Una vez un destacado nacionalista dijo que prefería tener la Sagrada Familia que el Estado propio. Además de no entenderse por qué el patrimonio sería incompatible con la independencia, esta elección tiene el problema de juzgar estables valores que no lo son. La Sagrada Familia, para seguir con el ejemplo, puede dar satisfacción espiritual o estética, pero una sociedad no se puede anclar en una estructura simbólica interpretable ni en una estructura física que pueden arruinar las revoluciones o los trazados de vías ferroviarias agresivos. ¡Qué negocio haría el nacionalismo intercambiando poder real por poder simbólico, si los símbolos acabaran cayendo bajo los golpes de ingeniería del poder central!
La anécdota me sirve para valorar una opinión muy generalizada en el catalanismo del siglo XX, la idea de que la nación existe al margen del Estado. Esta idea, promovida por Prat de la Riba, allanó el camino del pujolismo, pero le inyectó una contradicción limitativa. Como el nacionalismo de Prat no tenía más apoyos efectivos que la Renaixença literaria y la persistencia del Código Civil catalán, por fuerza tenía que apoyarse en la supuesta estabilidad de los rasgos culturales (la identidad) y el peso determinante de la historia. Cataluña sería una nación porque antes había sido un Estado, y haber sido justificaba volver a ser. El medievalismo de los renaixents, pues, no era sólo una influencia romántica, como se ha dicho torpemente, sino efecto de la historicidad de un Estado nada imaginario en el que se fundaban, mitificados o no, los referentes del renacimiento nacional. Ese nacionalismo emergente, espoleado por el derrumbamiento del imperio español, se propuso una meta tan ambiciosa como improbable: apoderarse del Estado o, en palabras actualizadas, ser determinante en Madrid. Y por un momento pareció que el asalto al poder era factible. Sólo que las condiciones eran las definidas por Unamuno: se podía catalanizar España, pero al precio de renunciar al catalanismo. Exactamente el peaje exigido por Alfonso XIII a Cambó. Entonces, como ahora, todo llevaba al catalanismo hegemónico a tropezar con su contradicción fundacional, y en 1923 la Mancomunidad aceptó la dictadura militar para salvar no sólo intereses de clase, como se suele decir, sino también unas instituciones que, para sobrevivir, necesitaban las garantías del Estado. El problema fue confundir un general andaluz con un almogávar y de paso equivocarse de Estado. De aquel mal paso surgió un nacionalismo más coherente, el de ERC, y una sociedad en vías de emancipación, como bien comprendieron sus enemigos, que no dudaron en desencadenar una guerra para frenarlo.
El franquismo volvió a Cataluña al estado prerenaixent. Después, el pujolismo fue, en cierto sentido, una repetición de la política pratiana de diferenciar la nación de un Estado que, sin embargo, seguía definiéndose nacional. El referente, sin embargo, ya no era una brumosa Edad Media sino la Generalitat republicana, todavía recordada por muchos. Y porque existía el recuerdo, el pujolismo siempre se debatió entre ese horizonte de expectativas y el miedo a la historia que pendía de ellas. De ahí su inmovilismo exasperante. El tripartito habría sido el intento republicano de reencontrar la antigua constelación de su hegemonía histórica, con el triste resultado conocido por todos. Marx remarcó que cuando la historia se repite, la primera vez es como tragedia y la segunda como farsa.
Sin embargo, los republicanos sabían que la nación es un efecto del Estado y que el nacionalismo sin horizonte estatal es estéril. Las naciones, explica Anthony Smith, se forman a partir de elementos etnoculturales a veces muy antiguos. No son «comunidades imaginadas» en el sentido de inventadas, como dan a entender los constructivistas desvirtuando la popular expresión de Benedict Anderson. Pero también tenía razón Ernest Gellner cuando afirmaba que los Estados segregan las naciones y no al revés, si por nación entendemos, como se entiende generalmente hoy, una comunidad política con unos rasgos culturales universalmente compartidos.
Los que prefieren la nación que creen conocer a un Estado que les cuesta imaginar no tienen suficientemente en cuenta que, para convalidarse, la nación necesita el patrón oro del Estado. El catalanismo tiene este patrón en la caja de caudales de la historia, pero algún día tendrá que sacarlo de allí si quiere completar la nación. El miedo a disolverse en la heterogeneidad etnocultural que supondría un horizonte posnacional impide darse cuenta de que, sin Estado propio, la disolución es segura. Cataluña nunca será soberana, ni política, ni económica ni culturalmente, dentro de otra nación que, en la que ya manda el Estado, e impregna todo el espacio social, y que como el salfumán deglute todo lo que encuentra extraño en su sustancia.
ARA