La Europa olvidada

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Hace treinta años se inició la descomposición del Estado plurinacional socialista de Yugoslavia. Actualmente, los países que le sucedieron aún no tienen estabilidad, y en la región cada vez más imperan los nacionalistas. ¿Se están alejando de Europa estas jóvenes democracias? Buscamos las pistas del asunto en una región desgarrada.

Vista desde muy arriba Serbia es un paraíso. En un paraje idílico en la confluencia del Danubio con el Sava está la capital, Belgrado. Frondosa y ondulada, la Šumadija, la histórica región central. La mañana que hablamos con Aleksandar Vucic, sin embargo, el presidente no tiene ojos para el país que tiene a sus pies. En el helicóptero el mandatario serbio va aprendiendo palabras en alemán. Acaba de abrir la página que contiene expresiones sobre necesidades sanitarias: «Nema peshkira» ( ‘No hay pañuelos’). Prometió a Angela Merkel, dice Vucic, «que aprendería a hablar su lengua mientras ella todavía fuera canciller».

Vucic ha hecho una transformación. Si antes había sido un temido agitador nacionalista, ahora este serbio de 51 años es aliado del Partido Popular Europeo y se le considera un ancla de estabilidad en la región en crisis del oeste de los Balcanes. Asimismo, gobierna su país de una manera cada vez más autoritaria. Esto solo ya pone de relieve la cantidad de esperanzas depositadas en esta área tan central como olvidada de Europa. Flanqueado por comandantes del grupo antiterrorista Cobra y por dos asesores, el presidente se dirige en helicóptero a unos compromisos que tiene en el sureste. Por la ventana lateral, a más de mil metros debajo de nosotros, se reconoce el asfalto de la vieja Autoput: la carretera de 1.188 kilómetros desde la frontera austríaca hasta la griega que atraviesa toda la ex-Yugoslavia. La «carretera de la Fraternidad y la Unidad» -bautizada así por Tito, líder partisano y fundador de Yugoslavia- era la columna vertebral y el símbolo del desaparecido estado multiétnico.

El 25 de junio de 1991, con la secesión de Eslovenia y Croacia comenzó la descomposición del Estado socialista de los eslavos del sur. «Yugoslavia era uno de los países más bellos de Europa», dice Vucic, con su habitual apasionamiento, «pero los serbios estaban descontentos con la situación de sus paisanos de las repúblicas limítrofes. Los croatas y los eslovenos estaban descontentos por otros motivos. Probablemente tenía que pasar lo que pasó». Treinta años después (y tras unas guerras sangrientas que dejaron 130.000 muertos), de Yugoslavia -país no alineado-, han surgido dos países de la UE y cuatro países más que esperan entrar. Actualmente, sin embargo, no tienen perspectivas de llegar a ser miembros de la misma. Además, hay que añadir el caso particular de Kosovo, la exprovincia serbia que aún no tiene el reconocimiento de cinco estados de la UE.

¿Dónde, si no aquí, en el territorio de Yugoslavia, se debería ver si Europa ha aprendido la lección de la historia del siglo XX? En 1914 Sarajevo fue el escenario del inicio de la Primera Guerra Mundial. El fin del siglo la marcó la masacre de Srebrenica en 1995. Para garantizar la paz en esta región, se deberían eliminar las causas que desencadenaron las guerras del pasado. Pero, ¿quién cree que esto es posible ahora que parece que el proyecto de paz central de Europa, la Unión Europea, ha quedado atascado a medias? A continuación, queremos aportar respuestas recorriendo los escenarios de una serie de reportajes realizados hace tres décadas.

 

ESLOVENIA

Lojze Peterle no es un político balcánico típico. Lo pone de manifiesto, de entrada, que durante años presidió la Asociación Eslovena de Apicultores. A este cristianodemócrata le gusta sacar la armónica (la Little Lady) del bolsillo de la americana y ponerse a tocar, como hizo en 2019 cuando era diputado en el Parlamento Europeo, en Bruselas, la Oda a la alegría, de Beethoven, el himno de la Europa unida. Pero Peterle también sabe hacer otras cosas. Él fue el hombre que en 1991 llevó a Eslovenia hacia la independencia encabezando el gobierno. En nuestro encuentro en Ljubljana hace treinta años tenía sobre el escritorio el libro de Otto Habsburgo ‘Zurück zur Mitte’ (‘Regreso al centro’) y nos habló del deseo de conducir a su país rápidamente en dirección a la UE. Hoy todavía sonríe orgulloso cuando le enseñamos un vídeo de entonces: Peterle en directo por la tele, por la tele, mientras tras él se ven imágenes de los tanques del Ejército Popular Yugoslavo avanzando por Eslovenia.

