Se ha convertido en un recurso general apelar a la necesaria cohesión de la sociedad catalana para poner objeciones a un proceso de independencia de Cataluña. El peligro de la fragmentación social se invoca no sólo por los unionistas que confían -¡todavía!- en un encaje feliz de los catalanes en España, sino también por los soberanistas dubitativos e incluso por muchos independentistas de vía lenta. Nunca nadie acaba de decir exactamente por donde se supone que pasaría la grieta de esta división, es decir, quienes son los que no aceptarían el resultado de un proceso de emancipación que -y en esto, el acuerdo es total- sólo sería legítimo en una expresión neta y ampliamente democrática. Ahora bien, aunque no se señale a nadie en particular, lo implícito es que la rotura vendría por parte de quienes, a pesar de ser una minoría, no aceptarían la ruptura necesaria del actual orden constitucional español. Es decir, de una minoría indeterminada de catalanes de lealtad nacional española.
Todo ello, cuando se analiza con una cierta perspectiva critica, es poco claro. En realidad, la verdadera amenaza a la cohesión social de los catalanes, ahora mismo, es la que afecta a una parte de los últimos catalanes recién llegados, de origen extranjero, que por la frustración de las expectativas de prosperidad con que llegaron, podrían ser -o sentirse- excluidos de una sociedad que ahora mismo no puede hacerles muchas promesas de futuro. Y a estas personas, la independencia de Cataluña no les cuestiona ninguna fidelidad nacional. Es decir, la única cohesión verdaderamente en peligro no tiene nada que ver con la independencia. Por el contrario, la independencia les supondría la posibilidad de participar en un renacimiento económico y de bienestar social que resolvería, en parte, el peligro de marginación social. La independencia, en este caso, sería una fuente de esperanza para la cohesión social del país
El otro punto confuso es suponer que la independencia sería la culpable de producir una fragmentación social. Como mucho, se le podría acusar de poner al descubierto la incapacidad de treinta años de estado autonómico para ligar una verdadera cohesión social, bien fuera habiendo creado un fuerte sentimiento de pertenencia español en todos los catalanes, bien fuera habiendo disuelto antiguas pertenencias de origen dentro del magma de una nueva sociedad catalana. Es decir, el peligro que realmente se invoca no es el de producir la división, sino, en todo caso, de destaparla. La fuerza de este tipo de miedos es que nadie sabe si el peligro es real o imaginario, ni qué dimensión puede llegar a tener. Muchas indecisiones políticas no se explican sin el supuesto de que hay un monstruo escondido que podría despertar y provocar grandes conflictos.
Lo que quiero señalar es que si fuera cierto que la independencia haría visible la fragmentación político-social de Cataluña, lo que estaría dando a entender es que lo que permite mantener el monstruo dormido es precisamente la dependencia política de los catalanes. O, dicho de otro modo, que a quien se carga con la responsabilidad de la cohesión sólo es la parte que renuncia a sus derechos de emancipación nacional, sometiéndose a la amenaza que hace la otra parte de despertar a la bestia y de provocar un conflicto. Considero que es muy importante entender este hecho: no es que la independencia tenga que romper un equilibrio estable, sino que es la dependencia actual la que permite que se mantenga un desequilibrio permanente. Sólo así se entiende que sea tan difícil hacer visible la evidencia de un expolio fiscal anual que duplica todo el déficit presupuestario, o las brutales desigualdades de trato entre regiones españolas que pueden hacer que unas tengan tres veces más de funcionarios por población ocupada o tres veces más de prestaciones sociales que las otras. De pequeños, para escarnecer a quien llevaba el monigote colgado sin saberlo, le cantábamos aquello de: «El burro lleva carga y no la siente».
Tres breves conclusiones finales ante este estado de cosas. Primera, soy de la opinión de que el peligro de ruptura social por la independencia, tal como se formula, no existe. Simplemente, se trata de uno de los miedos que hacen posible mantener el abuso. Segunda, no se puede negar que un proceso de independencia tendría su oposición y que desde fuera se podría tener la tentación de exasperar a una minoría resistente al proceso democrático que debería llevar a ella. Y tercera, esta resistencia no tendría necesariamente su más clara expresión entre catalanes de origen español, sino que sospecho que sería especialmente viva en catalanes hispanizados por razones de bolsillo, interés político, sentimientos, o todo a la vez, y favorecida por una especie de síndrome de Estocolmo -de simpatía por el secuestrador- poco o muy generalizada. Ahora bien, nada de todo eso tendría ya que ver con una amenaza a la cohesión social, en el sentido grave de la expresión, sino con las posibles resistencias autoritarias ante un proceso democrático.
Más claro, el agua: lo que posiblemente amenaza la paz social de los catalanes no es la independencia, sino el autoritarismo de los que la quisieran impedir.
ARA