Hace pocos días Ricard Chulià comentó que, en Alicante, creo recordar que decía que el 2% de las llamadas al teléfono de información de la ciudad exigían ser respondidas en catalán. Alguien puede decir que es muy poco, pero de una forma muy inteligente él vuelve la tortilla. El ayuntamiento hace tanto como puede para disuadir a los alicantinos de utilizar su lengua. Por tanto, mantenerse hasta el último minuto exigiendo con firmeza el derecho de ser atendido en catalán es una tarea que reclama mucha paciencia, perseverancia y decisión y que indica que algo se mueve.
Para explicar qué puede ocurrir, Chulià añadía un comentario que me ha llamado mucho la atención, porque podría responder a una vieja inquietud mía de hace años. Dice que la gran diferencia entre el pasado y el presente es que en el pasado podíamos ser valencianos, catalanes, por pura inercia. Sin conciencia de serlo, como quien dice. Mientras que ahora existe, por primera vez, una masa de ciudadanos que ha sido obligada a hacer una elección consciente de no ser españoles, en el sur, o franceses, en el norte, y que con ello han superado esta fase de “ser por pura inercia”, para pasar a ser activistas comprometidos. Con un comportamiento social y, por supuesto, político que ya no tiene nada que ver con aquello.
La aguda observación de Chulià creo que puede ampliarse perfectamente al conjunto del país, e incluso diría que todavía es mucho más visible hoy en el Principado.
Ser catalán hasta hace poco era una cuestión, para la mayoría de la población, de pura inercia, que no implicaba molestias especiales ni reclamaba una militancia permanente. En cambio, desde 2017 esto ha cambiado radicalmente y hoy ha emergido una base de población que ya no se mueve por la simple inercia, sino por la voluntad explícita de ser. Y que, consciente de que esto reclama una confrontación –también– personal, la practica. El catalán inerte, por ejemplo, se pasa al español sin ni pensar qué hace; el catalán que ya no se mueve por inercia se mantiene confrontándose. Creo que se entiende lo que quiero decir.
El debate es sugerente y podría aclarar –al menos eso rumio estos días– una vieja pregunta que me he repetido de hace años. ¿Por qué los Països Catalans y el País Vasco no hemos seguido el camino, cronológico, del resto de naciones europeas?
Alguna vez ya les he explicado que tengo en casa una de las primeras ediciones de la ‘Historia de los movimientos nacionalistas’ de Antoni Rovira i Virgili. La obra fue escrita entre 1912 y 1914, en un momento particularmente movido de la historia de Europa, y Rovira describe de manera excelente la emergencia de todo tipo de reivindicaciones nacionales de cabo a rabo del continente. Lo que siempre me ha impresionado es leer la lista de los países objeto de estudio y descripción del periodista y político tarraconense.
Rovira, en 1914, nos habla del intento de una veintena de pueblos europeos de conseguir un Estado propio. Hay situaciones que describe y que no son exactamente naciones, sino movimientos irredentistas –en áreas como el Epiro griego o la Transilvania húngara. Pero, en general, Rovira escribe sobre naciones que en aquel momento no eran países independientes y que luchaban por serlo: Albania, Armenia, Bohemia (la actual Chequia), Croacia, Eslovaquia, Finlandia, Hungría, Irlanda, Lituania, Macedonia, Polonia.
Hablamos, pues, de trece naciones que hace un siglo no tenían Estado propio y que hoy son perfectamente independientes. Y de dos, Baskonia y Catalunya, que cien años después somos las únicas que seguimos sometidas –Rovira estudia también el caso de Flandes, pero éste es muy peculiar, pues los flamencos en definitiva han decidido que su opción es apoderarse del estado belga y minorizar a los valones.
¿Qué me impresiona siempre que repaso este libro? Me impresiona ver que en la lista sólo Basconia y Cataluña seguimos en el mismo sitio. Es verdad que hoy existen conflictos que Rovira no previó, como en Galicia, Córcega, Escocia, Kossove o las Feroe, por decir algunos. Y naciones que han llegado a tener un Estado propio a pesar de que para un periodista tan bien informado como Rovira i Virgili no contaran en aquel momento –de Eslovenia a Bielorrusia o Bosnia–. Pero la pregunta que siempre me hago es cómo y por qué caramba, de los dieciséis casos que Rovira estudió, tan sólo Basconia y Cataluña continúan, seguimos, sin alcanzar la condición de Estado que han alcanzado todos los demás. Y, aún más, cómo es que las dos únicas naciones que no dan el paso son las sometidas a España –lo que no puede ser en modo alguno casualidad.
No tengo todavía ninguna respuesta a la pregunta, pero creo que la aguda reflexión de Chulià abre una vía de investigación muy interesante: ¿es posible que la baja capacidad nacionalizadora de España haya permitido, a diferencia del resto de Europa, una supervivencia de las dos naciones por pura inercia, cuando las demás se han encontrado confrontadas a decisiones más de vida o muerte?
Si es así, que sospecho que lo es, en 2017 y todo lo que ocurrió durante el octubre republicano sería el corte epistemológico definitivo en la progresión de la nación catalana. Esto lo intuíamos todos, pero podría demostrarse por esta bifurcación entre la inercia y la militancia. Y abriría una etapa completamente nueva marcada explícitamente por el rechazo consciente a la españolidad –lo que, además, puede ser superador incluso de las diferencias que pueda haber, en nuestro país, sobre cuál es el alcance territorial de la nación política.
VILAWEB