En este vídeo de junio de 1991, junto a Peterle aparece un tipo delgado y uniformado de talante decidido. Es Janez Janša, entonces ministro de Defensa, aunque ahora principal actor del escenario político esloveno. Por tercera vez desde 2004, Janša vuelve a presidir el gobierno. Su actitud autoritaria y las diatribas que dedica por Twitter a personas que piensan diferente le han valido el mote de «mariscal Twito», en alusión al jefe de Estado yugoslavo Josip Broz Tito, un hombre consciente de su poder. Hasta 1991 Eslovenia fue considerada un alumno ejemplar. Con tan sólo el 8% de la población, producía una cuarta parte de las exportaciones yugoslavas. Esta república de dos millones de habitantes, en buena medida homogénea desde un punto de vista étnico, situada entre los Alpes, la costa adriática y la llanura húngara, sobrevivió a la guerra de diez días de 1991 contra el Ejército Popular yugoslavo con pocas víctimas. En 2004, Eslovenia entró en la UE, y en 2007, en la eurozona. La semana pasada, Janša asumió, en nombre de su país, la presidencia de turno de la UE, por segunda vez desde el 2008.

«Para mí es una vergüenza que un fanático y un racista pueda ejercer la presidencia de la UE», dice Boris A. Novak, vicepresidente del PEN Internacional y crítico de Janša. Un país pequeño como Eslovenia, dice Novak, corre el peligro de alejarse cada vez más de la UE y de acercarse a autócratas como el húngaro Viktor Orbány el serbio Aleksandar Vucic. El primer ministro Janez Janša -un hombre con múltiples caras: primero fue un joven comunista ferviente; luego un opositor al régimen, y ahora un populista de derechas- aglutina en su persona las contradicciones de todo el país. Las trincheras históricas entre partisanos y fascistas, entre comunistas y clericales, siguen resonando en la actualidad. Janša critica el poder de las viejas estructuras de izquierdas y de siniestros maquinadores a la sombra, mientras que la oposición ve el país en camino de la autocracia.

Sin embargo, las cifras dicen que Eslovenia ha pasado bien la pandemia y las crisis anteriores. El paro es bajo y el PIB per cápita es más alto que el de la República Checa o Portugal. El país podría representar una historia de éxito postyugoslavo si no fuera por la campaña de Janša contra la UE y por la presión creciente sobre la sociedad civil, los medios libres y la oposición, profundamente dividida. ¿Se dan cuenta los seguidores del jefe de gobierno que lo que se logró con la guerra de la independencia de 1991 está en peligro? Si se lo preguntamos al este de Eslovenia, una zona pobre y parcialmente poblada por húngaros, nos damos cuenta de que los agricultores de esta región están contentos, porque gracias a Janša disponen de tractores nuevos obtenidos con subvenciones procedentes de la Hungría de Viktor Orbán. Si lo preguntamos en el noroeste, en la población balnearia de Bled, se entiende que muchas personas mayores añoren un liderazgo firme.

Janez Fajfar, por ejemplo, alcalde de Bled y antiguo gerente del hotel de la lujosa mansión de Tito lado del mar, explica: «Yo crecí en un período en que a los yugoslavos nos iban las cosas mejor cada año; pero era evidente: en cuanto el Stari -el viejo, Tito- no estuvo, las cosas fueron hacia abajo». Finalmente, Eslovenia consiguió ponerse al lado de los ganadores: «Nos mantuvimos alejados de las matanzas como las de Croacia o Bosnia y ahora formamos parte de Europa».

 

CROACIA

Desde el comienzo de la crisis de los refugiados, una cerca de hierro y alambre de espinos separan Eslovenia y Croacia en Obrežje, en la frontera exterior del espacio Schengen y de la UE. Hace la función de punto de control el hostal Kalin, ahora fuera de servicio: situado junto a la valla, dispone de salidas por ambos lados de la frontera. En el lado croata llama la atención la placa conmemorativa de un partisano asesinato en el campo de concentración de Jasenovac. El recuerdo de Jasenovac, el «Auschwitz los Balcanes», es una de las manchas poco explicadas de la historia contemporánea de Croacia. En su Estado satélite tolerado por Hitler, los esbirros de los fascistas Ustaše asesinaron cerca de 100.000 personas, sobre todo serbios, judíos y gitanos. Hendían cráneos, empalaban bebés y cortaban genitales. Jasenovac fue la versión balcánica de la locura del exterminio.

