Una inflación de dos dígitos provocará un terremoto social y político del que es posible que algunas entidades como la Unión Europea que habían dominado el paisaje de occidente en las últimas décadas queden muy afectadas, eso si mantienen su continuidad.
Los indicios de este bajón que se adivina los encontramos en varios episodios de la actualidad más inmediata. En el llamado debate sobre el ‘estado de la nación’, por ejemplo, el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, se dedicó a repartir morralla con una serie de medidas sociales que no evitarán el empobrecimiento del conjunto de la población. La verdadera medida social que debería haber anunciado es asegurar que cumpliría la normativa y que las pensiones y los sueldos de los trabajadores públicos subirían para 2023 al menos la media de lo que se ha elevado el índice de precios al consumo en 2022, es es decir, previsiblemente una cifra en torno al 9 por ciento. Eso, sin embargo, todos sabemos que no pasará porque el reino de España no puede pagarlo y porque la pelota de la deuda que pesa sobre los hombros del Estado ya no debería crecer más si es que no se quiere ir en directo hacia la quiebra.
La deuda de España, como la de Italia, Portugal o Grecia, no sería sostenible sin las compras masivas practicadas por el Banco Central Europeo en los últimos años y los tipos de interés bajos que han permitido mantener las primas de riesgo de estos estados a niveles sostenibles. Pero ese escenario ha llegado a su final. Después de haberse evaporado el superávit comercial alemán en cuestión de meses (una reserva que permitía apear estas compras de deuda) y constatar cómo el motor económico de la Unión Europea entra en recesión, a la autoridad monetaria europea no le será permitido continuar con una política de tipos bajos y de apoyo a la deuda periférica.
El colapso de estas economías del sur europeo está servido, así como la incompatibilidad definitiva de intereses entre varios Estados miembros y la probable ruina del proyecto de integración. En la anterior depresión observamos cómo se había roto el equilibrio por el que lo que favorecía a Europa favorecía también a sus miembros. Ahora esa confrontación entre los socios europeos será más cruda. Como ya hemos visto en Italia esta semana pasada, las protestas sociales se desbocarán en toda la Unión. Los gobiernos empezarán a caer y las opciones que les sustituyan cada vez serán más nacionalistas, más populistas y más radicales, dirigidas a satisfacer los intereses inmediatos de la comunidad nacional y a alejarse de los dictados de las autoridades europeas, y, a diferencia de lo que sucedió en la crisis de la deuda soberana de 2012, las élites de cada uno de los estados defenderán su posición contra cualquier solución supranacional. En 2012 el saqueo por parte de las élites españolas o italianas se toleró (y no sin oposición, como revela la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Federal Alemán sobre las transacciones monetarias) porque la economía alemana resistió. Pero esta deferencia no se reproducirá cuando son la propia economía alemana y su estabilidad social, así como la del resto de los estados acreedores del centro y norte del continente, las que naufragan.
Nos encontramos, pues, al final de la calle, en dirección a una turbulencia que la mayoría de las generaciones vivas europeas nunca han conocido y que llevará a cuestionarse totalmente el orden establecido, un horizonte que se concretará no en los próximos años sino en los próximos meses o incluso en las próximas semanas. Y en este contexto, los catalanes y las catalanas, que contra estos poderes establecidos hemos reclamado nuestra voluntad de libertad, sufriremos mucho y deberemos demostrar nuestro coraje y nuestra determinación, pero también encontraremos en medio del caos nuestra brecha de oportunidad y la posibilidad de convertirnos en un nuevo actor soberano en el nuevo sistema que emerja.
EL PUNT-AVUI