía mal aspecto, con la cara colgante e hinchada, sencillamente la de un magnoon (loco), un actor de comedia que entró en la tragedia en sus últimos días, desesperado por la última maquillista, la llamada final a la puerta del teatro.
En esa hora, Saif al-Islam al-Kadafi, fiel recreador de su padre, tuvo que subir por él al escenario mientras Bengasi y Trípoli ardían, y amenazar con el “caos y guerra civil” si los libios no volvían al redil. “Olvídense del petróleo, olvídense del gas”, anunció este bobalicón acaudalado. “Habrá guerra civil.”
Arriba de la cabeza del amado hijo en la televisión estatal, un verde Mediterráneo parecía manar de su cerebro. Todo un obituario, si se piensa en ello, para casi 42 años de gobierno de Kadafi.
No exactamente como el rey Lear cuando amenaza con hacer “tales cosas, las que sean, no lo sé, pero que serán el terror de la tierra”, sino más bien como otro dictador en un búnker diferente, convocando ejércitos inexistentes que lo salvaran en su capital y echando al final la culpa de su calamidad a su pueblo. Pero olvídense de Hitler: Kadafi estaba en una clase por sí solo: Mickey Mouse y profeta, Batman y Clark Gable, y Anthony Quinn en el papel de Omar Mukhtar en El león del desierto; Nerón y Mussolini (versión 1920), y al fin, inevitablemente, el más grande actor de todos: Muammar Kadafi.
Escribió un libro titulado Escape al infierno y otros cuentos –muy apropiado bajo las infortunadas circunstancias actuales–, y exigió una solución de un solo Estado al conflicto palestino-israelí, el cual sería llamado “Israeltina”.
Poco después echó a la mitad de los residentes palestinos de Libia y les dijo que marcharan a pie hacia su tierra perdida. Abandonó ruidosamente la Liga Árabe por considerarla irrelevante –un breve momento de cordura, hay que admitirlo– y llegó a una cumbre en El Cairo confundiendo deliberadamente la puerta de un baño con la del salón de conferencias hasta que el califa Mubarak lo condujo con una sonrisa que delataba sufrimiento.
Y si lo que atestiguamos es una verdadera revolución en Libia, pronto podremos –si los empleados de las embajadas occidentales no llegan antes a cometer un poco de pillaje serio y desesperado– escarbar en los archivos de Trípoli y leer la versión libia de lo ocurrido en Lockerbie y del bombazo en el vuelo 722 de UTA, y de las bombas en la disco de Berlín, por las cuales un montón de civiles árabes y la propia hija adoptiva de Kadafi perecieron en los ataques de venganza de Estados Unidos, en 1986; de sus suministros de armas al ERI y los asesinatos de opositores dentro y fuera del país, y del homicidio de una policía británica, de su invasión a Chad y sus tratos con magnates petroleros británicos, y (caiga la desgracia sobre todos nosotros en este punto) la verdad acerca de la grotesca deportación de Al Megrahi, el supuesto autor del bombazo en Lockerbie, demasiado enfermo para morir, quien tal vez todavía hoy podría revelar algunos secretos que el Zorro de Libia –junto con Gordon Brown y el procurador general de Escocia, porque todos son iguales en el escenario mundial de Kadafi– preferiría que no supiéramos.
Y quién sabe qué nos dirán los archivos del Libro Verde –y por favor, oh insurgentes de Libia, que su justa ira no los lleve a quemar estos invaluables documentos– acerca de la supina visita de lord Blair a este anciano repulsivo, una figura de mente trastornada cuyo gesto de “estadista” (palabras del viejo farsante marxista Jack Straw cuando el autor de Escape al infierno prometió entregar los materiales nucleares con los que sus científicos habían fracasado estrepitosamente en fabricar una bomba) permitió a nuestro fervoroso líder asegurar que, si no hubiéramos golpeado a los saddamitas con nuestra justificada ira por sus propias inexistentes armas de destrucción masiva, también Libia se hubiera unido al eje del mal.
Lástima, lord Blair no prestó atención al factor “sorpresa” de Kadafi, esa singular cualidad de pasar por hombre cuerdo mientras en secreto se cree –como el recordado Omar Suleiman en El Cairo– ser un foco eléctrico. Apenas unos días después del apretón de manos de Blair, los sauditas acusaron a Kadafi de conspirar –los detalles, por cierto, eran horriblemente convincentes– para asesinar al rey Abdulá de Arabia Saudita, aliado de Gran Bretaña. Pero, ¿por qué sorprenderse cuando el hombre más temido y hoy más escarnecido y odiado por su propio pueblo vengativo escribió, en su ya citado Escape al infierno, que la crucifixión de Cristo fue una falsedad histórica y que –aquí digo una vez más que cierto fantasmal asomo de verdad se adhiere de cuando en cuando a los delirios de Kadafi– un “cuarto reich” alemán se asentaba sobre Gran Bretaña y Estados Unidos? Al reflexionar sobre la muerte en esa obra trágica, se pregunta si es masculina o femenina. El líder de las Grandes Masas Populares del Pueblo Árabe Libio, sobra decirlo, se inclinaba por lo segundo.
Como en todas las historias del mundo árabe, una narrativa histórica precede a la dramática procesión de la caída de Kadafi. Durante décadas sus opositores intentaron darle muerte; se sublevaron como nacionalistas, como prisioneros en sus cámaras de tortura, como islamitas en las calles de –¡sí!– Bengasi. Y él los aplastó a todos. De hecho, esa venerable ciudad ya había alcanzado el estatus de mártir en 1979, cuando Kadafi ahorcó en público a estudiantes disidentes en la plaza principal. Ni siquiera menciono la desaparición, en 1993, del defensor de los derechos humanos Mansour al-Kikhiya cuando asistía a una conferencia en El Cairo, en la que se quejó de la ejecución de presos políticos por Kadafi. Y es importante recordar que, hace 42 años, la propia oficina británica del exterior dio su beneplácito al golpe de Kadafi contra el afeminado y corrupto rey Idriss porque, según nuestros mandarines coloniales, era mejor tener a un flamante coronel que a una reliquia del imperialismo a cargo de un Estado petrolero. De hecho, muchos mostraron casi el mismo entusiasmo por este déspota decadente cuando lord Blair llegó a Trípoli décadas después para el apretón de manos.
Y, como nos dijo un grupo libio de oposición hace años –en ese tiempo, claro, no nos interesaba esa gente–: “Kadafi nos quiere hacer creer que está a la vanguardia de cualquier avance de la humanidad que haya surgido durante su vida”.
Todo es cierto, aunque ahora se vea reducido a una farsa indigna de Shakespeare. Mi reino por un levantamiento facial. En esa reunión de los No Alineados en Belgrado, Kadafi llevó incluso un avión lleno de camellos para que lo abastecieran de leche fresca. Pero no se le permitió llegar en su blanco corcel. Tito se encargó de eso. Ése sí que era un dictador.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya