Cuando, tras años de exilio, Ariel Dorfman regresó a Chile, ofreció al mundo La muerte y la doncella, una pieza de teatro memorable donde cuenta que la protección última de ex golpistas vencedores, sus funcionarios y autoridades, consiste en mutar el valor histórico y moral de sus actos para conservar el honor intacto, mantener la mirada altiva y hablar con destellos de honradez en los ojos en los nuevos tiempos del Estado de derecho logrado. Renacen así como hombres de bien que esparcieron dolor, sembraron miedo y aniquilaron biografías para evitar males mayores a la nación. Hombres honrados, de intención buena. Incluso próceres.
Pero el núcleo dramático de la obra reside en que la demanda terminal de la contraparte, la petición última de los humillados por haber tenido proyectos propios de oposición a la dictadura, exige que los actos de los perpetradores sean reconocidos sin alteración. Es decir, con el valor criminal exacto que tuvieron para que su conducta y memoria no pueda ser considerada ejemplar, salvadora y necesaria. No sucede así, y la doncella de Dorfman estalla del peor modo, no acepta el vacío ético que lo devora todo. Aquí y ahora, en abril, todo ha estallado también cuando el vacío ético generado por el Estado ha desbordado cauces y límites, y nos muestra las consecuencias de la impunidad en sus 33 años de vida en España.
Impunidad es una palabra que en nuestra cultura contemporánea está vinculada a la exigencia de consecuencias judiciales, desde Núremberg y, en especial, desde el restablecimiento de sistemas democráticos en el Cono Sur de América, que han popularizado la expresión. Pero, en el caso español, el término impunidad en referencia a la dictadura se ha modelado con un contenido diferente, específico, alejado de la tradición judicial y derivado de un proceso social propio. El modelo español de impunidad no consiste en la ausencia de procesos judiciales a los responsables políticos de la dictadura y a los directamente implicados con la vulneración de los derechos de las personas, sino que el particular trayecto cronológico –el ordenamiento jurídico derivado de la amnistía de 1977, y la evolución política, social y cultural del país– ha ido vinculando la expresión impunidad a la negativa del Estado de destruir
–anular– jurídicamente la vigencia legal de los Consejos de Guerra y las sentencias emitidas por los tribunales especiales de la dictadura contra la resistencia, la oposición y su entorno social; así como el criterio de equiparación ética entre rebeldes y leales a la Constitución de 1931, o entre servidores y colaboradores de la dictadura con los opositores a ella, que la Administración del Estado sostiene todavía hoy, haciéndoles impunes ética y culturalmente y, en consecuencia, políticamente.
Por todo ello, el reclamo contra la impunidad en el Estado español está desprovisto de vocación o voluntad jurídica punitiva –nadie nunca pidió eso–, pero sí tiene un fuerte, esencial y conflictivo contenido ético-político que genera una incomodidad extraordinaria. Y así seguirá mientras el Estado continúe alimentando esa equiparación que hace años en Argentina calificaban de “teoría de los dos demonios”, hoy llaman “memoria completa” –que nada tiene que ver con la pluralidad de memorias– y que, lejos de cualquier metáfora, prefiero llamar por lo que es: vacío ético. El estallido provocado esta primavera por la sorprendente acusación de un juez, ha causado un destrozo considerable en los caminos que contra la impunidad nuestra sociedad estaba abriendo, a pesar de las cortapisas de un Estado reticente en la aplicación de su propia ley de 2007.
La presentación de una querella ante los tribunales argentinos no ayudará a romper esa impunidad. Nuestro modelo de impunidad no se sostiene en el desconocimiento de hechos, que han sido relatados desde las distintas ramas del conocimiento, sino en la negativa del Estado democrático en reconocer esos hechos, y señalar explícitamente donde se halla el sedimento ético de las instituciones que tenemos, del sistema de convivencia con el que nos hemos dotado. Pero el Estado renuncia a explicar la democracia como un bien conseguido con un esfuerzo coral, desde la calle y a pesar de la oposición activa de una parte de ciudadanos. Anula así el esfuerzo del sector más participativo de la ciudadanía para conseguir relaciones sociales equitativas y democráticas, los valores éticos de sus proyectos y decisiones, la reacción y la aplicación del terror dictatorial para impedir esos procesos de democratización. En definitiva, el patrimonio ético de la sociedad democrática es echado por la borda. La cuestión está en que, si las instituciones con las que nuestro país se ha dotado son desposeídas de la huella humana, y nadie es legatario de nada, ¿cómo puede alguien sentir el orden democrático reciente como algo propio?
La argentinización de nuestro camino contra la impunidad, en caso de prosperar, tan solo iniciará una ruta abierta a golpes de desesperación y frustración generada desde hace años por el Estado y su doctrina de la impunidad equitativa. En cualquier caso, la parte buena de ese estallido que nos ha llevado a cruzar océanos en busca de ayuda es que lo importante no es el final. Lo importante es el trayecto, la circulación de aire en un paisaje insalubre. Tal vez con ese viento los gobernantes lleguen a la conclusión de que no es posible equiparar el criminal y la doncella.
Ricard Vinyes es historiador