El historiador Ivo Goldstein reconstruyó sus atrocidades en un libro de 992 páginas. «Jasenovac continuó vivo en la memoria y alimentó las guerras de los años noventa», dice Goldstein en un encuentro en la Biblioteca Nacional de Zagreb. «Actualmente, es un reflejo de cómo Croacia gestiona su historia». Desde la entrada de Croacia en la UE, en 2013, la cosa va a la baja, dice Goldstein. «Se está formando una revolución conservadora, los revisionistas avanzan e incluso los jóvenes se vuelven más nacionalistas y más herméticos». En el sector conservador se impone la versión que el fascismo croata y el socialismo yugoslavo representaron una especie de equilibrio del terror. «Pero esto, evidentemente, es una tontería», dice Goldstein.

Croacia, llamada «croissant» por la forma de cuernos que toma su territorio, fue absorbida por la UE a pesar de haber serias dudas por ambos lados. En el referéndum del 2012, sólo un 29% de los croatas con derecho de voto optaron por la adhesión a la UE. Ahora la desilusión aún está más extendida. «La esperanza de que, tras ser aceptados en la familia europea, inmediatamente fluye leche y miel se ha desvanecido», dice un político occidental en Zagreb. «Sobre todo en la derecha crece el sentimiento anti-UE y también el chovinismo, el orgullo del pasado. Aparte del período Ustaše, los croatas nunca habían tenido un Estado propio».

La crisis económica, la de los refugiados y la del coronavirus han agravado los problemas del país. Aparte de las magníficas playas del Adriático, también forman parte de Croacia franjas de tierra casi desiertas al este de Eslavonia o de Baranya, ruinas industriales en los alrededores de Zagreb y unas tristes estadísticas: en cuatro años, el primer ministro, Andrej Plenkovic, del partido cristianodemócrata HDZ, ha cesado a nueve ministros por acusaciones de corrupción. El año pasado la producción económica cayó un 9%. La emigración masiva agrava la falta de mano de obra especializada y la crisis de los sistemas sociales. «La UE subestima el peligro de que en Croacia, como Hungría, Polonia o Eslovenia, vayan avanzando las fuerzas antidemocráticas», dice la activista por los derechos humanos Vesna Teršelic, galardonada con el Premio Nobel Alternativo. «Croacia aún no ha afrontado seriamente su pasado, ni los hechos de la Segunda Guerra Mundial ni las guerras de Croacia y Bosnia».

En agosto de 2020, un exgeneral acusado de cometer crímenes de guerra en Bosnia y refugiado en Croacia fue condecorado con una medalla por el presidente Zoran Milanovic, populista de izquierdas. Los que saben las atrocidades que sufrieron los croatas a principios de los noventa en su país y en la región limítrofe de Herzegovina y las atrocidades que ellos cometieron en los campos de batalla de Krajina, en Vukovar o Mostar, tienen la sospecha de que la vecindad pacífica no es uno de los objetivos prioritarios del último Estado que ha entrado en la UE. El historiador Ivo Goldstein, atacado en ambientes nacionalistas, no se muestra ilusionado en su libro más reciente. Afirma que en Croacia y los países vecinos la descomposición de Yugoslavia condujo -aparte de muertos y expulsiones- a una «devastación política, económica y social» de la que aún no se vislumbra el final.

 

BOSNIA Y HERZEGOVINA

Dejando atrás la Flor de Piedra, el monumento que hay donde estuvo el campo de exterminio de Jasenovac, el viaje continúa hacia Bosnia: en cierto modo, vamos desde el edificio principal de la UE hasta la sala de espera. La promesa de la cumbre de la UE de 2003, celebrada en Tesalónica, fue: «El futuro de los países de los Balcanes está en el seno de la Unión Europea». Hasta ahora, la promesa sólo se ha cumplido para Eslovenia y Croacia. Todos los demás países están, a pesar de los sermones de Bruselas, bastante lejos de entrar en la UE. Y el que está más lejos es Bosnia-Herzegovina.

