La red de saneamiento de Iruñea del siglo XVIII

Entre 1767 y 1772 se realizó en las calles de Pamplona una completa red subterránea de saneamiento de aguas. De esta forma se pretendía acabar con la costumbre de arrojar las aguas sucias desde las viviendas a la calle, hasta entonces sin muchas alternativas, con lo que ello suponía de suciedad, falta de higiene y consecuente afección en el propio estado sanitario de la población.

Una de las minas principales del saneamiento. Foto JL Zúñiga 1983

El siglo XVIII trajo consigo una nueva corriente de pensamiento, la denominada Ilustración, corriente iniciada en Francia pero que rápidamente se extendió por toda Europa. Supuso importantes cambios tanto en la ciencia y en la política, como en el urbanismo y consecuentemente grandes mejoras en la propia sociedad. En Iruñea durante ese siglo, el llamado siglo de las Luces, se construyeron varios edificios notables, como la basílica de San Fermin (1717), la casa Consistorial (1760), casas palacio como la de Ezpeleta (1711) o la de Rozalejo (1734) o algunos puramente dotacionales como la casa de Misericordia (1715).

El virrey conde de Ricla

En este contexto de cambios y mejoras en el urbanismo que trajo la Ilustración, el 28 de noviembre de 1765 se produjo la llegada a Pamplona del nuevo virrey, el aragonés Ambrosio Funes de Villalpando, conde de Ricla, y lo hizo deseoso de implantar en la capital del reino de Navarra las reformas necesarias para trasformar la ciudad en una moderna y más digna capital.

El estado de Pamplona en cuestión de limpieza pública era lamentable como en el resto de ciudades del entorno en la época. La Junta de Policía informaba a los ciudadanos que “al grito de agua va, se vierten a las calles públicas desde puertas y ventanas todas las inmundicias, aguas y basuras de sus habitadores….  y para que sea menor el insufrible fetor se prohíbe verter a la calle los légamos e inmundicias mayores hasta las 9 de la noche en invierno y las diez en verano.” La labor de limpieza de los empleados de la ciudad se limitaba al trabajo de unos pocos barrenderos con tan solo cuatro carros de recogida.  La gran mayoría de residuos iba circulando espontánea y lentamente desde las partes altas de la ciudad por los barrancos existentes hasta el cauce del rio Arga. Y era una vieja aspiración de la ciudad el revertir esta situación. Una de las primeras actuaciones del virrey fue reunirse, en febrero de 1766, con los regidores Ignacio de Gainza y Miguel Pablo de Azcarate y plantear la necesidad de una actuación en este sentido. En cualquier caso, los regidores expusieron al virrey como la economía del consistorio era bastante precaria para afrontar las obras necesarias. La proposición hecha por el conde de Ricla abarcaba dos aspectos, la traída de aguas limpias y el saneamiento de las calles, pero el consistorio se dio cuenta que ejecutar ambas obras simultáneamente era inasumible en ese momento y en la sesión de 17 de octubre de 1766 decidió únicamente afrontar la obra del saneamiento.

Inicialmente se envió a Manuel de Oloriz, Maestro de obras y Veedor de edificios, así se denominaba entonces a lo que hoy sería el arquitecto municipal, a Madrid para informarse de las obras realizadas allí y que así sirvieran como ejemplo. El alcalde de la Real Casa y Corte era en aquel momento el navarro Manuel de Azpillicueta que, muy solícitamente, enseguida reunió a Oloriz con uno de los más famosos arquitectos de Madrid, Pablo Ramírez de Arellano, ya con alguna experiencia en el tema. Las posibilidades a valorar para el conveniente saneamiento de la ciudad eran o un sistema de pozos ciegos en los sótanos de las casas como se había hecho allí en Madrid o un sistema de canales o minas subterráneas que llevaran las aguas sucias a un determinado punto de desagüe. Ambos arquitectos, tras las oportunas descripciones de las características de la ciudad de Iruñea hechas por el comisionado, pronto decidieron que la segunda de las opciones era la más apropiada. Manuel de Oloriz volvió a pamplona el 14 de enero del 67 con un voluminoso informe de lo realizado en Madrid. De paso se trajo los moldes de madera que iban a servir para realizar las tuberías de cerámica que debían colocarse en el interior de los edificios.

