Los verdugos siempre tratan a sus víctimas como a criminales para no sentirse culpables por torturarlas o asesinarlas. Aforismo del autor
LA actual legitimidad y práctica sistemática de la tortura por parte de los estados, instancias supra-estatales y grupos de poder vinculados a ellos es uno de los exponentes más ilustrativos de la modernidad como ficción, del fracaso del llamado proyecto moderno. Su ideario fundacional se sustentaba en la máxima de construir un orden social y legal que garantizase derechos básicos como la vida, la intimidad o la integridad física de todas las personas. Hoy vemos cómo jamás se superaron las penas corporales y ejemplarizantes del Antiguo Régimen. Muy al contrario, se han incrementado e intensificado en crueldad y sofisticación técnica hasta límites inimaginables.
La modernidad no humanizó las penas, ni civilizó la barbarie policial y política. Lo que hizo fue construir un discurso destinado a encubrir estas prácticas. Las deslegalizó formal y metajudicialmente, pero no las deslegitimó ni política, ni socialmente. Fabricó, desde el nuevo lenguaje ilustrado, una política para invisibilizarla y adscribirla geopolíticamente a los lugares propios de los estados emergentes. Lo hizo mediante el tránsito hacia dispositivos para ejercerla de un modo más selectivo y generalizado, menos visible. La situó en los espacios oscuros del poder, en las instituciones de reclusión, custodia y detención (comisarías, cárceles, centros de internamiento de extranjeros y menores, etcétera).
Pero no sólo se aplicó en estos lugares, sino que cuando lo necesitó, tal y como sigue ocurriendo, se fue extendiendo más allá. No importa que el lugar fuera las aguas internacionales o el fondo de un barranco, con tal de no dejar rastros aparentes que quiebren la impunidad estatal o de aquellos a quienes sirven los estados. Por tanto los estados modernos hicieron y hacen posible su extensión y encubrimiento.
La prueba más evidente de que la modernidad no contribuyó en modo alguno a erradicar la tortura, sino por el contrario a su institucionalización, es cómo ha vuelto a convertirse en un espectáculo emitido por las televisiones al gran público, con mensajes e imágenes que nada tienen que envidiar a los que se presenciaban en plazas públicas donde se degollaba, descuartizaba, mutilaba y decapitaba el cuerpo de los torturados ante los ojos de las personas de todas las edades y condición social.
A través de la cultura de la imagen, la tortura real permanece invisible dentro de las instituciones de encierro y a la vez se legitima simbólicamente al mostrarse ante la sociedad como una necesidad visible y ejemplarizante, con el fin de inyectar miedo a la represión de estado, para conseguir ser justificada y tolerada socialmente.
Así, se legitima mediante la creación de una conciencia colectiva que defiende su necesidad como una práctica imprescindible para garantizar la defensa del orden social y legal frente a sujetos tan violentos, terribles y estereotipados como virtuales. En la ficción virtual estos sujetos son los culpables de que tenga que existir la policía, los ejércitos y los verdugos, porque ellos son los que obligan al orden democrático a hacer uso de la violencia más allá de las limitaciones que establece la ley y, por tanto, quienes obligan a los funcionarios encargados del control policial, penal y militar a torturar.
La escenificación de la tortura busca conseguir que se tolere e incluso se considere necesaria por parte de la sociedad como una de las formas de combatir a los sujetos peligrosos, despiadados e incorregibles que amenazan y se ensañan con las personas inocentes o atentan contra la seguridad colectiva. Sin embargo, las personas que son maltratadas y torturadas por funcionarios del estado nada tienen que ver con los sujetos inhumanos y monstruosos mostrados en películas, videojuegos o en noticias intencionadamente seleccionadas sobre casos extremos elegidos y difundidos de tipos dementes y despiadados, mostrados en todo tipo de formato audio visual ante los ojos de los televidentes como asesinos natos, secuestradores o terroristas.
Se trata de que deseemos hacer confesar y acabar con esos tipos sanguinarios, descerebrados, inhumanos a quienes sólo se les puede hacer confesar y subyugar mediante altas dosis de violencia. Lo importante es que nadie repare en que la inmensa mayoría de quienes son víctimas del acoso y tortura son personas de a pie que sufren el abuso policial, además de ser los chivos expiatorios de quienes delinquen exitosamente.
Uno de los ejemplos más evidentes de la cada vez más intensiva y extensiva aplicación y legitimación social de la tortura es el caso de la historia reciente del Estado español. La ficción de la transición política buscó difundir una imagen que trataba de inculcar la idea de su progresiva erradicación, su transformación. De ser considerada como una práctica general y sistemática para combatir la disidencia política, a ser vista como una práctica residual y perseguida por los aparatos jurídico-penales del estado. Nada más lejos de la realidad.
Los malos tratos y torturas se siguen aplicando a los mismos sujetos sociales y, además, se han extendido, al igual que la penalización, a otros nuevos. Las técnicas de tortura se han perfeccionado exquisitamente y aún más las estrategias para ocultarlas. Ahí están los datos evolutivos de las denuncias y de los testimonios de quienes las padecen, así como la constatación de que existen cada vez más personas que no las pueden denunciar por estar bajo sujeción especial y sometidos a la amenaza de sus autores.