Entre los casos de violencia de género, el año pasado ocurrió un suceso que conmocionó a las gentes del lugar. Una joven donostiarra fue asesinada por su compañero, junto con su hija, en Hendaia. Como sociólogo (además de ciudadano y simple persona impresionada), me interesaba el caso, pero para entender el trasfondo de estas situaciones me encontré con el desconcierto de que no entraba en las estadísticas, en ninguno de los cuadros que manejamos, en ninguna de las cifras con que nos embrolla la prensa. Las asociaciones feministas que se movilizaron hablaron de setenta y dos muertes, setenta y dos mujeres asesinadas en estas violencias de género en España.
Pero Hendaia no es España. En este desenfoque de la realidad, que nos llega de todos los medios públicos, nos señalan una perspectiva que nos descoloca. Que nos falsea la mirada. Nos es más cercano un hecho ocurrido en Algeciras (Andalucía), en Canarias (África), en Madrid (…), que lo acontecido en Hendaia.
No tiene sentido. Y por si alguien me empieza a recitar la letanía de las veleidades tribales, esencialistas y nacionalistas, le digo de antemano que no. Que Hendaia o Baiona es más nuestra sociedad, nuestra realidad cotidiana, más nuestro mundo económico, de diversiones, de flujos de población, de viviendas, de movidas, de infraestructuras, de relaciones personales, que Murcia o cualquiera de los de España.
¿Cómo podemos conocer, transformar, construir nuestra comunidad, si ni siquiera la tenemos enfocada? ¿Cómo vamos a ejercer nuestros derechos de ciudadanía si no existe el marco real, cotidiano, de libertades y decisiones políticas, el ajustado a nuestra sociedad, si ésta no está establecida? ¿Cómo, si está desmembrada?
Hace unos días se publicó un artículo de prensa (En busca de la fotografía real de Euskal Herria, Juan Mª Arregi) que insistía en estas circunstancias. Decía, en este sentido, que «somos y pertenecemos a un pueblo, Euskal Herria, y sin embargo, desde el punto de vista socio económico, como desde tantos otros, lo desconocemos tal cual es o lo conocemos distorsionado, partido, seccionado, separado, aislado».
He ahí el problema. Pero a medias. Sin llegar a sus últimas consecuencias. Estamos tan distorsionados que nos limitamos a utilizar categorías que nos disminuyen, parciales, ideológicas, en cualquier caso retóricas. De discurso. En esta tierra habita un pueblo, por descontado. Pero también es una comunidad nacional; y alberga una nación, la vasca. Y ha dispuesto de un Estado, el navarro, que le permitió constituirse en su tiempo en sociedad desarrollada, Estado que le fue arrebatado. Lo destaco porque es importante no olvidar en el tintero las claves básicas de pensamiento, de acción social, colectiva, para que no salga, tomando el título, la foto de la realidad movida. Desenfocada. No sea que nos encontremos con que lo que le sucede a una de nuestras jóvenes, al lado, en la localidad vecina, quede fuera de nuestra incumbencia, mientras cargamos con todos los cuadros, los títulos, los ladillos y ladillas de la prensa española.
Hoy no son cinco las administraciones que nos distorsionan, como entiende Arregi, sino por lo menos siete: la española, la francesa, la vascongada, la foral navarra, la de Pirineos Atlánticos, la de Cantabria (Truzios) y la castellana (Argantzun y Trebiñu). No tiene lógica, ni pies ni cabeza, que en el siglo XXI una sociedad que debe racionalizar su territorio, sus inversiones y dimensiones socioeconómicas, la educación de sus nuevas generaciones, sus infraestructuras, sus medios de comunicación, su marco de relaciones laborales, etc, etc, etc, se vea dispersa por razón de intereses ajenos que la desvertebran y descalabran.
En efecto, como decía el autor, hoy ninguna organización ni institución aporta, en lo social, en lo económico, en lo colectivo, una imagen completa del país. Ni conjunta, ni detallada. Para ello, tan importante en la vida de las sociedades a efectos económicos, pero también simbólicos, imaginarios, para situarse a la hora de comprar una casa, montar un taller o elegir el sindicato que te representa, se necesita un instrumento competente, que en las presentes circunstancias sólo lo aporta una administración integral. Un Estado propio. Es decir, sólo puede venir de la recuperación de aquella organización estatal, propia, soberana, que nos fue arrebatada por las armas.
Como digo, hace falta una perspectiva de Estado para afrontar esa tarea. La alternativa es que el esfuerzo surja de la sociedad civil, pero siempre que la encare con esa misma perspectiva, o sea, de Estado, con la altura de miras necesaria. Pese a la buena intención de Arregi, y del proyecto que cita, no se puede afrontar esa empresa desde la improvisación, ni desde el grupo de amigos, ni desde la maniobra sectaria. No se puede actuar con la miopía de esas categorías parciales (pueblo, nacionalistas y no nacionalistas…) con que habitualmente nos situamos en el problema, a la defensiva. No se puede trabajar dejando fuera a profesionales competentes porque no son del sindicato o de la parroquia. El obrar con razones de partido o la idea de capitalizar semejante tarea, marginando a otros agentes, otras corrientes, otras expectativas, son la apuesta segura por la chapuza. En esas condiciones no merece la pena embarcarse en una nueva empresa.