El virrey Conde de Ricla se despidió de la ciudad el 21 de febrero de 1767 al ser nombrado Capitán General de Barcelona. Apenas había estado tres meses como mandatario, pero en ese tiempo había logrado poner en marcha el proyecto de saneamiento y hay constancia escrita de que después de ausentarse siguió, muy interesado y de cerca, la realización de las obras que él mismo había promovido.

Pablo Ramírez de Arellano llegó a Pamplona en marzo de ese año y se puso a trabajar con Manuel Oloriz en los planos de las calles, perfiles de los declives, catas de terrenos, examen de las canteras de Ezkaba para la obtención de materiales etc. Como consecuencia de todos esos trabajos previos, ambos técnicos presentaron una extensa memoria-proyecto, cuyo pomposo y barroco título, al estilo de la época, decía: “Deducciones que particularizan la especulativa y práctica del curso natural en que por medio de minas reales dobles o sencillas queda resuelto el proyecto y la nueva limpieza del pútrido excremento de las calles de esta ciudad de Pamplona y que por el subsequente orden se prive al regular ambiente introduzca lo impuro que con grave perjuicio sufren sus habitantes” Con semejante título es de imaginar lo exhaustivo y complejo del texto y conclusiones del proyecto presentado. Después de muchas disquisiciones sobre la influencia que la presencia en las calles de inmundicias tenía en la salud de los ciudadanos, el informe resume finalmente que la solución a esos problemas era la evacuación de los légamos por medio de minas reales o maestras que desaguaran en el río. Eso se haría a través de seis fluideros o desagües.

Detalle de las tuberías de cerámica en el interior de las viviendas

En estas minas principales desembocarían las minetas secundarias sobre las cuales verterían las inmundicias de las casas a través de cañerías verticales de barro y en las que irían injertados en “ies griegas” los evacuatorios de cada piso. Además, en el zaguán de cada casa debían de habilitarse dos pequeños cuartos cerrados, uno para guardar las basuras llamadas de escoba que luego se encargarían de recoger los carros de limpieza y el otro con un pozo ciego que serviría de mingitorio o urinario para vecinos y transeúntes.

El sistema tenía dos objeciones principales en relación con el olor fétido producido por una parte en las calles y por otra en las propias viviendas. Huelga decir que esos malos olores ya existían antes de hacer el saneamiento. En el primer caso se pensaba solucionar con la construcción de hasta treinta y un pequeños diques que, recogiendo las aguas pluviales, fueran situadas en las cabeceras y a lo largo de las minas. En estos diques se acumularía el agua procedente de los tejados y periódicamente, dice el informe cada cinco o seis meses, se abrirían todos de una vez, mediante llaves, produciéndose un fuerte caudal de agua que iba a arrastrar todo lo acumulado en las conducciones hacia el río. Además, estos depósitos pudieran eventualmente utilizarse por los bomberos en caso de algún incendio.

Los gases fluyen por el tejado

El segundo problema, el olor en las casas, se pensaba solucionar haciendo continuar la conducción vertical hasta el tejado de tal forma que sirviera de chimenea para los gases productores del fetor.

El proyecto tuvo que pasar diversos filtros, el de los médicos del hospital que debían dar el vºbº, el Consejo Real de Navarra que debía autorizar el cobro de nuevos arbitrios para financiarlo, el Gobernador Militar que debía autorizar las actuaciones en la muralla y hasta del Obispo que, ante la prisa por ejecutar las obras, autorizaba a los obreros a trabajar en domingo o festivo. Finalmente, el consistorio pamplonés en sesión de 26 de mayo de 1867 tomó el acuerdo de aprobación del proyecto nombrando a Manuel de Oloriz director de las obras con un sueldo de seis reales de plata diarios. Así mismo, se publicitaban las subastas de las obras instando a comenzar las mismas, mañana mismo, con la ejecución de la mina maestra a lo largo de la calle Mayor de la ciudad. Los trabajos de alfarería, canales e ies griegas de los edificios a realizar con los moldes que había traído Oloriz, se adjudicaron directamente, sin estar sujetos a subasta, a Jorge Belasco, oficial alfarero que vendría desde Madrid.