¿Qué consecuencias tiene esto para la vida cotidiana? Pues que, por ejemplo, Croacia recibirá 22.000 millones de euros en ayudas de reconstrucción de la UE, Mientras que a Bosnia la despacharán con varias vacunas. La propuesta de dejar participar a los países balcánicos de fuera de la UE como mínimo en el multimillonario fondo de cohesión sin concederles derecho de voto apenas tiene defensores. La UE ya tiene bastante trabajo con ella misma. La paralización del proceso de ampliación facilita la emigración de personas formadas y potencia el éxito de la propaganda populista entre los que se quedan: material explosivo a las puertas de la UE. Si queremos ir de Croacia a Bosnia-Herzegovina, debemos pasar por la República Srpska, la mitad del país, que desde el final de la guerra está poblada mayoritariamente por serbios. Bosnia en conjunto es, desde del acuerdo de paz de Dayton de 1995, una república hiperburocratizada y con un funcionamiento mediocre, en el que los que se enfrentaron enla guerra -serbios, croatas y bosnios musulmanes- tienen poco contacto los unos con los otros.

Después de tres años y medio de guerra de independencia, iniciada en 1992, en Bosnia habían muerto 100.000 personas y millones de ciudadanos habían sido expulsados. Hoy día, aún es enorme la desconfianza mutua y las cosas no dichas, el recuerdo de las matanzas de los años noventa en ciudades como Prijedor, donde los primeros criminales de guerra serbios devueltos de la Haya ya hace tiempo que llenan nuevamente los cafés. Mevludin Oric sobrevivió a la masacre de Srebrenica en julio de 1995, cuando milicias serbias asesinaron al menos 8.000 hombres y muchachos musulmanes. Hoy día, todavía hay 1.700 cadáveres que han sido localizados. Oric se dejó caer al suelo durante un tiroteo masivo cerca de Orahovac fingiendo que la habían tocado. Esperó en medio de los cadáveres hasta que se hizo oscuro y luego huyó por los bosques.

Encontré a este padre de familia delgaducho poco después de su fuga, en julio de 1995, tras unos rollos de alambre de espinos en un almacén del aeropuerto de Tuzla. Ahora, 26 años después, Oric vive no muy lejos de Sarajevo. Lleva tatuado en el brazo el símbolo de la 28ª división del ejército bosnio, que encabezó la marcha de la muerte saliendo de Srebrenica. Ahora este musulmán ve un cementerio ortodoxo desde el jardín de casa. Su nuevo pueblo natal antes estaba poblado por serbios. Oric, que en julio de 1995 perdió el padre, un hermano, tres cuñados y un sobrino, ve la nueva realidad bosnia con realismo. Dice: «Mis cuatro hijos deben relacionarse tranquilamente con los serbios, pero les he dicho: no olvidéis que no dejarán nunca de odiarnos».

El 8 de junio, cuando en la Haya el comandante en jefe del ejército serbobosnio, Ratko Mladic, fue declarado culpable de genocidio en última instancia, en el este de Bosnia se colgaron pancartas que decían: «Eres el héroe de la República Srpska». ¿Quién podría detener a los incansables segregadores y a los que incitan a la guerra en este país? ¿Y qué será de Sarajevo, la Jerusalén de los Balcanes, el lugar que marca el destino de Europa, escenario del atentado de 1914 y de un cerco de 1.425 días a manos de las tropas serbias a partir de abril de 1992?

En el salón de fumadores del hotel Europe, no muy lejos del lugar donde fue asesinado el sucesor al trono de Austria, Francisco Fernando, encontramos a Haris Silajdzic. Son las ocho de la tarde y, para romper el ayuno durante el Ramadán, el hombre pide un plato de arroz. Silajdzic, un musulmán cosmopolita de 75 años que habla fluidamente inglés y árabe, fue miembro de la presidencia estatal y sobre todo presidente del gobierno durante el sitio. En nuestro primer encuentro, aquel gélido noviembre de 1993, Silajdzic estaba medio congelado y medio furioso en el palacio presidencial, mientras afuera explotaban granadas y caían disparos. «Que sobrevivamos depende muy poco de nosotros los bosnios», dijo Silajdzic entonces y añadió, cuando poco después se fue la luz en el palacio: «Se ha extinguido nuestra civilización».

Aunque ahora no tiene palabras «para describir aquella mezcla de primitivismo y fascismo» que se apoderó de su país en los años noventa, dice Silajdzic hoy. Él insiste en la tesis de que en la Bosnia multiétnica y tradicionalmente liberal la violencia ha estado siempre introducida desde fuera: «Este país encarna en sí mismo lo que le gustaría ser a Europa: pluralista. Pero este legado está en peligro y lo debemos salvar». Y eso es lo que les falta a muchas personas en esta república tan frágil: reconocer su parte de fracaso. El poderoso líder del partido que aglutina la población croata, por ejemplo, insiste abiertamente en escindirse de la federación que forman con los bosníacos como un paso previo para el acercamiento con Zagreb, la patria croata. Milorad Dodik, por su parte, -que hace años que gobierna con mano de hierro el área serbia de la república- exige incluso la abolición del Estado conjunto, del cual él es copresidente como miembro de una presidencia repartida en tres figuras: «La crisis política del país no desaparecerá mientras no desaparezca Bosnia».

