En un libro sobrecogedor del 2010, Chris Hedges, magnífico ejemplar de una especie en riesgo de extinción, la del intelectual público, anunciaba la muerte de la clase liberal. No del liberalismo, que como ideología o abstracción conceptual continúa existiendo en formato retórico, sino de la clase de personas que representan, actualizan y defienden los valores liberales, que en la actual terminología norteamericana equivale aproximadamente al progresismo europeo. Traduciendo todo lo que sea necesario traducir, y en un mundo en el que las fuerzas económicas transnacionales hace tiempo que han ‘carnavalizado’ la política, Hedges ayuda a entender eventos locales que se explican por la deserción del progresismo y el carácter nominal del izquierdismo ‘realmente existente’.
Según Hedges, la clase liberal servía de válvula de seguridad de la democracia, porque impulsaba las reformas de manera incremental y de una en una. Garantizando la evolución gradual hacia una mayor equidad, mantenía la esperanza de la gente en un futuro mejor y hacía tolerable el presente. Allí donde todavía es importante, esta clase aporta legitimidad (él la llama ‘virtud’) al Estado y los mecanismos de poder. Pero también le sirve de perro pastor para desacreditar a los movimientos radicales, y en esta tarea conservadora resulta especialmente útil a la élite del poder. Hasta aquí, nada que no corresponda con todo detalle a la función ejercida por la izquierda oficial española de la transición a esta parte. Esta clase política, cortejada durante décadas por intelectuales y artistas de todo tipo, fue perfectamente definida con el dicho de que las izquierdas son el taller de reparación de las derechas. En el caso del PSOE, la observación no podía ser más exacta. Y aún habría que añadir que la reparación ha sido espléndida, hasta el punto de que más que reparación ha sido una restauración en toda regla. Hay quienes ingenuamente se escandalizan, pero la realidad es que, como todas las cosas bajo el sol, las izquierdas españolas han dado el fruto de su semilla. Al final, como no podía ser de otra manera, su existencia no habrá sido nada más que la manifestación de su esencia.
En todo caso, lo único que puede sorprender es la velocidad de maduración de la entelequia ‘izquierda’. Cabe decir que ‘entelequia’, a pesar del uso popular, no quiere decir algo inexistente sino al revés. Para Aristóteles, que lo acuñó, el término representaba la fusión de los significados de ‘enteles’ (ἐντελής, ‘completo, maduro’) y ‘echein’ (de ‘hexis’, ser de una especie determinada mediante el esfuerzo de conservarse en la misma condición). Por lo tanto, la palabra corresponde etimológicamente al sentido de actualizar lo que hay de posibilidad o potencia en el ser. Pues bien, lo que hace muy poco era ‘dynamis’ o potencia en las formaciones con partida de nacimiento del 15-M, ya ha dado de sí tanto como tenía dentro. Después de aquella dinámica ha resultado no ser sino el esfuerzo de la clase liberal para conservarse en su condición, o, dicho con la cita lampedusiana de rigor, cambiarlo todo para que todo siga igual.
Podemos, comunes y la sopa de siglas surgidas para paliar el desgaste del PSOE y asegurar el régimen del 78, son los peones en el tablero de una maniobra de estabilización sistémica, así como Ciudadanos es un artefacto creado por las mismas élites para sustituir un PP tocado y hundido por la corrupción. Lo que cuenta es la pervivencia y lo que pervive no es el liberalismo sino su apariencia, porque si, como bien sabía Tancredi, el astuto sobrino del príncipe de Salina, a menudo se debe cambiar de escenario para continuar representando la misma comedia, a veces hay que fijar la apariencia para facilitar la involución de hecho.