Una de las minetas secundarios desemboca en la principal. Foto JL Zúñiga 1983

Una vez acordado que el proyecto iba para adelante era necesario estudiar cómo financiarlo. Se le calculó un coste de 120.000 pesos de plata, pesos de a cada 8 reales. De entrada, la hacienda municipal arrastraba en aquel año una deuda de 40.000 pesos, ocasionada por las recientes obras de la capilla de San Fermín y del mesón de los carros, así como un tributo de veinte mil pesos que se había tenido que pagar a Felipe V para gastos de guerra. Los gastos de la ciudad se atendían en base al cobro de los arbitrios municipales por la entrada en la ciudad de diversos productos alimenticios, vino y aguardientes, fruta, leña, arriendo de las yerbas o pastos entre otros. Pesaban ya sobre los vecinos bastantes impuestos y pagos como para pensar en aumentarlos por lo que el consistorio decidió recargar solamente los arbitrios a la entrada del vino común, del vino rancio al por mayor y de la tasa del peso público. Además, introdujo una nueva fuente de ingresos que realmente dio mucho “juego”, que fue la venta al por menor del vino rancio que, entonces, se consumía mucho en la ciudad. El ayuntamiento compró gran cantidad de vino rancio, lo almacenó en el almudí distribuyéndolo desde él a seis únicas tabernas, diríamos concertadas, que allí lo vendían al precio establecido, dos reales la pinta del llamado “generoso” y un real por pinta del de menor calidad llamado “pollo”. Resulta chocante, cuando menos curioso, que la realización de una gran obra que debía suponer una extraordinaria mejora en la situación sanitaria de la población fuera financiada, al menos en buena parte, por el aumento y la velada invitación al consumo de alcohol.

Cumpliendo el acuerdo municipal de “mañana mismo” el 27 de mayo de 1767 comenzaron las obras. En una primera fase se realizó la mina maestra que partiendo del fluidero de la Mañueta, debajo del baluarte de Parma, ascendía por la cuesta de Santo Domingo girando junto a la casa consistorial para recorrer toda la calle Mayor, hasta San Lorenzo y volver a bajar hasta el rio en el fluidero de Recoletas, bajo dicho convento. Ambas bocas pueden adivinarse aun en la actualidad entre los arbustos de la orilla del rio. La longitud de este tramo era de 1.150 varas lo que equivale a 878 metros, se realizó en diez meses y costó 81.086 reales, un 10% menos de lo previsto en el presupuesto.

La sección de la mina realizada en mampostería tenía el techo abovedado, una altura de seis pies y medio, algo más de dos metros y una anchura de tres pies. Las minetas que desembocaban en la misma desde cada edificio eran mucho más pequeñas, dos pies de alto por medio de ancho y no tenían bóveda. También se realizaron en este primer tramo las tuberías interiores de los edificios en cerámica y los citados cuartos o garitas en cada zaguán. Sin embargo, no se llevaron a efecto los pequeños diques para acumular el agua de lluvia como figuraba en el proyecto de Ramírez de Arellano por considerarlos muy costosos.

Sumidero de piedra en la calle Barquilleros Foto M.Thor

En su lugar se colocaron numerosos sumideros en las calles, piedras agujereadas que al recoger estas aguas hacia la mina creaban un caudal en esta, menos abundante que con los diques, pero más continuado.

Una vez terminada esta primera fase el consistorio pensó en paralizar las obras hasta que llegase el verano y entonces valorar el buen funcionamiento de la mina y la desaparición de los malos olores. Sin embargo, algunos opositores llevaron el caso hasta el Consejo Real de Navarra y este, apoyado por el nuevo virrey el marqués de Montellano, ordenó reanudar las obras. Así, durante los años 70 y 71 se fueron realizando las minas, minetas y tubos descendentes de los edificios de todos los burgos y barrios de la ciudad.  Se consideraron como terminadas a principios de 1772 y en junio de ese año el consistorio ya publicó la correspondiente ordenanza de limpieza que regulaba toda la actividad en este plano. El coste final de 125.277 pesos apenas excedió un 4,3 % sobre lo previsto y eso que se completó con el empedrado y enlosado de muchas de las calles y aceras, cosa que no estaba en lo presupuestado.

