Sería de mucha ayuda aclarar cuál es la naturaleza profunda del marco conflictivo en que se desarrolla la relación entre España y Cataluña. Y eso incluye desde las expresiones más graves, como la represión del soberanismo, a las de efectos más limitados y aparentemente de carácter administrativo. Pienso en la reciente decisión de retirar unilateralmente la inversión en el aeropuerto del Prat por una supuesta baja disposición de nuestro govern a someterse, sin rechistar, a las condiciones impuestas. Seguir atribuyendo estos conflictos a incompetencias individuales, gubernamentales o partidistas como hace el establishment patronal y mediático es propio de una actitud cómplice con lo que las causa.
De hecho, no debería ser tan difícil definir correctamente los fundamentos de este conflicto. No habría ni ir 350 años atrás hasta la Guerra de los Segadores, o los 300 años de la Guerra de Sucesión. Bastaría retroceder cien años, a 1898, cuando -como ya reconocía Francesc Cambó en 1927- el «problema catalán» se había convertido en el verdadero punto alrededor del cual había girado la política española hasta ese momento. Y, desde entonces y hasta ahora, en todos los recodos históricos relevantes, se ha repetido lo mismo. Cataluña y los catalanes en su conjunto seguimos siendo vistos como la amenaza más peligrosa para el proyecto de nación española. Y de aquí la persistencia de la tan vieja y agresiva catalanofobia que ahora, cuando uno se ha querido rebelar, han convertido en un inexistente «odio a España» en una maniobra infame que proyecta los propios sentimientos sobre los demás.
La cuestión de la naturaleza del conflicto, desde mi punto de vista, no es una cuestión banal o sólo propia de un debate entre intelectuales e historiadores. De hecho, es muy relevante desde el punto de vista político para hacer un diagnóstico preciso del conflicto. En este sentido, que ahora mismo existan diferentes estrategias independentistas poco compatibles entre ellas no va principalmente ni de sillas, sueldos, cobardías ni traiciones, como quiere el enemigo que creamos. Se debe a la diversidad de diagnosis. Y, tal como lo veo, sin acuerdo en el diagnóstico es imposible cualquier unidad en la estrategia. Así, los actuales representantes políticos, independentistas o no, más que responder al ‘cómo’ -de la resolución-, primero deberían ponerse de acuerdo en el ‘qué’. También en la mesa de diálogo. Es decir, en qué piensan que es la naturaleza de la confrontación. Después de todo, su persistencia en el tiempo demuestra que no tiene que ver ni con los regímenes políticos ni con los actores que en cada momento están al frente de las instituciones. Y, por tanto, su resolución o su agravación no dependen de ningún cambio de gobierno ni de ninguna mayoría parlamentaria.
Sé que vivo en un país de un extendido antimilitarismo en que los términos bélicos provocan todo tipo de alergias. Nos tranquiliza más hablar de adversarios que de enemigos, o de confrontación que de guerra. Entendido. Pero ¿cómo hemos de llamar al conflicto entre España y Cataluña? ¿Basta con hablar del «problema catalán» como ya se hacía hace un siglo? ¿La raíz del conflicto deriva de una mal resuelta relación colonial? ¿Por qué España no quiere ni puede reconocer el carácter de nación al pueblo catalán? ¿De verdad que alguien cree que volviendo a hablar de ‘concordia’, como hizo Cambó hace casi cien años, ahora falsamente referida a la relación entre catalanes como pretende Pedro Sánchez, resolveremos nada de nada?
Que nadie se espante, pero lo de ahora es una guerra, afortunadamente, política e incruenta. Huelga decir que allí, con piel de cordero y hablando de concordia, se actúa en consecuencia. En cambio, en el «mientras tanto», aquí se responde como si se tratara de una pelea doméstica. Lo vemos bastante bien en la actitud de los medios de comunicación: allí no tienen ningún escrúpulo en avivar la confrontación, mentir y ponerse al lado de los suyos, mientras que aquí es habitual oír hablar de la guerra como si fuera un partido de tenis.
ARA