La patria perdida

HUBO una Edad de Oro en la conciencia nacional, perdida a una con el lugar de la patria sometida que un día nos representó. Ya hemos visto cómo ésta no pudo ser otra que nuestro viejo Reino de Navarra, única estructura estatal que en buena medida vino acogiendo en su devenir a los diversos territorios del pueblo vasco, resultando su recuerdo, en ocasiones, una rémora para la actualización de la dialéctica inclusiva excluyente sobre nuestra futura situación comunitaria. Lo que no tenemos claro ni aún entre los nuestros. Toda narración del discurso histórico nacional gira en torno a este acontecimiento, que si bien no fuera único en Europa, sí supuso la eliminación de la institución que secularmente vino representándonos. Siendo, además, conscientes de que el proceso posterior a esta pérdida, una vez transcurrido el tiempo necesario para su olvido, bien por negligencia, omisión u abandono como tal, hace de su recuperación una empresa poco menos que imposible, pues la nueva toma de conciencia no puede, ni debe, estar regida ni por contenciosos dinásticos, ni por el sometimiento religioso, ni por la supervivencia del derecho singular, cuya base consuetudinaria poco tiene que ver con los hechos de la actualidad y de la realidad presente, ni, finalmente, tampoco, por muy loables que hayan sido los esfuerzos en pos de su recuperación, esperando no obstante que esto último se entienda por un determinismo de tipo lingüístico o idiomático. Queda, así, la patria perdida como el lugar para la añoranza de gestas imposibles, lo que hubiéramos podido ser de no ser por aquello que nos aconteció, de tan nefando recuerdo, que hasta consigue hacer que nuestros personajes más insignes hablen desde la alteridad del conquistador. Eso sí, todos ellos, hombres destacados de su presente, con mayor o menor proyección histórica, caracterizados por una actitud más bien díscola con el poder establecido. La patria, en el XVI, del obispo Carranza, acusado de simpatizar con el protestantismo, la del doctor Navarro, Martín de Azpilcueta, su defensor, y la de su primo, Francisco de Jaso, nuestro santo más universal, siempre bajo sospecha como sus familiares de apoyar al rey francés, era Navarra. Todos ellos, conviene no olvidarlo, en la órbita de la Iglesia y de sus intereses, pues ésta y no otra era la ideología de su tiempo.

Nada de esto nos recuerda, en resumen de lo que políticamente debe ser correcto, nuestro consejero en cultura y otras muchas cosas, Juan Ramón Corpas Mauleón, en su Guía de Navarra (El País/Aguilar, 1991), cuando en breve reseña de los personajes navarros más destacados por su proyección universal, se olvida de aquéllos que para la conciencia del oficialismo nacionalista no lo son tanto como ellos quisieran. En el limbo de los justos quedan los antemencionados, salvo Francisco y todos aquellos que tienen que ver con el intento de expansión del credo en la lengua primigenia, y por entonces más extendida de los navarros, el euskera, como los también navarros Bernat Dechepare (bajonavarro), Joannes Leiçarraga (aunque originario de Laburdi, trabajando para la reina navarra) y Pedro Axular (originario de la Alta Navarra desempeñando su labor en Laburdi); lo que no hace sino destacar la inutilidad de las fronteras políticas cuando de cuestiones lingüísticas se trata. Merece la pena traer a colación la reseña que de los primeros hiciera Fray Luis Villasante en su Historia de la Literatura Vasca: «Dos figuras, las dos de talla, nos presenta el diminuto Reino de Navarra reducido a la merindad de Ultrapuertos en el siglo XVI: Dechepare y Leizarraga. La primera pertenece a la época anterior a las luchas de religión; la segunda se halla plenamente inmersa en ella». Del tercero, ni que decir la importancia que para las letras vascas tiene contar con este navarro natural de Urdazubi (Urdax), equiparable en importancia a la de un Cervantes, para las castellanas, y un Shakespeare, de las inglesas (aquél que en una ocasión afirmara «Navarra será un día la admiración del Universo»). Por el contrario, nuestro insigne político nos ilustra con el largo listado de personajes que participasen en la imperial macroempresa de colonización emprendida por Castilla en América.

