Estos días parece obligado escribir sobre la guerra en Oriente Medio, una guerra de muchos años, a ratos mortecina, pero latente como los conflictos que llamamos de baja intensidad, porque son el ruido de fondo de nuestra vida. Hasta que resurgen como un volcán y lanzan el pus de una herida incurable. Si el conflicto en Oriente Medio amenaza un poco a todo el mundo es porque resulta imposible circunscribirlo a las partes e incluso a la región. Y así como los matrimonios desavenidos se enmarañan en reproches sin que se llegue a ver el principio ni el fin, Israel y los palestinos se encuentran condenados a una vecindad hostil sin aparente salida. La solución de partir el territorio en dos estados con fronteras reconocidas internacionalmente, que Yasser Arafat rechazó en 2000, hoy parece más improbable que nunca. Israel no tiene ninguna razón sólida para confiar en que los palestinos (con el apoyo de algunos países árabes) no utilizarían el Estado para fortalecerse militarmente y reanudar el objetivo de la OLP, y ahora también de Hamás, de expulsar a los judíos de una tierra de la que unos y otros se consideran los pobladores originarios.
Los acontecimientos de esta última semana ponen al resto de los mortales en un callejón ético sin salida, que también es político. Por un lado, nos conminan a tomar partido por razones morales, y por otro lado se esgrime la moralidad para quitarnos la libertad de juzgar los hechos en buena conciencia. Sin embargo, no es cierto que sea necesario tomar partido para condenar sin paliativos la incursión de Hamás, como tampoco para reprobar el bombardeo intensivo y extensivo de la franja de Gaza. Dejando a un lado las causas últimas, que siempre serán interpretables, la acción-reacción de estos días ha alcanzado un pasivo bárbaro a cuenta de las víctimas civiles de ambos bandos, entre otros mujeres y criaturas que en ningún sentido responsable de la palabra pueden considerarse terroristas. Rechazar que una carnicería justifique otra no es negar a Israel el derecho de defenderse respondiendo a un ataque que equivale a una declaración de guerra. Pero tan sorprendente como las manifestaciones acríticas contra Israel es dar un cheque en blanco al gobierno israelí para una operación sin límites, que fácilmente podría derivar en guerra total. En estos días muchos justifican una venganza de alcance colectivo con el argumento especioso de que no existe otra solución del conflicto.
La rabia por el asesinato a sangre fría de cientos de jóvenes en una ‘rave’ y de familias enteras en los quibutz, por la toma de rehenes o por todo ello, es fácil de compartir, pero estremece la mutación repentina de personas hasta ahora muy críticas con el gobierno ultraderechista de Netanyahu, que de repente desesperan de cualquier solución que no sea arrasar la franja de Gaza, como si dentro no malvivieran millones de seres humanos. Y, a la inversa, no he visto a ningún comentarista del mundo árabe condenar el ataque del 7 de octubre sin subterfugios.
Pero lo más preocupante es que el conflicto se haya trasladado de Oriente Medio a las universidades occidentales, que deberían ser espacios cuidadosamente reservados al conocimiento y al debate racional. Al día siguiente del ataque de Hamás, un exestudiante judío me envió un texto preguntándome si había visto determinados carteles en edificios de Stanford. Estaba indignado porque las autoridades académicas los habían hecho descolgar pero buscaban a los responsables no para castigarlos sino para indicarles los lugares donde estaba permitido colocarlos. Stanford es una universidad global con estudiantes de todos los países, razas y religiones. Si hay activismo en favor de Palestina, no hace falta decir que existe una organización judía muy influyente. He tenido estudiantes de las dos identidades sin bronca en el aula, pero estos días es muy difícil navegar en las aguas procelosas sin ser acusado de complicidad con unos o con otros. Incluso guardar silencio puede ser sospechoso, y de esta forma a la universidad se le revoca su estatus puramente cognitivo. Ahora bien, que la universidad tomara partido colegiadamente en una determinada crisis política implicaría tener que tomar partido en todas las causas que afecten a cualquiera de los grupos nacionales o étnicos dentro de la circunscripción del centro. He tenido, por ejemplo, estudiantes de Yemen en plena guerra civil de ese país, estudiantes turcos y armenios, indios y pakistaníes; tengo colegas ucranianos en un departamento en el que hay estudiantes rusos. ¿Qué pasaría si la universidad tuviera que tomar posición en relación con todas las guerras y conflictos como hay en el mundo? No cuesta nada entender que la misión educativa y los valores que dan sentido a la institución resultarían dañados y se convertirían en inoperantes. Por eso el rectorado de Stanford emitió una declaración de neutralidad como condición de la libertad de expresión de todos los miembros de la comunidad académica, recordando que el techo de tolerancia antes de que una expresión pueda considerarse ilícita es muy alto. Adoptar posiciones institucionales en cuestiones políticas tiene consecuencias para otras cuestiones sobre las que la Universidad no se pronuncia. Cuando la universidad se enreda en política, la impresión de ortodoxia oficial puede paralizar la libertad académica.
