Supongamos a modo de hipótesis que la geografía determine el carácter de una sociedad más que las viejas fórmulas del siglo XIX: la personalidad excepcional y la lucha de clases. Supongamos, además, que la geografía es la causa primera y más permanente de la identidad, como sugería Fernand Braudel en «L’identité de la France», el libro con el que el historiador francés coronó su magna obra. Sin caer en la dialéctica materialista, los libros de Braudel combinan la macrohistoria y la microhistoria. El historiador muestra la importancia del clima, la orografía y la geopolítica en los asuntos humanos. No es que las famosas leyes de la historia se diseminen con un viento de condiciones meteorológicas y constantes paisajísticas, sino que esas leyes se matizan y colorean con la concreción circunstancial del teatro de la historia.
Que la geografía es un elemento primordial en la vida de los pueblos no es ningún descubrimiento de la escuela de los Annales. Los griegos la emplearon para derrotar la escuadra persa en el estrecho de Salamina; Wellington aprovechó una elevación del terreno en Waterloo para preservar sus tropas y lanzarlas sobre Napoleón en el momento oportuno; la gran novela épica del siglo XIX, ‘Guerra y paz’, hace del clima y la geografía de Rusia aliados naturales del mariscal Kutúzov, personificación del héroe popular. De la intuición y aprovechamiento de las oportunidades ofrecidas por el escenario en momentos decisivos podría llamarse, empleando el neologismo de Mijail Bakhtin, conciencia del cronotopo (1). Para captar su alcance, basta con tener en cuenta un hecho tan pleno de consecuencias como fue el tránsito de la cosmografía antigua a la moderna, cuando la humanidad pasó de la representación plana de la tierra a la esférica.
La geografía es indiscutiblemente un saber primordial. ¿Pero cuál es la esencia de este saber? El meollo de la idea geográfica la hace claramente afín a la geometría. Si la primera es la ciencia de representar la tierra, la segunda es la de medirla. Y medir significa determinar las distancias en el espacio. Pero el espacio ha sido concebido de formas muy diferentes a lo largo de la historia. El espacio euclídeo es plano, bidimensional e infinito. El espacio newtoniano añade su tercera dimensión. Ambos son invariables y por tanto sirven de referencia absoluta para el movimiento de los cuerpos. Pero he aquí que la Teoría General de la Relatividad dice que el tiempo y el espacio son inseparables y que les afecta la masa y la energía. Dicho de otra forma: geografía e historia son inseparables y los acontecimientos dependen de factores como la masa y la energía de los pueblos en movimiento.
Que los vikingos de Eric el Rojo llegaran a Groenlandia resultó históricamente intrascendente. En la Europa del siglo X no había suficiente energía social ni económica para acercar a las masas continentales. Por el contrario, durante la expansión del Renacimiento, la voluntad de recortar la distancia entre Europa y Asia empezó la labor de circunscribir y condensar el planeta, con irreversibles consecuencias en todos los órdenes de la vida. Una de ellas, la identidad. Basta con pasar revista a la desaparición de culturas y lenguas a raíz de la colonización del Nuevo Mundo, homogeneización paralela a la formación de las identidades nacionales, surgidas del derribo de legitimidades y jurisdicciones medievales en el viejo continente. En estas nuevas formaciones, ¿desempeñaba un papel determinante la geografía? Si creemos los mitos nacionales, sí. Por ejemplo, el de la preformación natural de Francia como un hexágono, que sin embargo costó muchas guerras llenar con la lengua y las costumbres francesas. Un hexágono todavía imperfecto, si tenemos en cuenta la extensión de la soberanía francesa sobre Córcega y Nueva Caledonia. Pero los mitos no prestan atención a las contradicciones.
La distancia, más que la orografía o el clima, desempeña un papel decisivo en los destinos de los pueblos. Las distancias y la enormidad del espacio han sido siempre los grandes aliados de Rusia durante las invasiones. La distancia y el océano hicieron posible la independencia de las colonias americanas, tanto las del norte como del sur, y explican la dificultad de las europeas para obtenerla. Irlanda tardó mucho más en librarse del dominio inglés que las colonias inglesas de América. Escocia aún no lo ha logrado. Y Cataluña tampoco. No ayuda la yuxtaposición territorial con la metrópoli ni el encogimiento de la distancia cultural, sentimental y lingüística.
Si se insiste en proclamar el trabajo de la ‘longue durée’ (que en historia desempeña el papel de eternidad) como garantía de la esencia de las naciones, es necesario preguntarle por el mecanismo causal que liga un epifenómeno cordial y a menudo intuitivo, como es la identidad, a regularidades externas como el régimen de los vientos y las lluvias, la fertilidad o aridez del suelo, la rugosidad o dulzura del terreno, la fragosidad de la costa o la presencia de puertos naturales. Y por qué estas peculiaridades pesarían en la conciencia de un pueblo o en su talante reflejo más que la acumulación y superposición de factores directamente humanos, como las guerras, las invasiones, la persistencia, desaparición o sustitución de cultos, los modelos propuestos en la admiración, la proporción entre racionalidad y superstición, la forma de gobierno, etc. En este caso como en otros, la dificultad de avanzar de la abstracción al conocimiento efectivo radica en la confusión, ya advertida por Spinoza, entre lo que sólo existe en el entendimiento y lo que efectivamente existe en la cosa en sí. El entendimiento, dice Spinoza, no es capaz de bajar de los axiomas universales a lo particular, pues los axiomas son ilimitados (es decir, que la generalización no tiene metas) y no inclinan el entendimiento a contemplar algo particular más que cualquier otra cosa.
