La oscura historia del acuerdo de claridad

Hace un cuarto de siglo, el discurso de la Transición modélica, pacífica y el mejor de los mundos posibles era hegemónico. Los pocos que discrepábamos éramos considerados como unos disidentes a los que no se nos ofrecía ningún espacio para exponer datos y argumentos que contravinieran la historia oficial. Intelectuales en la órbita de Ruedo Ibérico, historiadores como Bernat Muniesa o quien esto escribe no disponíamos de ningún micrófono que pusiera en duda, no tanto los mecanismos por los que los intereses de los franquistas quedaron protegidos por la arquitectura constitucional (o las cloacas del Estado), o la impunidad ante los crímenes monstruosos producidos durante la guerra y la dictadura, sino porque remover el pasado, ejercer el derecho a la memoria histórica, deslegitimaba un presente donde las mismas estirpes de siempre continúan manejando el cotarro.

La labor paciente de algunos historiadores ajenos al ‘establishment’, de movimientos ciudadanos de recuperación de la memoria histórica, y sobre todo, las crecientes contradicciones entre discursos oficiales y realidades miserables propiciaron todo un punto de inflexión con el cambio de siglo. En poco tiempo, la idea de la Transición modélica pasó a ser vista como una estafa, una transacción por la que el orden de 1939 en realidad se actualizaba y trataba de lavar su cara para hacerla más presentable en Europa a partir de lo que se pasó a llamar “Segunda Restauración” o, como propuso Juan Carlos Monedero, “Régimen del 78”.

Al final, la visión histórica aceptada sobre el período de 1973-1982, cronología más o menos consensuada para ubicar la Transición, es la de una etapa histórica caracterizada por la transformación de una dictadura en un sistema de democracia formal (y vigilada), con aspiración de resultar homologable a los sistemas políticos de Europa occidental. Esto se concretaba en una amnesia decretada sobre los crímenes del pasado, la cooptación de aquellos elementos provenientes de la oposición democrática (especialmente con el PSOE surgido de Suressnes), la creación de grandes oportunidades a quienes se avinieran a participar del proyecto y la persecución y voladura de aquellos espacios incontrolables o que cuestionaran el orden resultante. Así se cargaron la Assemblea de Catalunya –por la intervención de los partidos políticos–, o cómo se produjeron operaciones oscuras de Estado contra la CNT y contra los independentismos, ya fuera ETA, los nacionalistas gallegos, vascos, catalanes o canarios.

En cualquier caso, el Régimen del 78 cayó en una crisis sistémica durante la pasada década. Como ha ocurrido recurrentemente en la historia de España, coincidieron tres crisis simultáneas: una social, vinculada al estallido de la burbuja y el rescate financiero que hizo expandir los niveles de pobreza, precariedad y desigualdades; una democrática, en la que las cloacas del Estado conspiraron contra la ciudadanía de una manera perversa, proliferaron los extremismos políticos y se tambaleó el bipartidismo imperfecto diseñado en 1976; y una nacional, en la que las desavenencias España-Cataluña catalizaron en una salida del armario masiva del independentismo. Y, sin embargo, los independentistas, como el dinosaurio del cuento de Monterroso, siguen ahí, con escasas oscilaciones demoscópicas, con una clara estabilidad según el cual entre el 40 y 50% de los residentes de nuestro país quieren romper con el Estado, un hecho que, se mire como se mire, representa una cuestión de primer orden que la clase política se empeña en ignorar y menospreciar.

Ahora bien. Posteriormente con la pandemia, se percibe un esfuerzo planificado de extinguir el triple incendio. Mientras que la derecha es partidaria de echar gasolina al fuego, el PSOE ha procurado la estrategia más inteligente de ahogarlo privando de oxígeno al independentismo, y haciendo partícipe de su estrategia a algunas fuerzas políticas nacionalistas, entre ellas ERC. La estrategia, en buena parte, se inspira precisamente en los mecanismos sutiles empleados durante la Transición, especialmente respecto a aquella etapa que se llamó “El desencanto”. Se trata de matar las ilusiones, de desmovilizar a la ciudadanía, de desmoralizarla, de ocupar todos los espacios que deja libre la sociedad civil, de tomar el control del espacio público cuando la gente abandona la calle. También implica abrir terreno para el oportunismo; la infiltración en los movimientos sociales, los partidos, las entidades civiles y la creación de espacios políticos de neutralización. Aquello funcionó a finales de la década de 1970 y principios de la de 1980, y por tanto, es obvio que se proponen repetir la experiencia.

En este contexto, y en el ámbito de Cataluña, ERC aspira a reemplazar a la antigua CIU como ente moderador y de control político y territorial. Y también como un instrumento de control del nacionalismo, para tratar de tenerlo controlado y supeditarlo a sus estrategias políticas. Como partido en crecimiento, los republicanos han ido tradicionalmente cortos de cuadros y sobrados de politólogos. Y es en este sentido como debe interpretarse la propuesta del acuerdo de claridad, una variante de lo que podríamos considerar como la táctica del “ir tirando”.