El presidente y la rectora de Stanford eran conscientes de andar en la cuerda floja. En otras universidades el conflicto en Oriente Medio ha sacudido los campus. En la Universidad de Pensilvania, John Huntsman, uno de los mecenas más importantes e influyentes –exgobernador del estado de Utah y exembajador en China, Singapur y Rusia–, ha cancelado las donaciones de su familia porque, en su opinión, la universidad es complaciente con el antisemitismo. Concretamente, se refería a la celebración de un festival de escritores palestinos, en el que participaron conferenciantes conocidos por su retórica antisemita (o antiisraelí, distinción que no suele hacerse). El caso es que la universidad, consciente de las quejas que iba a provocar el festival, había hecho una declaración genérica contra el antisemitismo antes de la celebración. Pero eso no satisfacía a Huntsman ni tampoco a Marc Rowan, otro milmillonario ofendido por el acto y por la –a su juicio– tibieza de la universidad con el antisemitismo. Otros mecenas siguieron el ejemplo de Rowan y también cancelaron las donaciones en una especie de estampida de ricos que amenaza la caja de una universidad opulenta. Estas acciones se enmarcan en una fuerte campaña de presión sobre las universidades para que abandonen la neutralidad, tachada de “relativismo moral” por aquellos que, como Vahan Gureghian, miembro del consejo social de la Universidad de Pensilvania que acaba de dimitir por esta cuestión, acusan a las universidades de élite de haber “abrazado el antisemitismo y fallado en la defensa de la justicia y a la hora de velar por el bienestar de los estudiantes”. Abrumada por la huida de benefactores, la presidenta de Penn, Elizabeth Magill, se esforzó en detener el golpe, acusándose de no haber comunicado suficientemente bien ni rápidamente “nuestra posición”, dando a entender que hay una posición oficial respeto del conflicto. Reconociendo que la participación de algunos conferenciantes había sido dolorosa para la comunidad judía, aseguraba que la universidad «rotundamente desaprueba a estos oradores y sus opiniones». Un distanciamiento innecesario, como el de los editores que no se hacen responsables de las opiniones publicadas en sus cabeceras, pero que no logró aplacar el enfado de los patrocinadores.
En Harvard el alboroto ha sido aún mayor. La fundación Wexner, fundada por el milmillonario Leslie Wexner y su esposa Abigail, ha cortado su relación con la universidad a raíz de la declaración del Comité de Solidaridad con Palestina de los Estudiantes de pre-Grado de Harvard, suscrita por treinta y tres asociaciones de estudiantes, en los que responsabilizan a Israel de los hechos del 7 de octubre. Esta declaración ha traído mucha cola. Bill Ackman, ejecutivo jefe del fondo de inversión Pershing Square Capital Management, acompañado por los ejecutivos de otras empresas, exigió que se publicaran los nombres y datos particulares de los miembros de las asociaciones firmantes a fin de cerrarles el acceso al trabajo en el futuro. El castigo equivale al tratamiento de muchas personas sospechosas de desafección ideológica durante la era McCarthy; la principal diferencia es que esta vez la iniciativa no tiene carácter gubernamental. Y ha surtido efecto. Algunos de los grupos firmantes se han desdicho, y muchos de sus miembros se han excusado diciendo que nadie les había pedido conformidad con la firma colectiva. Ackman y otros directores de empresa tienen razón al pedir responsabilidad individual en la expresión pública de la opinión. Firmar anónimamente una declaración de tanta gravedad sin hacerse responsable de las consecuencias denota indigencia intelectual y moral, pero perseguir a las personas por la opinión es sencillamente antidemocrático. Y lo que hacen estos líderes económicos y supuestos filántropos de la enseñanza universitaria es una muestra descarnada de coacción capitalista, terrorismo capitalista en estado puro.