Si sólo hablamos de la determinación de la identidad por la geografía o el espacio no habremos dicho nada. O, mejor dicho, sólo habremos emitido palabras, creyendo erróneamente que a mayor abstracción más comprensión. Vemos, por ejemplo, la relación de la geografía con la identidad catalana. Históricamente, los catalanes comienzan a diferenciarse de los francos (con los que los castellanos del siglo XII todavía identificaban, como lo demuestra el ‘Cantar de mio Cid’) en virtud de la distancia entre la periferia pirenaica y la sede imperial carolingia. En los siglos VIII y IX, la distancia permitió a los comités encargados de la defensa de la frontera con el islam convertirse en independientes y de forma similar a los colonos estadounidenses del siglo XVIII de establecer jurisdicciones locales que, coaligadas, fomentarían el surgimiento de la etnia catalana. La distancia respecto al seno del imperio carolingio quedaba modificada por la energía de los pobladores de la frontera y cristalizaba en la ‘Cataluña Vieja’. Mirando el mapa de los llamados Països Catalans –una nomenclatura cada vez más desiderativa que objetiva–, se puede comprobar que la forma que tomaron estos territorios en el espacio euclídeo dependió mucho menos de los accidentes del territorio que de la masa demográfica disponible y de la energía que esta masa fue capaz de generar militar, política y culturalmente. La forma con la que estos países se dibujan todavía hoy sobre el mapa de la península ibérica muestra claramente el adelgazamiento progresivo del territorio que los catalanes fueron capaces de ocupar, impregnar culturalmente y conservar durante los siglos de expansión y conquista. La forma del territorio “de Salses a Guardamar” aparece aún más escuálida si quitamos los territorios originalmente de habla aragonesa y hoy castellana a poniente del País Valenciano. Pero no es sólo en el País Valenciano sino en el conjunto del mapa de estos países donde la catalanidad se encuentra en franco retroceso. Fundada en la idea de comunidad lingüística y no en lazos de unión política o sentimental, la idea moderna, fusteriana si se desea, de comunidad nacional entre “países” potencialmente federables contrasta con el uso real de la lengua, prácticamente extinta en muchos lugares históricos de la catalanidad. De esta identidad surgida de una historia que hoy no pasaría el filtro de la corrección política, es insensato esperar su restauración por cuenta de constantes geográficas, cuya rápida alteración pone de manifiesto el cambio climático.
Si la geografía y la distancia tienen un papel decisivo en la formación de la identidad, ¿no tendrán también algo que ver con la disolución? La distancia entre Madrid y la costa Mediterránea se ha acortado radicalmente con los avances del transporte y la comunicación. El ferrocarril y las carreteras radiales, la prensa nacional y provincial, la radio y la televisión estatales del siglo pasado, el AVE, las autopistas y los aviones de este siglo han transformado las zonas más populosas del País Valenciano en extensiones de Madrid, mientras las Islas se convertían en un bocadillo con una población autóctona comprimida entre el turismo extranjero y una inmigración española reclutada para suplir las necesidades de la hostelería. Cataluña, el único de los territorios “federables” llamado mediante el epónimo y no con el nombre de una ciudad, isla o comarca, ha resistido mejor por este motivo la absorción en la españolidad, pero también sufre cada vez más el efecto de los vasos comunicantes por el enorme desequilibrio de la presión entre los vasos.
Querer hacer de la geografía el garante de la catalanidad significa agarrarse a una abstracción como mesa de salvación. Es confiar en que la geología, la climatología y las ciencias ambientales hagan el trabajo que las personas no saben o no pueden hacer. Es creer que las montañas y las playas, que hoy atraen a turistas y residentes de todas partes, recompondrán, por obra y gracia de la larga duración, el carácter histórico de una demografía de aluvión que se nivela dentro del marco normativo español. La geografía ha sido decisiva en la configuración de las identidades de Europa, pero lo que más diferencia al viejo continente de los demás, con la excepción quizá de Asia, es la ‘gravitas’ histórica, la acumulación de hechos memorables y su peso en la memoria de los pueblos.
La historia, que no se convirtió en un conocimiento especializado hasta el siglo XVIII, ha madurado paralelamente a las identidades nacionales modernas. La historia es, esencialmente, historia de los hechos, de las acciones y decisiones humanas, es conciencia del devenir en lugar de la conciencia estática del ser en los pueblos antiguos. Es cuando los pueblos se hunden en el fatalismo de la naturaleza cuando dejan de ser actores y se entregan a la contemplación y al sueño. Entonces se confían en los mitos, de los que la historia es una hija emancipada tras un gran esfuerzo de objetividad y control del apego desiderativo.
(1) https://webs.ucm.es/info/guias/obras/discurso/Tema%205c.%20Bajtin.%20Cronotropo%20y%20novela.pdf
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