La naturaleza ya no existe

En 1802 Alexander von Humboldt, naturalista y viajero alemán, hombre de curiosidad y energía inagotables, escaló el Chimborazo, no muy lejos de Quito. El Chimborazo es un volcán de 6.263 metros de altura, y entonces se creía que era la montaña más alta del mundo. Humboldt buscaba datos botánicos, zoológicos, geológicos, lo que fuera, pero sobre todo le movían el espíritu aventurero y el fervor por el mundo. Humboldt y sus dos acompañantes no hicieron la cima, pero cuando se encontraban cerca de los 6.000 metros de altura del alemán vio con claridad que la naturaleza es una gran red en la que nada se puede entender de manera separada de la resto. Con los años, Humboldt se convirtió en el científico más famoso de su tiempo, y su obra más ambiciosa se titula ‘Cosmos’, una vieja palabra griega que rescató para describir su universo en el que todo se liga con todo. La magnífica biografía de Humboldt escrita por Andrea Wulf se titula ‘La invención de la naturaleza’ porque se explica de dónde proviene una de las maneras posibles de entender el mundo.

En 1836, cuando Humboldt ya gozaba de fama universal, Ralph Waldo Emerson, poeta y filósofo estadounidense, publicó ‘Nature’, su ensayo más importante. Emerson, hoy menos famoso que su discípulo Thoreau, habla de la naturaleza como fuente de equilibrio espiritual y como manifestación de la divinidad. La influencia de Humboldt iba en direcciones diversas: se dejaba ver en poetas visionarios como Emerson, pero sin él tampoco habría sido posible la obra de Charles Darwin, que llevaba el relato de sus expediciones en la cabina del ‘Beagle’.

El 1861 Jules Michelet, conocido sobre todo como historiador, publica ‘La mer’, otro libro que sólo se puede escribir desde la pasión por los secretos del globo terráqueo. Dedica muchas páginas a las madréporas, los pólipos y los corales, entusiasmado por los descubrimientos científicos que nos permiten comprender que «si la Tierra produce el animal, el animal también produce la Tierra, y ambos llevan a cabo la obra de la creación». Las islas coralinas son el escenario privilegiado del proceso mediante el cual los seres vivientes conforman «el animal grande» que es el planeta. Lo escribe un siglo antes de que James Lovelock, químico y ambientalista, formulara la hipótesis Gaia, según la cual el planeta Tierra tiene muchos de los rasgos de los organismos vivos.

Humboldt, Emerson y Michelet tienen obras muy diversas, pero en los tres alienta la misma pasión por una naturaleza que es mucho más que una gran máquina o un engranaje de máquinas pequeñas. La naturaleza es vista como una realidad más grande que nosotros y que merece nuestra reverencia. Y la naturaleza es vista también como fuente de sentido.

No puedo evitar pensar en estas cosas cuando leo datos de la desfiguración colosal que esta naturaleza está sufriendo a manos de los hombres. Un dato sorprendente nos dice que los humanos y los animales que criamos para comer suponen el 96% de la biomasa de todos los mamíferos del planeta: 36% de peso para nosotros y 60% para nuestras vacas, cabras, ovejas, cerdos y compañía. Las ballenas, los tigres, las ardillas, los canguros, los osos polares, las focas, las gacelas y todo lo demás se reparten el otro 4%. Somos desproporcionadamente pesados.

Alguien podría relativizar el dato recordando que la biomasa de todos los mamíferos sigue siendo inferior a la de los artrópodos o a la de los peces, pero deberá callar ante otro dato aterrador muy reciente. A principios de este mes de diciembre, la revista ‘Nature’ publicó un artículo según el cual el peso de la llamada «masa antropogénica» supera el de toda la biomasa viviente de la Tierra. El conjunto de lo que pesan nuestros edificios, nuestros vehículos, nuestras carreteras y todo lo que ponemos dentro o en sus alrededores supera el peso de todos los seres vivientes. Por cada persona del planeta, se produce cada semana una cantidad de masa antropogénica más o menos equivalente a su peso corporal. Cada semana, para cada uno de los 7.800 millones que somos. Pesamos muy por encima de las posibilidades del planeta.

El título de este artículo tiene un punto de provocación, naturalmente. Basta con mirar por la ventana y ver los árboles de la calle: la naturaleza existe. Pero es imposible leer informaciones como las anteriores sin pensar que ya no la podemos ver como algo ante la que somos insignificantes. Somos parte de la red y somos una parte tan vulnerable como el resto (como se demuestra estos días), pero tenemos una capacidad de hacer daño a la Tierra que ni Humboldt ni Emerson ni Michelet podían imaginar. El gran objetivo global del siglo XXI debería ser pesar menos.

ARA