Con una lógica preocupante, Stephen Sullivan, ejecutivo jefe de Meds.com, discrepó de la idea de publicar los nombres de los estudiantes, pero en cambio culpó a la administración de la universidad y al profesorado. El tortazo contra las instituciones no se ha limitado a un puñado de ejecutivos; algunos políticos, mayormente del Partido Republicano, también se han revuelto contra las universidades, lo que por otra parte no es ninguna novedad. Entre otros, la Representante republicana del estado de Nueva York Elise Stefanik y el senador republicano de Texas Ted Cruz, que exclamó: “¿Qué demonios ocurre en Harvard?”
Como Penn, la presidenta de Harvard, Claudine Gay, también ha tratado de interrumpir el escape de donantes con un vídeo donde dice: “Nuestra universidad rechaza el terrorismo y eso incluye a las bárbaras atrocidades perpetradas por Hamás. Nuestra universidad rechaza el odio –odio contra los judíos, odio contra los musulmanes, odio contra cualquier grupo de personas por razones de fe, origen nacional o cualquier aspecto de su identidad”. Y en un ejercicio de responsabilidad añadió que Harvard rechazaba la persecución y la intimidación de los individuos a causa de sus creencias y que la universidad está comprometida con la libertad de expresión. “El compromiso –dijo– incluye opiniones de que muchos de nosotros encontramos censurables, incluso execrables. No castigamos ni sancionamos a las personas por expresar este tipo de opiniones. Pero de ahí a apoyarles hay una gran distancia”.
No importa. La consigna de retirar las donaciones a Harvard, Penn y otras universidades se extiende entre los milmillonarios y ejecutivos de grandes empresas, con peligro de originar un movimiento de masas empresarial que arrastre a las empresas medianas y estropee la viabilidad económica de universidades menos sólidas que las del Ivy League. La maniobra tiene el objetivo de coaccionar a las universidades, que dependen de las donaciones corporativas, a permanecer dentro del terreno circunscrito por los intereses del poder económico, que controla los medios de comunicación, así como la política internacional y doméstica de Estados Unidos. Aunque los medios han destacado las voces más radicalizadas y han excluido las más matizadas, el impacto real de las manifestaciones propalestinas en los campus es despreciable. Los participantes son minoría y la opinión en la sociedad está sólidamente junto a Israel, como lo prueba la decisión de Biden de reforzar su seguridad con una ayuda “sin precedentes”, que, junto con el paquete de ayuda adicional para Ucrania, aumentará la deuda de cien mil millones de dólares.
¿Por qué, pues, la fabricación de una emergencia que es necesario desactivar en las universidades? No es la primera vez que existe agitación política entre los jóvenes universitarios. Los años sesenta fueron una época de revuelta que, sin darle la vuelta a la política del gobierno ni alterar el curso de los negocios, tuvo consecuencias transformadoras en la sociedad. Y también el movimiento contra la guerra de Vietnam, por los derechos civiles y otras causas que cuestionaban el modelo autoritario se asedió durante las décadas de los ochenta y noventa, absorbido por las instancias de poder, ahora el poder ve con preocupación la posibilidad de otra ola desestabilizadora y aprovecha, exagerándolos si es necesario, los síntomas de radicalización juvenil para englobarlos en una misma tendencia subversiva y volverlos contra posiciones políticas más generales. En el caso de las universidades, la amenaza de desfinanciarlas si no se doblegan a canalizar unos intereses políticos determinados tiene un objetivo diáfano, consistente en imponer un relato determinado y combatir los ataques a la libertad de expresión desde posiciones de izquierda relativamente marginales con un ataque de los poderes socialmente determinantes contra la libertad de expresión en tanto que principio rector y legitimador de la universidad.
En tiempos agitados cuesta valorar los acontecimientos en un contexto suficientemente dilatado. Especialmente en medio de un conflicto que provoca indignación a ambos lados, es muy conveniente aferrarse a la perspectiva y no dejarse arrastrar por la alienación del momento. Las soluciones finales nunca suelen ser buenas.
Los lectores me perdonarán que dedique este artículo a una persona querida que hoy cumple los años.
VILAWEB