El uso de armas químicas contra la población civil es uno de los episodios más desconocidos de la historia colonial española en el norte de África.
El motivo de esta ausencia es doble. Por un lado, el Protectorado de Marruecos ha ocupado un lugar secundario en la memoria histórica de los españoles. Generalmente vinculado a derrotas militares, como las del Barranco del Lobo (1909) y Annual (1921), y a alguna victoria, como la de Alhucemas (1925), la historia del Protectorado (1912-1958) ha solido aparecer en las narrativas españolas cuando lo ocurrido en África ha tenido un impacto directo en la Península Ibérica.
Enero de 1922. Guerra del Rif. Meses después de la batalla de Annual (julio-agosto de 1921) los restos continúan dispersos. Wikimedia Commons
En segundo lugar, el uso de gas mostaza contra la población civil en los años 20 del siglo pasado fue un acto de guerra ilegal, contrario a convenios internacionales de los cuales España era signataria, por lo que los gobiernos hispanos intentaron mantenerlo oculto.
Que el gran público desconozca el uso de armas químicas en la Guerra de África no quiere decir que los historiadores no hayan tratado el tema. Los estudios de Sebastian Balfour, María Rosa de Maradiaga, Carlos Lázaro y, más recientemente, Daniel Macías han analizado uno de los aspectos más oscuros de la guerra colonial.
Estos historiadores coinciden en que lo que llevó a los españoles a decantarse por la utilización de armas químicas fue una mezcla de deseo de venganza contra los rifeños, en particular tras el Desastre de Annual, y de pragmatismo militar, ya que el uso de gases tóxicos permitía disminuir el número de soldados propios implicados en el conflicto y, por lo tanto, la cantidad de bajas.
Aunque se ha comentado que España fue el primer país en utilizar armas químicas contra la población civil, es difícil decirlo de un modo categórico. Los británicos fueron acusados de usar gases tóxicos contra la población rebelde en Mesopotamia (hoy Irak) en 1920, pero parece que por cuestiones técnicas no pudieron hacerlo.
La guerra de África
La Guerra del Rif tuvo su origen en la expansión colonial europea en el norte de África a principios del siglo XX. Los tratados de Algeciras (1906) y Fez (1912) crearon un protectorado español y otro francés en el norte de Marruecos. Las tensiones con las tribus rifeñas fueron constantes en el protectorado español desde el principio y el ejército se vio obligado a mandar un número importante de soldados de reemplazo a África.
En España la guerra se volvió muy pronto profundamente impopular, en particular entre las clases bajas que no podían pagar para librarse del servicio militar. En julio de 1909 una movilización de tropas decretada por el gobierno de Antonio Maura dio lugar a virulentas protestas en Madrid y Barcelona, que desembocaron en la Semana Trágica en la capital catalana.
En los años sucesivos, los enfrentamientos y escaramuzas entre españoles y rifeños fueron constantes. En 1921, la rebelión de las cabilas rifeñas se extendió por la mayoría del protectorado español. En julio de ese año, un intento de ampliar el dominio territorial del protectorado liderado por el general Manuel Fernández Silvestre acabó con una sonada derrota, la muerte de unos 8 000 españoles y una profunda crisis política en la Península Ibérica.
La decisión de utilizar armas químicas en el conflicto se tomó a finales de 1921, tras el desastre de Annual. En un principio, España tenía un problema fundamental, ya que, al no haber participado en la I Guerra Mundial, carecía de un arsenal de gases tóxicos.
Sin embargo, los españoles aprendieron rápido y, en junio de 1922, la Comandancia General de Melilla ya había instalado un taller para producir “proyectiles de gases” para cañones con los que se bombardeaba al enemigo desde posiciones terrestres.
En octubre de ese año, el rey Alfonso XIII auspició una comisión en la que se propuso que la aviación utilizara armas químicas. Pocos meses más tarde, los pilotos españoles comenzaron bombardear a los rifeños con gas mostaza. En un principio las acciones de la aviación española no fueron muy numerosas. La fuerza aérea no tenía muchos aviones y las bombas escaseaban.