Pero, a pesar de haber fijado la apariencia de juego democrático mediante un contrapeso de utopías de guiñol, el régimen tendrá que enfrentarse al problema que implica la sustitución de una clase liberal clásica por una de radicalidad impostada, cuya caricatura histriónica sería Ada Colau disfrazada de abeja Maya. Sin la legitimidad que aportó a la transición la antigua clase liberal, convertida pronto en curial del régimen monárquico-franquista, la plutocracia que gobierna España desde 1939 hace tiempo que empuja a una ciudadanía castigada por la crisis, las reformas laborales y el desmantelamiento del estado de bienestar a buscar alternativas radicales que tarde o temprano desembocarán en violencia. Y la situación se agrava cuando la violencia la perpetra un gangsterismo político, que desde el golpe de estado de 1981 no tiene nada que temer de una izquierda que, entregada a la defensa retórica de los derechos, cierra los ojos ante el asalto a las libertades o incluso colabora en ello con entusiasmo.
Convertida en muleta de la represión, la envilecida clase ‘progresista’ pasea su desnudez. Condenándose a la impotencia, ha acabado siendo superflua. Pero cuando la izquierda sólo existe para ocupar el poder y aprovechar los privilegios, la gente termina arrinconándola. Es inexorable y la reacción ya afecta a los partidos que practican lo que Hedges llama el activismo de ‘boutique’, es decir, aquella izquierda que pone en el escaparate la bisutería de la corrección política pero se revuelve contra principios de los que había hecho bandera y en defensa otros que antes había condenado.
Podemos ha comenzado el declive que ya tuvo el Partido Comunista tras pactar con la monarquía surgida del golpe de estado. Continúan los comunes, que el sábado se exhibieron desnudos entre los halagos de la oligarquía y la satisfacción de la casa real. Y, a pesar de la coyuntura astral, tampoco escapará el PSOE, que, facilitando el golpe de estado y la represión de dos millones de catalanes, y propagando cínicamente la ficción de un juicio conforme a derecho, ha retirado las últimas trabas políticas y jurídicas a la liquidación de la democracia. En adelante, la tergiversación de la ley por unos jueces que, como en un circuito cerrado, sólo responden ante ellos mismos, amenaza a los mismos políticos, que pueden ser despojados sumariamente de sus derechos, como se ha visto estos últimos dos años de manera espectacular.
Con el juicio contra los líderes del gobierno, el asociacionismo y el parlamentarismo catalán, añadiendo las estrambóticas actuaciones de la Junta Electoral española, ha caído el último mito del liberalismo. Si ya hace tiempo que la clase política es la institución menos valorada por los ciudadanos, pronto se añadirá la clase judicial al mismo nivel de desprestigio. La clase progresista -intelectuales, profesionales, periodistas, sindicalistas, profesores, escritores y artistas-, incapaz de impedir el secuestro de la democracia por unas élites que poseen los mecanismos de control de la opinión y de los partidos, se aferra al mito de la legalidad. La legalidad, reificada en el estado de derecho, era la tabla de salvación de la fe en un Estado reformable, pese a la evidencia de una constitución no sólo irreformable, excepto en interés de la oligarquía que tutela el Estado, sino sometida a una interpretación restrictiva y de hecho opresiva para las aspiraciones de libertad y progreso social.
Aquella fe ingenua en la objetividad del derecho se ha acabado desfondado con la movilización jurídica de la oligarquía. El silencio de la clase progresista no es neutral ni equidistante. Es la prueba de su complicidad con un Estado que persigue al único rival ideológico que ha temido en cuarenta años de somnolencia reformista y que se repliega a sus trincheras predemocráticas por incomparecencia de la izquierda. Esta es hoy, el conjunto del Estado, una clase desarmada y acobardada. Una clase profundamente hipotecada, a menudo de manera literal. Hay momentos antológicos de su dimisión, pero nos quedamos, por ahora, con el follón de los presuntos revolucionarios comprados con los votos de un rehús autoritario de la política francesa, él mismo comprado con dinero de la oligarquía para frenar el único movimiento popular que ha hecho tambalear el retablo de las maravillas con que se entretiene un público de curiosos. Un público aturdido por la crisis y anestesiado con la droga del anticatalanismo para hacerle pasar la desesperación. La extrema derecha aprovecha el dolor y la confusión para apoderarse de la retórica radical que la izquierda ya no puede esgrimir con credibilidad. Pero lo hace, claro, al servicio de la oligarquía que desprecia y degrada las mayorías que le avalan en el poder.
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