La ley, hoy y aquí

TODA ley refleja las bases de una moral social. El crédito acordado por la sociedad a la representación parlamentaria, generadora de leyes, se repercute en el juicio de casos de desviación de interpretación, no sólo sobre la autoridad conferida a la ley sino fundamentalmente sobre la Justicia.

Desafortunadamente, la sociedad civil recibe la impresión que la ley está a menudo afectada por la veleidad que caracteriza algunos colectivos más sensibles a las intenciones que a los hechos. Por esta razón, la ley está valorada menos por su contenido intrínseco que por la potencia derivada de la fuerza política que la impone. Sin valores que representen los pilares de la vida colectiva, actual y futura, la sociedad, consintiendo que la ley esté sometida a coyunturas políticas efímeras, sufrirá de una justicia crónicamente desprestigiada. Si el concepto de ley se impone intentando evacuar la incertidumbre, su poder se difumina, progresivamente, cuando el poder la adultera multiplicando leyes, según las circunstancias, y llega así, a destruir las bases de la vida colectiva. «La multiplicidad de las leyes que cambian frecuentemente es difícilmente compatible con el culto de la ley (Laurent)».

La ley es indisociable de la impersonalidad de sus destinatarios. La ley se dirige al anonimato de la naturaleza humana. Entre otros pilares inamovibles de la ley figuran, intrínsicamente unidos, la presunción de inocencia y la condena de los procesos de intención.

Hoy nos enfrentamos a un caso evidente de alteración de una ley de oportunidad, elaborada con criterios políticos que afectan a la credibilidad necesaria de un texto de ley que se ve aplicado por seres que pretenden creer más en la virtualidad de las intenciones que en la realidad de los hechos.

Vivimos el efecto de una causa que es la anomalía nacida de un antiguo proceso político mal transformado (o transferido). Confundimos laxismo, revelador de una sociedad decadente, y tolerancia, signo evidente de un colectivo sociable. Cómodamente se da paso a una arbitrariedad disimulada bajo el apelativo «Estado de derecho» que a menudo juzga con laxismo, sin esfuerzo intelectual, en función del criterio populista del momento, que venera más los discursos que los hechos y más la forma de expresión que el fondo de reflexión. Vivimos en una sociedad que suelta palabras sin pensar en su irreversibilidad y en su efecto funesto. «Elevamos el país, elevando su lenguaje» (A. Camus).

El lenguaje puede ser el mensajero de pasiones mal controladas que nos alejan de nuestro objetivo de concordia. Eliminando el sentimiento de venganza, la reconciliación se impondrá.

El hoy no debe limitarse a hoy. Si obtenemos satisfacción sin convencer, mañana volveremos a las andadas con la necesidad de reconstruir sobre deformaciones mal corregidas. Cada paso adquiere características estructurales, lo que nos hace sospechar de la naturaleza del contenido de algunas leyes.

Al «Estado de Derecho» hubiésemos preferido una sociedad de derecho, un país de derecho, una civilización de derecho, una cultura de derecho, signos de verdadera madurez política homologable por el conjunto de países civilizados en los que la presunción de inocencia es intangible porque es un pilar de la convivencia. Parece evidente que la presunción de inocencia sea indisociable de la condena de los procesos de intención, ambos conceptos siendo habitualmente viciados en países desprovistos de la mínima masa crítica de democracia.

Hoy y aquí el proceso de intención y la oposición a la presunción de inocencia deforman el espíritu de la ley.

Mantener la ilegalización del caso que hoy nos ocupa no permitirá recuperar el prestigio internacional de un Estado que daba la impresión de haber desterrado para siempre los fantasmas del régimen fascista anterior, a duras penas y gracias a los esfuerzos de muchos verdaderos demócratas. Con los reflejos perversos de algunos políticos de hoy, demasiados, el Partido Comunista no hubiese sido legalizado en su día.

Es de desear que el poder defienda el verdadero Estado de derecho evitando el camino fácil de la negación de la esperanza y cortando la influencia de continuadores de regímenes, que creíamos pasados, haciendo alarde de influenciar el poder de cualquier manera. «El poder, teniendo tendencia al abuso, debe frenar el poder» (Montesquieu).

Es imprescindible adquirir la cultura de la paz impregnada de inteligencia y sensibilidad vivas, que otros países han sabido descubrir resolviendo conflictos, más sangrientos que el que aquí hemos conocido. Esos países han deseado romper con la tensión y el odio, que sólo saben enfrentar.

En el camino hacia la paz, se encontrarán adversarios de ayer. El camino seguirá abierto pero no habrá derecho a la mínima intransigencia basando el juicio exclusivamente sobre los hechos en la labor de la vida común, alejándola de manipulaciones y de intoxicaciones.

 

Publicado por Noticias de Gipuzkoa-k argitaratua