La historia de la propagandística oficial, por tanto, se construye sobre la base de una concatenación de acontecimientos que hunden su relación bien en el consenso o en la imposición. Francisco de Jaso, como tiene a bien recordarnos el antropólogo Carmelo Lisón Tolosana (en La fascinación de la diferencia, Akal, 2005), tuvo asimismo presente que para los intereses de la cristiandad la conquista militar del Oriente lejano no constituía el procedimiento más adecuado ni oportuno: «cierto que procura ir amparado en estas nuevas tierras por el leve manto de su condición diplomática de nuncio, pero rechaza enfáticamente cualquier pensamiento que algunos puedan acariciar sobre la conquista de Japón; nada más repugnante y ajeno a su concepción misionera. No quiere lanzas ni espingardas ni coerción institucional ni imposición de costumbres; su pensamiento es mucho más sofisticado: quiere ganarles por el convencimiento libre y aquiescencia personal, quiere convencerles por la sola fuerza de la razón.» Tal vez influyera en ello la experiencia sufrida en propias carnes y en la de sus congéneres navarros. Sea como fuere, los grandes personajes del siglo XVI navarros de este lado de los Pirineos mueren en el exilio; mientras los del otro lado se encuentran imbuidos en el ambiente entre conservador y reformista favorecido por la inclinación de las diferentes dinastías por estar supeditados o emanciparse de Roma, y la aspiración de recuperación patrimonial de aquello que por las armas se vieron obligados a abandonar. Lisón Tolosana ahonda además en la conclusión de que la teodicea de Javier, repito nuestro santo más universal ganado para la causa de la cristiandad por el por entonces castellano Ignacio de Loyola, viene a ser la razón -anterior a Descartes- del «esfuerzo discursivo el que descubre la ley natural de la que emanan principios morales iluminadores y obligatorios, es el poder de la mente el que hace discernir a todo ser humano lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto como algo necesario y perenne.»

De esta dicotómica necesidad de elección entre salvar el mundo perdido, conquistado y particular que nos representa, y la condición espiritual que unifica la humanidad, parece ser surge el espíritu misionero característico del alma navarra, que nada tiene que ver con la consabida militarista misión que acompaña la política del crecimiento y dependencia secular. Y qué sino, o en qué consiste, incluso desde esa visión más actual y descreída del materialismo democrático, que tan poco aparentemente tiene que ver con lo anterior, de la cual nos habla Alain Badiou cuando comentándonos sobre el mundo de las cosas, y de su estado, o del estado de aquéllas en el mundo, dice estar compuestas por cuerpos y lenguajes, al ser creadas, según su propia opinión, por individuos pertenecientes, sin lugar a dudas, a culturas dadas, pero cuyo : «proceso de creación es de naturaleza tal que es inteligible y utilizable en contextos individuales y simbólicos enteramente distintos y diferentes, tanto en el espacio como en el tiempo». La experiencia de Javier, como supuesto héroe civilizador, así parece demostrarlo, confirmándolo, y como navarro que era, pese a esas otras visiones que inciden en el extrañamiento de lo propio, de su mundano origen, a no dudar, nuca dejó de reivindicarse del lugar de pertenencia. Pues pese a toda contingencia, como infiere Leandro García Ponzo en introducción al pensamiento de Badiou: «si una verdad se origina en un acontecimiento, no menos cierto es que una verdad constituye el entramado de un sujeto. Un sujeto es siempre sujeto de una verdad». Como aquella del sojuzgamiento tras la Conquista, que hoy ya nadie en sus cabales se atreve a negar, y demás secuelas con las que aún hoy el poder real continúa regalándonos, siempre a cuenta del sometimiento del todo y la exclusión de la parte que no interesa esté presente.

 

Publicado por Noticias de Navarra-k argitaratua