Y es aquí cuando, al más puro estilo Mag Lari (1), los republicanos sacan un conejo del sombrero en forma de acuerdo de claridad. Son perfectamente conscientes de que los dos años de margen para someterse a la moción de confianza a la que les comprometieron a realizar sus socios de investidura han caducado, y que su fragilidad y aislamiento político les llevan a perder votaciones, mientras que los errores de gestión (especialmente destacables los de Educación) los dejan en una situación más que difícil. La propuesta de claridad apesta a ocurrencia de politólogo, y que se corresponde a la necesidad de desmovilizar la calle y criminalizar la disidencia. Ya hemos asistido, en el último año, a algunos ejemplos, como el período de huelgas en el sistema educativo y sanitario, la defenestración de la presidenta Borràs (y el acoso mediático en contra de su entorno) o los intentos de desestabilización del Asamblea Nacional Catalana. Más allá de la burbuja de Twitter, el aroma corrupto cada vez se hace más evidente, con unos medios públicos que se derrumban en audiencia, calidad y relevancia, y las dificultades terribles para encontrar personalidades de la vida social, económica y cultural que quieran comprometer su prestigio por ir a listas electoraleso aceptar algunos cargos en la administración. Y no es de extrañar, porque es evidente que en los últimos dos años, la política catalana se ha devaluado de forma ostensible, y el acoso de las cloacas del Estado ha convertido la política en un ejercicio arriesgado. Cabe recordar que un órgano administrativo, la JEC, ha inhabilitado 15 cargos públicos por el mero hecho de ser independentistas, entre ellos el propio presidente Torra o el competente diputado Pau Juvilà. Por cierto, 1; que aunque son conocidas historias oscuras de otros políticos, hay cero diputados borbónicos que hayan sido inhabilitados. Por cierto, 2; los Comunes habría que incluirlos entre los diputados borbónicos por su incapacidad o falta de coraje a la hora de sabotear cualquier presencia de la estirpe de ‘aporellistas’.

¿Acuerdo de Claridad? Marear la perdiz. Desde el minuto cero, PSC y PSOE ha dejado claro que antes prefieren una catástrofe nuclear en el Santiago Bernabéu que un referéndum de independencia, aunque sea manipulado por los unionistas y con garantías de ganarlo. Porque si hay algo en el ADN español es la incapacidad de reconocer el nivel de igualdad entre la nación española y la catalana. ¿Acuerdo de Claridad? Más bien la típica estrategia de adornar y encalar el ‘botiflerismo’, es decir, colaborar con aquellos espacios que de forma deliberada han destrozado cualquier principio legislativo, ético o moral. ¿Acuerdo de Claridad? Una razón muy oscura de ocultar la legitimidad del Primero de Octubre.

Y no, no quisiera incurrir en el error de mitificar el referéndum de 2017 ni la movilización del 3 de octubre. La mejor forma de fosilizar un acontecimiento histórico es convertirlo en una especie de símbolo. La independencia es legítima, no tanto por resultados contundentes en circunstancias difíciles (aunque no parece que votara más allá de la mitad de los electores). Tampoco lo es por razones estrictamente nacionales (la nación catalana, afortunadamente es diversa, compleja y contradictoria), sino por razones objetivas de seguridad democrática. De la misma forma que el maltrato físico ya es suficiente motivo para justificar un divorcio, no se puede confiar en absoluto en un Estado que utiliza cualquier medio ilícito y repugnante para mantener el ‘statu quo’. Aunque fuera un amante de España y socio catalán del Madrid, la independencia sigue siendo una prioridad necesaria por una cuestión existencial, por una necesidad física de disponer de seguridad jurídica, democrática, física y espiritual; individual y colectiva. Y esto no se puede hacer tratando de contemporizar con tu agresor y tratando de confrontarte a la gente a la que sirves. Hay que tener una visión muy oscura del parlamentarismo para promover la enésima humillación y desmovilización que puede representar una propuesta como la presentada por Aragonés. Quizás Junqueras, con cierta intoxicación evangélica propone mostrar la otra mejilla. Lo que funciona en el ámbito de la teología representa un suicidio en el mundo de la política.

Espóiler y Bonus Track.

Los politólogos se hacen la ilusión de que pueden repetir las estrategias que funcionaron con la Transición. Esto ya no es posible. Las circunstancias han variado demasiado, y los aires autoritarios actuales predominan a diferencia de hace cinco décadas, cuando vivíamos épocas de democratización. La voluntad y agenda destructora de Madrid no quiere trato ni pacto alguno, y los politólogos que no lo ven así, o son tontos o cínicos. Como nos recordó Karl Marx en el ’18 Brumario de Bonaparte’, la historia se repite dos veces; la primera como tragedia, la segunda como farsa. Y efectivamente, la propuesta de Aragonès es, lisa y llanamente, una farsa.

(1) https://maglari.com/

EL MÓN