Hace cien años, nació en la Riga zarista Isaiah Berlin, hijo de un empresario judío emancipado que no comía kosher y nunca iba a la sinagoga, pero que conservaba viva la memoria de descender del fundador de la secta hasídica los Lubavitch, especialmente mística y devota. El padre, que nunca habló a su hijo en yiddish -sus primeras lenguas fueron el ruso y el alemán-, cuidó con esmero de su educación, primero en Petrogrado y -a partir de 1921- en el exilio de Londres, donde la familia rehizo enseguida su fortuna, siempre con el negocio de maderas. Brillante desde pequeño, Berlín desarrolló su carrera en Oxford como historiador de las ideas, y llegó a ser uno de los pensadores políticos más notables del siglo XX. En 1958 pronunció su conferencia ‘Dos conceptos de la libertad’, quizás la más influyente que dio nunca, en la que defendió el proyecto liberal-democrático ante la tendencia socialdemócrata a debilitar la libertad individual en nombre de otros bienes sociales.
Berlin distingue entre libertad negativa -que implica la limitación del poder del Estado por la ley- y libertad positiva -que permite poner en práctica un proyecto-, y defiende la libertad negativa como la única libertad que es operativa en un mundo real de intereses contrapuestos, varios conceptos del bien y proyectos humanos antagónicos. Los seres humanos son libres -nos dice Berlin-, pero tienen que escoger entre valores rivales e incompatibles. «Lo más trágico -dijo Hegel- no es la lucha entre el bien y el mal sino entre el bien y el bien». La solución de Berlín al conflicto de valores -entre democracia y libertad, entre igualdad y libertad, y entre seguridad y libertad- es transaccionar: «cambiar cromos», tanto de ello a cambio de tanto de aquello, tanto de seguridad -por ejemplo- a cambio de tanto de libertad. Por otra parte, Berlin nos enseña que no hay una sola respuesta a estas cuestiones. Siempre defendió el pluralismo y rechazó las respuestas unívocas a cualquier cuestión política. Los que creen en la existencia de una respuesta única son, en el mejor de los casos, utópicos confundidos; y en el peor, profetas armados, guardianes platónicos dispuestos a imponer por la fuerza a todos los demás su solución final, su verdad única. Por esta razón Berlin criticó a los hombres de la Ilustración: por compartir la convicción equivocada de que la naturaleza esencial del hombre es la misma en todas partes y en todo momento, que sus necesidades pueden determinarse mediante una indagación racional y científica y, por tanto, ser satisfechas mediante alguna solución racional y armónica.
No es extraño -en esta línea- que Berlin entendiera que los románticos alemanes afirmaran que toda nación tiene su ‘volkgeist’, sus propios valores plasmados en su poesía, en sus cantos y mitos y, sobre todo, en su lengua, de por lo que cada nación hace una aportación propia e irrepetible a la humanidad. Pero, al mismo tiempo, Berlín criticó la terrible anarquía subjetiva en que puede desembocar esta visión romántica que justifica todos los actos del «genio» -del líder- por el solo hecho de serlo, toda conducta por su autenticidad y toda creencia por la sinceridad con la que se abraza, de forma que la divisoria entre el criminal y el buen ciudadano se vuelve muy delgada, como ocurre en las novelas de Dostoievski.
En todo ideal totalitario -alerta- está la determinación de utilizar el poder político para liberar hombres y mujeres, les guste o no, a fin de realizar algún proyecto histórico superior. Esta voluntad -concluye- desemboca siempre en la limitación de la libertad individual. Quizás alguien piense que a estas alturas, arrinconados por la historia el fascismo y el comunismo, carece de sentido recordar estas ideas. No es así. El constructivismo social rebrota siempre insidioso bajo la forma de dogmatismos intolerantes, sean religiosos como si son laicos. Tal como le gustaba repetir a Isaiah Berlin, «las cosas y las acciones son lo que son, y sus consecuencias serán las que serán: así pues, ¿por qué querer engañarnos?»
EL PUNT – AVUI