El 21 de febrero pasado se celebró, como cada año, el Día Internacional de la Lengua propia. La diversidad lingüística es un hecho cultural que conviene preservar. Y no sólo por una especie de afán más o menos romántico o tozudamente conservacionista, sino porque cada vez que se pierde una lengua -ya se han perdido muchas y hay muchas en peligro de extinción-, se pierde también una comunidad -la lengua no es un bien individual-, se pierde, pues, una manera singular de mirar hacia el mundo y de hablar, una manera de hablar, una manera de entenderse los hablantes a sí mismos.
Por ello, la pérdida de una lengua no es -aunque a veces se diga- semejante a la pérdida de una especie vegetal o animal, sino que es mucho más: de hecho, es la pérdida de un universo, de todo un cosmos que se desvanece y desaparece para siempre. Y también por eso, cuando se reivindica el derecho a la lengua se reivindica un derecho básico, anterior al derecho a la libertad de expresión. Y es que no puede haber auténtica libertad de expresión si no existe la posibilidad de expresarse en la lengua propia, en aquella en la que se piensa, se duda, se ama, se cree y se odia. Repitámoslo tantas veces como sea necesario: una lengua no es sólo un medio de comunicación. Si sólo fuera eso, entonces todos podríamos aceptar una sola lengua para comunicarnos entre nosotros. Lo que muestra la diversidad lingüística es que cada lengua tiene particularidades insustituibles, que cada lengua no es solamente un medio de comunicación sino también, y muy particularmente, el medio en el que viven, crecen y se alimentan espiritualmente los ciudadanos. Cuando una lengua muere, seguimos comunicándonos entre nosotros, pero hemos perdido una atmósfera, un mundo.
Todos los pueblos han dado siempre una gran importancia a la protección y difusión de su lengua. Hoy, cuando la globalización puede acabar uniformando tantas y tantas cosas, la diversidad lingüística es un bien que corre muchos peligros, porque a los más poderosos les viene bien controlar las lenguas, porque entonces ya controlan mejor el pensamiento, los proyectos y las acciones de muchos. El PEN Internacional, que es la asociación que reúne a los escritores del mundo, es muy consciente de todo esto. Hace casi dos años, el PEN aprobó en Girona un manifiesto -desde entonces conocido internacionalmente como «Manifiesto de Girona»- que proclama en diez puntos breves la importancia de la defensa de la lengua, de todas las lenguas. De todo ello, los catalanes sabemos suficiente. Desde hace mil años, en torno a nuestra lengua se ha ido configurando un pueblo que, de Salses a Guardamar y de Fraga hasta Mahón, se ha ido haciendo y rehaciendo con cambios de todo tipo, ha sabido aguantar ataques y persecuciones, y ha mantenido, con grandes dificultades y riesgos, la fidelidad a los antepasados y el legado para los descendientes. Por ello, cada agresión a la lengua es vista por nosotros, con razón, como una agresión a la nación.
Porque la nación no es una entidad jurídica sino una realidad histórica y emocional. Se pertenece a la nación tanto por nacimiento como por adopción. La identificación con la nación es voluntaria: tú quieres ser y ella quiere que seas. Así es como se comparten la historia y el derecho, los éxitos y fracasos, la lengua y la cultura, pero también muchas ilusiones y proyectos, muchas satisfacciones y muchas críticas. Si todos los pueblos del mundo defienden su lengua, Cataluña también lo hace. Y debe hacerlo hoy con la misma dignidad y fuerza con que lo ha hecho siempre. Porque mañana, en la Cataluña independiente, la lengua deberá seguir siendo piedra angular de la nación.