Como lo tenemos muy cerca, también es la hora de decirnos «toda» la verdad. Para no decepcionar a nadie. Para saber qué ponemos en riesgo. Para que nadie pueda decir que le engañaron. Para que no pase que quienes hayan aguantado bien el combate hasta la independencia, luego no piensen que se equivocaron. He aquí, pues, tres cuestiones fundamentales.
1. El camino que han hecho los catalanes hacia la independencia se inicia por una mezcla de dos elementos de naturaleza diferente, asumidos en proporciones diversas según la posición y la conciencia política de cada uno. Por un lado, está el descubrimiento del desamparo y maltrato de España a los intereses de los ciudadanos de Cataluña. Por decirlo a lo bruto: muchos se han ido dando cuenta de que ser españoles es un muy mal negocio. Pero, por otro, está la respuesta a la humillación a la que fuimos sometidos con la arrogante respuesta española ante el fracaso de la reforma del Estatuto y que no ha cesado de manifestarse hasta ahora mismo. Esto último funcionó como desencadenante de la toma de conciencia de ese maltrato que ya venía de antiguo. La humillación, sin embargo, no va de intereses, sino que ofende a la dignidad. Se entiende que se haya acentuado la conciencia del maltrato y las ventajas materiales de la independencia, pero hay que saber que también es por donde el Estado español nos podría doblegar en el futuro. En cambio, la ofensa a la dignidad nacional es una dimensión que no admite transigencia ni pacto. Y todo empezó por aquí. La ilusión que ha acompañado el proceso ha venido más de la posibilidad de reivindicar la dignidad que la de la de ventajas materiales. Obviar este hecho sería abocar el proceso, tarde o temprano, al fracaso.
2. La popularización del proceso arrancó a finales de 2006 y se ha fundamentado en la evidencia de poder hacer un país mejor: más justo, más próspero, más libre. El Estado no nos ha fallado en ningún momento exasperando la ambición secesionista. Por si fuera poco, la crisis económica ha contribuido a hacer visible la debilidad de los instrumentos del autogobierno para poder responder a la misma. Y hemos destacado a la hora de dibujar la cara positiva de nuestra ambición. Sin embargo, me temo que hemos hablado poco de las responsabilidades que iban asociadas al hecho de tener un Estado propio. Hasta ahora hemos podido ignorar la cara oscura del papel del Estado debido a que pertenecíamos a uno que no considerábamos nuestro y que, ficticiamente, pensábamos que sus decisiones no nos alcanzaban. Pero cuando tengamos nuestro propio Estado ya no podremos derivar las culpas de los fracasos, ni la responsabilidad de los errores, ni el hecho de tener que asumir responsabilidades antipáticas a ningún adversario externo. Cobrará impuestos, pondrá orden y hará respetar la ley, deberá garantizar la defensa y seguridad… Sí, sí: lo haremos mejor, pero habrá que hacerlo. La sonrisa de nuestra revolución, de vez en cuando, deberá ponerse seria y más de una vez tendremos que poner cara de circunstancias. Los catalanes no tenemos memoria de lo que es el poder de un Estado. Sé que me repito, pero ahora que nos gusta poner Dinamarca de modelo, repito que haríamos bien en mirar con atención la serie televisiva Borgen para saber de qué va.
3. Inevitablemente solemos proyectar nuestros deseos, intereses e ilusiones en la Cataluña independiente. Pero tenemos un país diverso y hay deseos, intereses e ilusiones no sólo diferentes, sino radicalmente contrapuestos. Y estas diferencias se dirimen democráticamente, con mayorías que gobiernan legítimamente y con minorías que tratan de llegar al gobierno. De modo que es muy importante que se sepa diferenciar la aspiración a la soberanía -donde nos podemos encontrar todos- de las ambiciones particulares. La única respuesta legítima a cómo será una Cataluña independiente es que será como quieran las mayorías conseguidas democráticamente. ¿Tendremos un sistema fiscal más eficiente y redistributivo? ¿Podremos hacer políticas sociales más justas? ¿Las políticas económicas asegurarán más trabajo para todos? ¿Una enseñanza y una sanidad públicas aún más sobresalientes? Hasta aquí, todos de acuerdo. Pero las maneras de conseguirlo se dilucidarán democráticamente. Personalizo la reflexión: yo no renunciaría a una Cataluña independiente aunque tuviera la convicción de que la acabarían gobernando políticos radicalmente contrarios a mis ideas. Y ahora generalizo: no conseguiremos la independencia si no hay una mayoría que la quiera renunciando a la garantía de que los «suyos» la gobiernen.
En resumen: que no se pierda de vista que la dignidad está por encima del interés, que la ilusión no se puede desvincular de la responsabilidad y que el día siguiente de la independencia se gestionará democráticamente. Tres obviedades que sería funesto olvidar.
ARA