Es imposible leer la denominación ‘Gran Dimisión’ o ‘Gran Renuncia’ sin sentir un cosquilleo de emoción auroral. Luego, cuando uno se acerca un poco más al fenómeno, con más penumbras que certezas, el ánimo se enfría rápidamente. Es verdad que en los últimos meses alrededor de nueve millones de estadounidenses han dejado voluntariamente su trabajo, pero la ola ha llegado muy amortiguada a Europa y casi desvanecida en España. La ‘Gran Dimisión’ o ‘Gran Renuncia’ parece reducirse a Estados Unidos, un país en el que hay muy poca protección laboral y donde, al mismo tiempo, no hay paro, lo que induce y permite los desplazamientos. En España, por ejemplo, las condiciones de trabajo son precarias, pero el desempleo es altísimo, por lo que no parece fácil dejarse llevar por la tentación de una aventura sin retorno. Nadie puede poner en duda el cansancio de mucha gente y la creciente resistencia a aceptar salarios de hambre y horarios de hierro, pero no parece prudente hablar de una inversión de la relación de fuerzas entre el capital y el trabajo. La ‘Gran Dimisión’ o ‘Gran Renuncia’ -tengo esta impresión después de leer algunos estudios- se limitará a una pequeña recomposición de los mercados laborales después de una pandemia que ha introducido nuevos hábitos tecnológicos y la necesidad de algunas reformas sectoriales.
Más interesante me parece el cosquilleo que ha producido en nuestra imaginación, tan pobremente regada en los últimos tiempos. Más allá de la adicción mediática a los grandes titulares y mayúsculas, creo que en la ‘Gran Renuncia’ o ‘Gran Dimisión’ se han volcado los sueños frustrados de una Gran Fuga beethoviana. Todas las grandes catástrofes -guerras o pandemias- generan la ilusión religiosa de una palingenesia o, en términos informáticos, de un radical reformateo general. Se ha hablado mucho del “retorno a la normalidad”, pero este deseo era inseparable de otro tan ancestral como decisivo: el deseo de que ocurriera algo, que las vidas se dieran la vuelta, que la pandemia nos proporcionara la oportunidad de un “cambio de alma y de civilización”. El alivio de la vuelta a la normalidad, muy limitada y seguramente imposible, se ve acompañado del desasosiego de que todo siga igual: los mismos trabajos, los mismos placeres, la misma desconfianza en el futuro. Esta frustración se ha liberado en la fantasía de una ‘Gran Dimisión’ o ‘Gran Renuncia’, molde de nuestros sueños milenaristas reprimidos: punto de escape de una imaginación hasta ahora sin salida. “Incluso los ejércitos de mi imaginación sufrían derrotas”, escribió Pessoa. La ‘Gran Dimisión’ sería y –no es poco– la primera victoria de nuestra imaginación, escribió Pessoa.
No hay, pues, ‘Gran Fuga’, entre otras razones porque, si lo intentáramos, ¿a dónde huiríamos? El pueblo judío de la Biblia huyó de Egipto a la tierra de Canaán, donde se dedicó al pastoreo y al cultivo; las víctimas de la descomposición del Imperio Romano se convirtieron al cristianismo y huyeron al desierto; los negros cimarrones huían de la esclavitud para organizarse en ‘quilombos’ en la montaña, y los maltratados por la justicia huían a la sierra o a la selva y constituían guerrillas. ¿A dónde podríamos huir hoy? Esta sensación de claustrofobia, creo, explica la felicidad imaginaria de una gran dimisión, pero obliga, sobre el terreno, a movimientos introspectivos. Quiero decir que, si uno no puede huir hacia el exterior, huye adentro de sí mismo o dentro del recinto cerrado en el que discurre su vida. Hay quizás una ‘Gran Fuga’, sí, pero es la ‘Gran Fuga’ de los ricos hacia formas de austeridad elitistas, a la espera de poder escapar materialmente a Marte; la ‘Gran Fuga’ de un sector de la clase media hacia el teletrabajo; la ‘Gran Fuga’ del voto hacia partidos destropopulistas extremistas; la ‘Gran Fuga’ de la razón hacia negacionismos y rebeldías esotéricas; la ‘Gran Fuga’ hacia el interior del alma, colgada, como unos calzoncillos sucios, en las tripas de internet.
Existe, eso sí, la pequeña y constante fuga reprimida de los cuerpos hacia las fronteras, por las que se cuelan, a pesar de los golpes, los que acabarán pagando nuestras pensiones y cuidando a nuestros padres. Y está, claro, la ‘Gran Quedada’, la de esa mayoría que se queda atrapada en los trabajos de mierda y en los placeres de mierda; y que sigue cultivando, malhumorada, su razón marchita; y que se vacuna confiando en la ciencia y desconfiando de las farmacéuticas; y que cree que la tierra es limitada y redonda; y prefiere los Reyes Magos a los extraterrestres.
Si no se puede organizar la ‘Gran Fuga’, es necesario organizar la ‘Gran Quedada’. A esto se le llama -o debería llamarse- política. Después de la pandemia –si es que podemos hablar en pasado– mucha gente sueña con ‘Grandes Dimisiones’ colectivas y se queda con las ganas de cambiar de vida y de placeres. Si no encontramos una alternativa, si no nos damos razones y medios para quedarnos, la imaginación lenitiva de una ‘Gran Renuncia’, desecada de nuevo, dejará paso a más y más numerosas ‘Grandes Fugas’ internas: tras los muros, hacia nuestros idénticos, contra los demás.
ARA