El antropólogo François Laplantine, en ‘Je, nous et les autres’, (Le Pommier, 1999), sostiene que el concepto de identidad tiene tanta fuerza ideológica como debilidad epistemológica. Tiene toda la razón. Hablamos de la identidad de los países, de los grupos de edad o de género, de los partidos políticos o de los individuos, como si supiéramos a qué nos estamos refiriendo. Recurrimos a supuestos conflictos identitarios como si fueran la causa de la mayoría de las grandes confrontaciones actuales. Como ha explicado bien Ferran Sáez en «Ahora todo son conflictos identitarios» (El Temps, 05/23/2016), (1) se ha pasado de ver enfrentamientos ideológicos en todas partes a calificarlos de identitarios, casi sin darnos cuenta de ello. Hay mucha literatura en ciencias sociales, pero sobre todo en los análisis políticos y en los periodísticos, que recurren a la idea de identidad para describir los procesos sociales, pero siempre terminan -o comienzan- en un punto oscuro: saber de qué están hablando exactamente.
El sentido común, a menudo ayudado por estas teorías simplistas sobre la identidad, supone que se trata de algo profunda, y que responde a la pregunta sobre «qué es» o ser catalán, o español, o joven, o mujer, o socialista o fulano de tal. Y para ello, se recurre a una serie de contenidos que se supone que no sólo son comunes a todos los que participan de esta identidad, sino que son consistentes, que tienen una suficiente coherencia interna como para poderlos caracterizar. Y, claro, se supone una cierta estabilidad sin la cual no habría manera de conseguir que estos elementos -materiales, de «carácter», «mentales», «culturales»… o no se sabe muy bien qué- realmente llegaran a constituir algo compartido. Y, sin embargo, no hay nada tan imposible como hacer esta lista sin caer en el estereotipo, en la caricatura o en el tópico.
El error de estas aproximaciones es precisamente éste: la pregunta sobre la identidad que nos ayuda a saber de qué hablamos no es la del «qué es ser» esto o aquello. Es decir, el error está en considerar la identidad como una esencia, como un contenido. Y tanto es si esta esencia la referimos al pasado, a una tradición, a un Historia, como si la referimos al futuro, a un proyecto, a un anhelo.
Se podría ser radical y matar el debate diciendo que las identidades no existen, como también afirma Laplantine. Muerto el perro se acabó la rabia. Pero entendámonos: lo que no existe es la identidad como contenido, la identidad esencial, ni como pasado, ni como presente ni como futuro. En cambio, sí que existen -¡y vaya si existen!- los discursos sobre la identidad. Y todos hacen referencia a un sistema de relaciones sociales en las que se combate por el reconocimiento y, por tanto, por un espacio de poder social. Es decir, son discursos en el sentido fuerte de la palabra: expresiones de voluntad de poder. Y, para reivindicar este reconocimiento, se recurre a una supuesta «sustancia esencial» -a la que a menudo se atribuye un carácter casi sagrado, intocable- que debería justificar el espacio de poder ocupado. Podríamos decir, parafraseando a Benedict Anderson (‘Comunidades imaginadas’. México 1993, FCE) cuando hablaba de las naciones, que las identidades también son «imaginadas». Es decir, diríamos «relatos» o narraciones al servicio del combate para existir socialmente. Tanto si hablamos de naciones, de identificaciones de género, de grupos de edad, de instituciones, de ideologías o de individuos.
En definitiva, si esto es así, podemos llegar a algunas conclusiones que pronto espero poder desarrollar en un ensayo con la extensión que pide un giro argumental de esta gravedad. En primer lugar, parece obvio que los debates sobre la identidad son debates de crisis de reconocimiento. Si el reconocimiento es satisfactorio para ambas partes -la que reconoce y la que es reconocida, generalmente de manera recíproca- entonces no hay ninguna preocupación identitaria y se es indiferente a ello. Lo explicaba de manera magistral Albert Sánchez Piñol en el artículo «La metáfora del Pigmeo» (La Vanguardia, 16/11/2014), (2). En segundo lugar, y paradójicamente, hay que darse cuenta de que las identidades sólo se exacerban, se expresan de manera explícita y, a veces, de manera violenta, si falta el reconocimiento. Y digo paradójicamente, porque es el reconocimiento lo que las hace invisibles, o si se quiere, incuestionables y, en definitiva, obvias.
En tercer lugar, y tal vez esta es la consecuencia más sorprendente para las aproximaciones habituales, las identidades reconocidas no muestran, sino que esconden. Es decir, ahorran una misión imposible de cumplir como es la de decir quién o qué se es. Como individuos, o como grupo social, solemos estar constituidos de elementos diversos, contradictorios y confusos. Y los elementos que no son confusos, más bien nos igualan con aquellos de quienes nos gustaría diferenciarnos. El día en que los catalanes podamos ir por el mundo respondiendo a la pregunta «¿qué eres?» Con un simple «soy catalán» y que en lugar de la habitual réplica que sigue, «y qué es ser catalán», simplemente obtenga un «¡ah! » de reconocimiento positivo (sean cuales sean los supuestos implícitos de este «¡ah!»), se nos habrán acabado los problemas identitarios.
En cuarto lugar, y en consecuencia, las identidades no se conocen, sino que tan sólo se reconocen. La buena convivencia -que es resultado de respetar los espacios sociales propios de cada uno- no se basa en un conocimiento profundo del otro, sino simplemente -y precisamente porque se le reconoce- al ignorar su identidad. O como dice Manuel Delgado más exactamente, a respetar el «derecho a la indiferencia», que es el que debe regular y garantizar el espacio público. Es decir, a no obligar -a individuos como tales, o los hombres o las mujeres como género, o a las naciones como unidad cultural o política- a tener que dar explicaciones sobre qué son, cómo es que lo son o lo quieren ser… por poner un ejemplo que ya he defendido en otras ocasiones: la buena relación entre diversas confesiones religiosas que ocupan un mismo espacio público, por ejemplo, no pasa por abrir complejos -y benintencionados- procesos de diálogo interreligioso y conocer a fondo cada sistema de creencia -objetivo perfectamente respetable desde otros puntos de vista-, sino simplemente por llegar a un punto donde estas adhesiones personales no sean objeto de interés y puedan ser merecedores -si se me permite decirlo así- de una olímpica indiferencia. Precisamente, lo que tanto apreciamos de una sociedad secular es que nadie tenga que dar explicaciones de si es creyente o no, ni sobre en qué cree «exactamente» y por qué.
Ciertamente, hay identidades que matan cuando se afirman negando a los que tienen delante, como dice Amin Maalouf (‘Las identidades que matan’. La Campana, 1999). Pero las hay que se convierten en un instrumento de autodefensa que salvan y permiten sobrevivir a los intentos de genocidio de pueblos, lenguas, culturas, identificaciones de género o personas individualmente consideradas. En el entendimiento de que lo que mata o lo que salva no es ningún contenido específico, sino el tipo de relación que se establece para aniquilar a los demás o para obtener el reconocimiento de que los ha de salvar.
Es por todo ello que mi tesis es que la identidad es una piel. Una metáfora que facilita mucho la comprensión de esta otra perspectiva de análisis que hace mucho más claros los debates actuales que se tienen sobre la identidad, y que deseo poder desarrollar ante quien se sienta interesado.
Universidad de Stanford. Noviembre de 2016
(1) http://www.nabarralde.com/es/nabarmena/15313-ahora-todo-son-conflictos-identitarios
(2) https://www.almendron.com/tribuna/la-metafora-del-pigmeo/