Durante mucho tiempo, la independencia fue una idea noble, como el amor universal, el bien absoluto o la transmigración de las almas. Una idea y nada más, pero tan esencial como la lógica y el infinito matemático, que tampoco tienen existencia objetiva en el mundo real. Francesc Pujols observó con malicia que, en Cataluña, independentista en teoría lo era todo el mundo y en la práctica nadie. Ocurre como con el cristianismo. Ayer, la mayoría de los hogares del país celebraban el cumpleaños de la esperanza, y hoy, día de San Esteban, primer mártir de la iglesia, es festivo para recordar que el mundo responde a la esperanza con violencia fanática, como anteayer, como antes de anteayer, como siempre. La renovación del hombre viejo se hará esperar, como el Mesías en la fe judaica. Pero la expectativa es real y presupone la realidad de lo esperado. Existe una diferencia abismal entre una idea y una creencia. La idea posee evidencia, como dos y dos son cuatro y los ángulos de un triángulo suman 180 grados. Una idea es demostrable o por lo menos incuestionable (por ejemplo, la de un centauro) a pesar de no existir. Por eso, cuando Platón hipostatiza las ideas y quiere darles un referente real, debe referirlas a unas entidades aproximativas, las existentes, que son sombras imperfectas de las esencias intuitivas. Analógicamente, podemos decir que la autonomía fue durante décadas poco más que una premonición de la libertad contemplada en el espejo oscuro de la constitución española.
El mejor filósofo español del siglo XX no era español. Que George Santayana naciera en Madrid fue pura contingencia, como todo nacimiento, excepto el de Jesús, quien debía nacer en Belén porque así lo preveían las escrituras. Hijo de Josefina Borràs i Carbonell, nacida en Glasgow de padres catalanes, y de su segundo marido, Agustín Ruiz de Santayana, Jorge se trasladó a Estados Unidos con su padre cuando tenía ocho años. La madre y los hermanos llevaban ya tres años en Boston, ciudad en la que habían vivido hasta la muerte del primer marido. Formado en la Universidad de Harvard con los grandes maestros de la época, William James y Josiah Royce, George, como se llamaría en adelante el joven pensador, se convirtió en profesor durante casi un cuarto de siglo. Algunas de las grandes figuras del modernismo fueron sus alumnos: T.S. Eliot, Robert Frost, Gertrude Stein, Wallace Stevens, W.E.B. Du Bois o el publicista y comentarista político Walter Lippmann. Filosóficamente, Santayana fue una especie de híbrido de pragmatista y evolucionista a caballo entre James y Bergson. Es autor de frases epigramáticas tan exitosas que se han convertido en anónimas, como “quien no recuerda el pasado está condenado a repetirlo”. Con el rigor analítico de los pragmatistas de Nueva Inglaterra y la calidad literaria de un escritor europeo, Santayana es un filón de observaciones cortadas con elegancia en la cantera del lenguaje. Este artículo se inspira en una de estas proposiciones concisas y brillantes.
Es la siguiente: “Las ideas se convierten en creencias sólo cuando, al precipitar tendencias a la acción, me convencen de que son signos de cosas”. La frase vale por todo un ensayo de Ortega y Gasset, quien, diecisiete años después del libro de Santayana de donde proviene la cita y dando un rodeo oratorio, intentó decir en ‘Ideas y creencias’ lo mismo que dice Santayana con estricta economía de palabras. Sin embargo sin conseguirlo del todo, porque Santayana distingue con pulcritud entre el ‘sentimiento’ de que algo acontece y la ‘creencia’ de que lo que registra la conciencia es la transcripción de un acontecimiento que ya ha tenido lugar. Es decir, un hecho que se engarza dentro de la secuencia de causas que sostienen la temporalidad. A esta creencia, Santayana le llamaba “fe animal”, porque todo ser vivo depende de ella para sobrevivir. El animal debe “creer” instintivamente en la realidad de los cambios en el ambiente para poder responder, ya sea atacando o huyendo. Pero para un animal intelectual, el ‘homo philosophicus’, todo es más complicado. El cambio puede perfectamente ocurrir en una intuición sin trascenderla, al igual que en el sueño actuamos sin que la acción tenga ningún efecto en la vigilia. A la apariencia o representación ideal de cambio Santayana la llama «cambio espurio».
Volviendo al inicio de este artículo con la ventaja de la distinción analítica de Santayana, es fácil darse cuenta de que “el proceso” sólo se convirtió en motor de cambio real cuando la independencia pasó de ser una idea a ser una creencia. Sólo cuando precipitó en acción el independentismo pudo convencer de que a la imagen ideal le correspondía un objeto dudoso y precario pero real. No me refiero a la república, que hasta ahora no ha entrado en la esfera política más que como virtualidad principalmente retórica, sino en el independentismo mismo en tanto que lo bastante capaz para inducir cambios determinantes en la sociedad. Cuando el cambio es real y no una abstracción, debe haberse producido antes de que nos diéramos cuenta, pues un cambio es la diferencia entre un estado de cosas A y un estado de cosas B como resultado de una acción. Si el independentismo es acción y no una idea inconsecuente, debe admitirse que en el instante en que se le reconoce la capacidad de modificar la realidad el cambio ya se ha producido. El Estado español reconoció francamente esta capacidad poniendo en marcha la operación Cataluña mucho antes del Primero de Octubre y ordenando los primeros encarcelamientos proactivos. El referéndum, como se comprobó durante el juicio en el Tribunal Supremo, se convirtió en su racionalización retrospectiva. Por más que el Estado lo utilizara para justificar la represión, el referéndum no fue el detonante del cambio, como tampoco fue la “rebelión” que la fiscalía se esforzó por construir deductivamente. El incidente eficaz, que inició una cadena de acontecimientos sin conclusión predecible, fue pasar de la intuición del cambio a la fe en un cambio de consecuencias irreversibles.
Si el independentismo tuvo un comienzo alguna vez, se tuvo que producir en unas circunstancias distintas de las que conforman la etapa posterior, en las que el independentismo se convirtió en un objeto político identificable, hoy en riesgo de encantarse y quedar fuera de la historia, convertido en ideología. Si el independentismo irrumpió en la historia cuando la idea atmosférica se precipitó en tendencia a actuar, la misma historia, una vez transformada por los acontecimientos, ya no permite reubicarlo en las circunstancias de cuando la fe dormía en brazos de la intuición. Creer posible recoger los vientos de la historia implica ubicar los cambios habidos y por haber en una perspectiva temporal única, como si fueran todos subsumibles en una imagen unidireccional de progreso o regresión. Una imagen de la totalidad que los políticos, traficando con el cambio espurio, se ven capaces de conducir o reconducir a voluntad. El cambio es siempre irracional y fuente de dolor y no sólo de esperanza. Cada final de año, con el cambio de fecha, nos acerca más a la muerte. Pero también nos recuerda que, más allá de los hechos pasados, que fueron pero ya no son estados de conciencia, los hay que todavía esperan su turno entre bastidores. Hechos de los que no tenemos experiencia directa, que son objeto de fe y sin embargo indispensables para la inteligencia.
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