La modernización de Europa


El uno de septiembre hará setenta años que empezó la Segunda Guerra Mundial. Veinticinco años antes había estallado la Primera Guerra Mundial. El paso del tiempo y la posición periférica, puramente pasiva, que España jugó en los dos conflictos han borrado, en nuestra casa, los efectos profundos que tuvieron aquellas conflagraciones en la historia de Europa. De las dos guerras sólo queda, aquí, un refrito de imágenes más o menos heróicas y sangrientas aprendidas a través de una extensa filmoteca hollywoodiana, quizás un fuerte rechazo social, más bien primario, ante todo tipo de violencia, y poca cosa más.

Este olvido (o, más exactamente, esta indiferencia perezosa) es un hecho desafortunado. Los treinta años de violencia (con un paréntesis de paz aparente entre 1918 y 1939) que se abrieron con el asesinato del heredero a la Corona austríaca en Sarajevo el 28 de junio de 1914 van literalmente a llevar a Europa a la modernidad. Las dos guerras derrumbaron las grandes monarquías absolutas del pasado –y con ellas el mundo y los valores aristocráticos que gobernaban la mayor parte de Europa–. Impusieron en el imaginario colectivo europeo, de forma irreversible, la primacía de la democracia y el derecho a la autodeterminación. Reventando todo tipo de diques de contención, negaron el continente de las utopías fuertes, de derechas y de izquierdas, imaginadas por los filósofos del diecinueve.

Aquellas guerras transformaron Europa políticamente y espiritualmente a través de un doble movimiento: su violencia desbocada arrumbó la Europa del Antiguo Régimen, jerárquica, llena de pervivencias feudalizantes; de forma que, una vez que hubieron reculado las inundaciones devastadoras del fascismo y del comunismo (en Alemania, Francia e Italia, el 1945; en la Europa del Este, en 1989), Europa entró en lo que tantos han definido como el fin de la Historia –este consenso feliz alrededor de libertades políticas, economía de mercado y seguridad social. Dudo que sin aquel choque revolucionario tan intenso hubiera podido cuajar la democracia en Europa. Es probable que la carencia de progreso real en el mundo todavía no desarrollado se deba a la ausencia de un terremoto similar, capaz de destruir a los caciques de turno que gobiernan el Tercer Mundo.

La historiografía sobre el siglo veinte es extensísima. No tiene, sin embargo, el temple psicológico, la exploración del yo que se transforma con la guerra que uno encuentra en «Radiaciones», una serie de dietarios escritos por el escritor alemán Ernst Jünger durante la Segunda Guerra Mundial.

Jünger, un prusiano de Hannover, famoso por su obra belicista, basada en sus experiencias (y múltiples heridas) en las trincheras de la guerra del 14, comienza el dietario en la primavera de 1939, en la ciudad de Kirchhorst. Los primeros meses del dietario reflejan el prusianismo, lacerad0 por la derrota de 1918, construido sobre la fidelidad a la patria y el orden jerárquico del mundo tradicional, y la voluntad de recuperarlo, si hace falta, por las armas. Usando una prosa sutil, que se mueve entre el miniaturismo bellamente tallado y un pensamiento amplio, casi abstracto, aparecen descripciones de flores e insectos, sueños tan perfectamente reconstruidos que parecen inventados, rodeados por bosques enfangados, recortados sobre una luz gris y un sol turbio. La guerra, que tiene que vengar las humillaciones pasadas, es inminente. Todo toma un relieve tenso e inhumano. El hombre se pasea por aquel entorno sin cuestionar nunca su posición superior, su imperio natural sobre las cosas. Los animales pueden padecerlo, pero su sufrimiento no provoca ninguna simpatía o reproche. La pala del jardinero tronza con toda limpieza los gusanos de tierra mientras ellos se retuercen con un gesto eléctrico, vacío de trascendencia.

Cuando la guerra estalla, Jünger hace de capitán en el frente. Las marchas iniciales de las tropas y los alojamientos en diferentes pueblos toman el tono romántico de los movimientos de los ejércitos napoleónicos. Las primeras escaramuzas, en la frontera del Rhin con Francia, son descritas con la frialdad propia del gentleman que mata enemigos y no personas. Después, sin embargo, la entrada en Francia, con la visión nemirovskiana de pueblos semidestruidos, millones de civiles huyendo por las carreteras, despojos de tanques y automóviles, agrieta temporalmente la autosuficiència pagana de Jünger.

La reputación nacionalista de Jünger y sus flirteos con el primer nazismo le valen un destino cómodo en el mando militar central en París. La ciudad, casi toda ella colaboracionista, cura a Jünger de la experiencia de la guerra total. Las calles tienen el resplandor de los adoquines mojados. La alta cultura está hecha de filósofos feos y existencialistas, brioches y burgueses pulidísimos. Jünger deambula por la ciudad de ciudades, enternecido por incunables y cuadros acabados de pintar, convertido en turista de alto estànding, como los bárbaros lo debían de hacer en la Roma caída mil quinientos años antes.

Un catalán puede leer entre líneas lo que Jünger, infantilmente enamorado de París, no parece percibir y lo que la mitología gala de la posguerra ha escondido. La Francia ocupada tiene el regusto de la Cataluña de los últimos trescientos años. Poetas, empresarios y todo tipo de prohombres aceptan convivir con los nuevos amos sin hacer o hacerse muchas preguntas. Ninguna otra cosa no sería posible porque, al fin y al cabo, un país sin Estado no es más que haces de hombres atomizados, obligados a sobrevivir utilizando todo tipo de estrategias individuales.

Con los americanos en las puertas de París, el escritor huye en agosto de 1944 y se refugia en Kirchhorst hasta la derrota y ocupación. Jünger protesta ante el bombardeo sistemático aliado y, en un intento que, ante los crímenes alemanes, es absurdo, niega toda diferencia moral entre los bandos combatientes. En la derrota Alemania roza la anarquía. Jünger medita con la Biblia en la mano. Es ahora, por obra de este cataclismo final, cuando se produce el giro psicológico que civiliza las fuerzas que habían resistido la transición final de Europa hacia una sociedad liberal y abierta.

Miro la España actual. Me parece que la derecha hispánica, que nunca recibió el golpe de gracia civilizador de manos de las fuerzas aliadas, no ha hecho todavía este cambio mental que todo Jünger transpira, y que, por lo mismo, continúa inmersa en un mundo ya pasado. (¿Y la izquierda? Probablemente tampoco, porque la izquierda es, en cada país, el reflejo, el negativo de las derechas nacionales.)

Publicado por Avui-k argitaratua