Dictadura militar
Retrato del general Miguel Primo de Rivera. Archivo Moreno, IPCE, Ministerio de Cultura y Deporte
Pero las cosas cambiaron considerablemente con la llegada al poder del dictador Miguel Primo de Rivera en septiembre de 1923, quien dio una importancia especial a la utilización de armas químicas. En pocos meses, la Dictadura incrementó de un modo notable el número de bombardeos aéreos. En 1924, según recogía un informe de subsecretario del Ministerio de la Guerra, las factorías armamentísticas “se pusieron en régimen de trabajo día y noche”, llegando a producir “350 bombas diarias” en la Fábrica de Artillería de Sevilla.
Se incrementó, así, el uso de gases tóxicos, en particular iperita, y bombas incendiarias. A principios de 1924 llegaron a Melilla técnicos alemanes para ayudar en la fabricación de armamento químico. A finales de 1924, España comenzó la producción sistemática de bombas de iperita para la aviación.
Aunque no fue la primera ni la única, una fábrica importante fue la de La Marañosa, a las afueras de Madrid. Destacó en la producción de gases tóxicos por parte de ingenieros alemanes durante la dictadura de Primo de Rivera. Luego, durante la Segunda Guerra Mundial, las autoridades franquistas permitieron a los técnicos nazis que reconstruyeran la fábrica para suministrar armas al Ejército alemán.
El uso de armas químicas cobró más relevancia en los años 1924 y 1925 al replegarse las tropas españolas en un espacio relativamente pequeño del Protectorado. La denominada Línea Estella dejó en manos de los rifeños tres cuartas partes del territorio español, lo que permitió al Ejército primorriverista utilizar gas mostaza en amplios sectores controlados por los rebeldes.
Los aviadores españoles bombardearon poblados y zocos, ya fuera el día de mercado o la víspera, de manera que, dada la persistencia de la iperita, el lugar quedaba contaminado durante dos o tres semanas.
El uso sistemático de iperita, que provoca quemaduras en la piel, inflamación de los ojos, ceguera, vómitos y, por supuesto, asfixia, contra la población no combatiente nos muestra la poca consideración que tenían Primo de Rivera y sus oficiales por los civiles rifeños.
Viñeta de Manuel Tovar en la que se muestra a un rifeño vencido por la contraofensiva, en La Voz el 23 de septiembre de 1921. La Voz/Wikimedia Commons
Deshumanización y brutalidad
Como en tantos otros casos de colonialismo europeo a principios del siglo XX, muchos españoles consideraron a la población colonizada como unos animales bárbaros e incivilizados, que no alcanzaban la categoría de seres humanos. Este proceso de deshumanización fue fundamental para poder gasear a mujeres y niños sin que, según los datos que tenemos, se produjeran protestas significativas entre la oficialidad española.
Los rifeños por su parte respondieron con un alto nivel de brutalidad. Los prisioneros españoles fueron, a menudo, utilizados como escudos humanos ante los bombardeos de la aviación colonial. Tampoco faltaron las decapitaciones de pilotos españoles capturados por las tropas de Abd-el-Krim –el cabecilla de la resistencia contra las administraciones coloniales de España y de Francia durante la guerra–. Este tipo de actuaciones, sumadas a la fama de traidoras que atesoraban las tribus rifeñas, intensificaron la idea del marroquí como salvaje que tenía que ser civilizado por el colonizador europeo.
El empleo de gases tóxicos comenzó a reducirse tras el éxito español en el desembarco de Alhucemas en septiembre de 1925. A medida que las tropas españolas fueron recuperando territorio, la utilización de las armas químicas se hizo menos práctica debido, precisamente, a la contaminación que producían en el terreno bombardeado.
El fin de la guerra en julio de 1927 supuso el abandono de la utilización de los gases. Atrás quedaban miles de rifeños y españoles muertos y miles de marroquíes con quemaduras, ceguera y enfermedades respiratorias. Atrás quedó, además, el recuerdo de una guerra salvaje, en más de un aspecto, que vino a forjar una parte fundamental de la historia de España en el siglo XX.
The Conversation