El éxito del saneamiento trascendió hacia el exterior, era sin duda mucho mejor que el de grandes ciudades como Madrid o Zaragoza. Pronto fue el consistorio de Cádiz el que requirió la presencia de Manuel de Oloriz para que realizara un proyecto similar en la ciudad gaditana, como así fue finalmente, prestando sus informes y experiencia.

Sin embargo, la gran mejora en la higiene y la situación sanitaria de Iruñea que supuso la red de minas de saneamiento tenía un gran perjudicado, el rio Arga y la limpieza de sus aguas. Es cierto que, hasta entonces, también las aguas sucias de la ciudad corrían por los barrancos de Santo Domingo, portal Nuevo o Tejería hacia el rio, pero la canalización de estas aguas a los fluideros aumentaba su negativo aporte y por tanto la calidad del agua del río. No podemos olvidar que desde siglos atrás una de las fuentes de suministro de agua a la ciudad, además de sus numerosos pozos, era el propio rio, con lo que la nueva situación iba a suponer una importante afección negativa.

El rio Arga en Las Mañuetas, bajo el baluarte de Parma, en donde  desembocaban algunos de los fluideros. Foto J Ayala 1903

Una de las quejas más importantes iba a ser el de las lavanderas que ejercían su oficio en las cercanías del puente de Curtidores o de Rotxapea y que tenían que lavar la ropa con agua cada vez más sucia. Independientemente de la otra gran mejora que supuso la traída de aguas de Subitza realizada pocos años después de la obra del saneamiento, la situación sanitaria de la ciudad iba a empeorar claramente a lo largo del siglo XIX. El hacinamiento de la población y las numerosas enfermedades epidémicas, cólera, tifus etc. iban a llevar a que a finales de ese siglo la población tuviera unas altísimas e inasumibles cifras de mortalidad. Pero no sería hasta 1893, ciento veinte años después de la realización de las minas de saneamiento, cuando se planteó la necesidad de proceder al saneamiento del propio rio Arga mediante un colector que partiendo de los fluideros de las Mañuetas y Portal Nuevo llevara las aguas sucias hasta fuera de la ciudad, tras la presa del molino de la Biurdana. Al primer proyecto del arquitecto municipal Lidón, siguieron al menos dos más y la eterna cuestión de como asumir el gasto por parte del consistorio se hizo interminable y no sería hasta 1916-1918 cuando se llevara a efecto, casi 25 años después de ese primer proyecto. Las actas de las sesiones municipales con las discusiones al respecto y las diversas opiniones publicadas en prensa son numerosísimas en estas casi tres décadas. Nunca más apropiado el viejo dicho de, las cosas de palacio van despacio.

La maquina entibadora en la Bajada de Javier Foto J. Muru

Muchos años después, en los ochenta del siglo XX, con una población multiplicada casi por diez y más del cuádruple de extensión de la ciudad en superficie, se construyó la estación depuradora de Arazuri que iba a recoger toda la red de saneamiento de la ciudad, depurando sus aguas, para volverlas a verter limpias al Arga. La mineta del siglo XVIII del Casco Viejo, objeto de este escrito y aún funcionante, desapareció en la última década del siglo sustituida por una nueva galería de servicios, que incluye pluviales, residuales, alumbrado y electricidad. La costosa obra realizada por una gran máquina entibadora, resultó muy controvertida a causa sobre todo de los desperfectos que provocaba la misma en algunos de los cimientos de las edificaciones colindantes, la destrucción de algunos restos arqueológicos aparecidos o la propia pérdida patrimonial que suponía la destrucción de la antigua mineta. La obra conllevó, además, la sustitución y pérdida del típico adoquinado de nuestras calles, que muchos consideramos como otra gran, innecesaria e imperdonable pérdida patrimonial. De la mina y minetas quedó tan solo como testimonial el trayecto de la cuesta de Santo Domingo a donde la polémica entibadora no pudo entrar por motivos técnicos.

** Con aportaciones personales, este trabajo está, en buena parte, basado en la investigación que a finales de los 50 del pasado siglo realizó el autor Pedro García Merino y que publicó en la revista Pregón nº 70 en 1961

La red de saneamiento de Iruñea del siglo XVIII