Germà Bel ha escrito un fabuloso ensayo, «España, capital París», del que ya nos sonaba la música: la concepción centralista del Estado español desde 1714 (mejor dicho, 1716) es de inspiración francesa. Sin embargo, el libro aporta detalles muy ilustrativos sobre el desacomplejamiento actual de esta visión de España. Bel explica la metodología, la base filosófica, los ejemplos prácticos y especialmente el clamoroso caso de las infraestructuras. Un catedrático de economía aplicada como él llega a las conclusiones desde la razón, y por eso todo retrata la irracionalidad de las estructuras radiales de la red de ferrocarriles, autopistas, puertos y aeropuertos. La conclusión que sacamos va más allá del dato: también explica buena parte del movimiento catalanista, sus orígenes y el momento donde se encuentra ahora.
Tras dos siglos de silencio (durante los cuales estalló la Revolución Francesa, se independizaron los Estados Unidos, Napoleón invadió España, se pelearon liberales y conservadores, emergieron nuevos nacionalismos y España perdió las colonias), la Cataluña de finales del siglo XIX no podía conformarse con la Renaixença cultural. Hacía falta una articulación política: el Memorial de Agravios y las Bases de Manresa tuvieron siempre como referente la situación de antes de los decretos de Nueva Planta de 1716, que anulaban las instituciones propias y instauraban un sistema de inspiración francesa. En este momento España se configura como un Estado uniforme y radial, donde Catalunya será una «periferia» asimilable a cualquier otra. Esto sin mencionar la brutal represión que se impuso (y de la que se habla demasiado poco). De acuerdo que era una guerra de sucesión; de acuerdo en que lo que se jugaban eran dos legitimidades monárquicas europeas; de acuerdo que fue, en definitiva, una «primera guerra mundial». Pero los efectos para los catalanes no fueron casuales ni colaterales. No fue sólo reprimenda bélica. No fue sólo el precio de haber sido peón sacrificado por uno de los bandos. Fue más que eso, y ya se cocía de antes.
¿O es que el Corpus de Sangre de 1640 y la guerra de los Segadors no fueron, también, una reacción a una política «radial»? ¿Y el conflicto entre las cortes catalanas y las políticas uniformistas del conde-duque de Olivares? ¿Y la proclamación de la República catalana en 1641? ¿Y Quevedo («Son los catalanes ABORTO monstruoso de la política»)? No, el Decreto de Nueva Planta es más que un castigo militar o un derecho de conquista: es la culminación de una sensibilidad anterior que ya chocaba fuertemente con la visión catalana y es el momento en que (eso sí) empieza la imposición estricta de una idea. Es el primer capítulo de una serie de autoritarismos que consolidaron, por la fuerza sucia y no tan sucia, esta idea castellanocèntrica del Estado. Es la constatación escrita del gran desacuerdo, el gran choque.
Ahora vivimos momentos de explícito refuerzo de esta visión, que no afecta sólo a las infraestructuras, sino también a la cultura, la identidad y la lengua. El modelo francés es más que un esquema administrativo, de departamentos regionales o de inversiones: es también un esquema identitario y cultural. Un esquema uniformizador. Ante este esquema Cataluña ha tenido la suerte de poder demostrar que su modelo funciona. Que el autogobierno y la subsidiariedad son eficientes, que podemos ser potencia cultural, que sabemos convivir en dos lenguas, que sabemos levantarnos económicamente. Pero también sabemos también hacer política, y condicionar políticas. Es justamente por eso que ahora vuelve Olivares.
Ahora los memoriales de agravios han dejado de tener sentido: España, ya con 30 años de democracia, ha decidido aclarar que no quiere ser transformada. Esto obliga a repensar estrategias, pero también a medir las fuerzas y acumularlas. Teníamos razón entonces pidiendo una nueva España y tenemos razón ahora entreviendo actos de soberanía, pero habrá que ser muy estrictos. Hacer cosas perdurables, tangibles, y recuperar la autoconfianza. La noticia: sólo tenemos fuerza si tenemos gobiernos fuertes y partidos fuertes. Así es la «guerra» en democracia, así se impone el respeto y se cambian las realidades. La prueba: el debilitamiento de nuestros éxitos colectivos durante estos últimos siete años. Estamos obligados a la astucia. A ser mejores que eso. Por eso las elecciones del día 28 no son un referéndum de independencia, que tiene su propio «tempo»: son un examen a nuestra inteligencia.