«La historia es siempre historia contemporánea, es decir, política».
Antonio Gramsci. «Cuadernos de la cárcel» *.
La historia se ha considerado siempre, por lo menos desde Heródoto y Tucídides, como una ciencia, capaz de construir una narración de hechos contrastados de una colectividad –un pueblo– que habita de modo estable sobre un territorio dado.
Esta narración convenientemente trabajada dará lugar a un relato que será utilizado por sus gentes para afianzar su identificación, autoestima y cohesión o, por el contrario servirá para que sus enemigos puedan justificar su derrota y dominación. En cualquiera de ambos casos la Historia muestra una faceta oscura: no será nunca la narración de un ser omnisciente externo a los acontecimientos, como sí sucede, normalmente, en la poesía épica o en las novelas.
La importancia central de la Historia consiste precisamente en su función cohesionadora, a favor y en contra. Los usos de la Historia son muy variados (didácticos, de investigación, propagandísticos…), pero se centran casi siempre en la justificación de un ‘statu quo’ o de una puesta en cuestión del mismo.
La Historia, para construir su relato, utiliza muchas ayudas externas que, por el hecho de entrar a formar parte de su construcción, constituyen lo que se conoce como “disciplinas auxiliares”. Una es la Arqueología. Los hallazgos arqueológicos individuales por sí solos no contienen un interés especial ya que normalmente se integran en el discurso central de la Historia que se pretende interpretar.
Pero sucede como con los paradigmas en las ciencias naturales (física, química o biología). Los hechos se clasifican dentro del paradigma dominante en el momento, al menos mientras no desentonen mucho. La carta en euskara de Matxin de Zalba a comienzos del siglo XV o los textos de Pérez de Lazarraga en el XVI, conocidos tardíamente, se incorporaron al corpus que el estudio de nuestra lengua ofrecía en el momento. Y en su paradigma.
Cuando surgen elementos extemporáneos al mismo se produce su rechazo y se afirma su falsedad desde los bien pagados circuitos oficiales, como vimos en el caso de las ostrakas de Iruña Veleia, que, sin previo (ni posterior) análisis físico de los materiales, fueron desechadas como falsificaciones porque a un lingüista (y seguramente a alguien más interesado) no le cuadraban en su ’paradigma’.
En el caso de “la mano de Irulegi” los investigadores han insistido, por activa y por pasiva, en que todos los elementos físicos y estratigráficos están bien calibrados y no hay lugar para falsificaciones ni errores. De Iruña Veleia, sin realizar análisis alguno, se produjo su defenestración (de los materiales, al vertedero, y de sus descubridores, al juicio y al ostracismo)
Es decir, en el caso de Irulegi estamos ante un descubrimiento único del que todos nos alegramos mucho y que nos dará pistas sobre la evolución de nuestra lengua en el límite entre prehistoria e historia, pero no sabemos qué incorporación tendrá al relato del país. Ni qué aportaciones nos traerá sobre la propia evolución de los vascones en esa fase.
Mucho nos tememos que pesarán las praxis habituales de menospreciar lo propio, sobre todo cuando conlleva la reafirmación de un sujeto histórico-político, el pueblo vasco, que se organizó progresivamente en la Baja Antigüedad y se constituyó en el Estado navarro. Un reino que generó en torno a su capital la primera koiné de nuestra lengua, de la que derivaron, por rupturas territoriales y conquistas posteriores, sus formas dialectales o euskalkis.
Sorprende mucho que este notable descubrimiento en Irulegi haya provocado la excitación y alegría de muchos compatriotas a los que hemos escuchado repetidamente despreciar el valor de la historia a la hora de construir nuestro relato nacional. De repente, al ser científicamente avalado, ya no entra en el capítulo de mitologías y chascarrillos con que se ha etiquetado (y menospreciado) nuestro pasado. Podemos disimular los complejos de inferioridad. Lo que sucede es que la ‘pieza’ de Irulegi no engarza, por ahora, con el paradigma oficial y puede quedar como una curiosidad. Espectacular, pero sin lecturas políticas (lo cual es otra forma encubierta de politizar).
Deberíamos exigirnos un poco más de coherencia. Cuando las piezas encajan en nuestro relato nacional, en nuestra Historia, son sistemáticamente puestas en cuestión; son “hacer política”. Cuando no encajan más que como curiosidad, ¡adelante!
Así no se construye una historia científica, ni conciencia crítica ni comunidad. El saber y la inteligencia de Heródoto quedan reducidos a la trivialidad de un fetiche o una piedra filosofal.
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*«Sólo la identificación de historia y política trae a la historia este carácter [meramente erudito y libresco]. Si el político es un historiador (no solamente en el sentido de que hace historia, sino en el sentido de que actuando en el presente interpreta el pasado), el historiador es un político, y en este sentido […] la historia es siempre historia contemporánea, es decir, política». Antonio Gramsci. «Cuadernos de la cárcel».