El Premio Nobel Ivo Andric dijo en su novela ‘Gospodica’ (‘La señorita’): «Los miembros de las tres confesiones principales se odian desde el nacimiento hasta la muerte, con un odio irracional y profundo». En el puente sobre el Drina, erigido sobre once arcos de piedra en Višegrad, al que Andric dedicó su obra más famosa, este diagnóstico se ha confirmado repetidamente de manera trágica, por última vez en la guerra de los años noventa. Los restos mortales de cientos de musulmanes que fueron asesinados por los serbios y lanzados al río se encontraron en 2010 unos cuantos kilómetros río abajo. También estaban los huesos del imán de la mezquita imperial. «No me voy a meter en la boca ninguna gota de este agua, véase las historias de los cadáveres en el agua», escribió en tono de burla el futuro Premio Nobel Peter Handke sobre las atrocidades de Višegrad -desde su punto de vista presuntas atrocidades- después de tomar un baño en el Drina en 1996. a finales de mayo de 2021, cuando Handke volvió a Višegrad para recibir un premio, los últimos miles de bosníacos supervivientes que hay en la ciudad no asistieron a la farsa.

Lo que el poeta austríaco no vio en mayo -porque no tuvo suficiente tiempo- son las ruinas de dos casas que se conservan en la ciudad en la que más de cien civiles fueron quemados vivos. Y escondido en medio del bosque borde el rumor del torrente, el hotel Vilina Vlas, en cuya terraza unos clientes escuchan atentamente música suave de los tiempos de Yugoslavia mientras toman un café o un whisky. En Vilina Vlas, según investigaciones de la ONU, cientos de mujeres fueron violadas. Después, algunas se suicidaron y otras fueron asesinadas. Actualmente, el hotel pertenece al área serbia de la federación, tiene una piscina de 200 metros cuadrados y recibe una buena afluencia de turistas. Allí aceptan vales por valor de cincuenta euros: los da el gobierno para fomentar el turismo.

 

SERBIA

Al este del Drina se entra a Serbia. En el país que Aleksandar Vucic gobierna con mano dura, el hombre que en su juventud se afilió al partido del agitador Vojslav Šešelj, que luego fue ministro de Información con Slobodan Milosevic y que en 2007 prometió que para el criminal de guerra Ratko Mladic en Serbia siempre habría «un refugio seguro». A Vucic le gusta más responder a las acusaciones sobre su pasado con contraacusacions y con cifras de la actualidad. Dice: «Nosotros los serbios aprendimos la lección de las decenas de miles de muertos que hubo en las diversas guerras y de la economía totalmente devastada que dejaron las bombas de la OTAN. Nuestros últimos cinco años han sido buenos y las reformas han sido un éxito: recorte de las pensiones y nueva legislación laboral. Tenemos 72.000 trabajadores en empresas alemanas y dos veces y media más de inversiones directas extranjeras que Croacia».

El precio para conseguir esto es considerable, sentencia la organización Freedom House. Con Vucic, Serbia ha pasado de ser una democracia a un régimen híbrido, en el que las instituciones públicas cada vez más están infiltradas y secuestradas. «Vucic tiene dos caras», dice la política opositora Marinika Tepic: «A veces hace ver que es el humilde servidor de sus socios extranjeros, pero luego vuelve el hombre furioso que utiliza a los adversarios políticos como un saco de boxeo». Para los periodistas la situación es «peor que en tiempos de Slobodan Milosevic: ya nadie se atreve a hablar abiertamente», dice Milorad Ivanovic, jefe de redacción del prestigioso portal BIRN. «Vucic es un perfecto y malévolo narcisista».

Sin embargo, el cuasiautócrata de Belgrado se sabe vender como la columna que sostiene la estabilidad política de los Balcanes. Rodeadas de estados de la UE, seis repúblicas -cinco de exyugoslavas y Albania- intentan encontrar su lugar en la estructura de los bloques de poder. La caída de la reputación de la UE en este región central de Europa anima a inversores y maquinadores chinos, turcos, rusos y árabes a abrirse a camino en ella. «Si la UE pierde peso, otros ganan», alerta el sueco Carl Bildt, conocedor de los Balcanes. Los artículos anónimos que circulan por Bruselas sobre posibles modificaciones de fronteras en los Balcanes son «extremadamente peligrosos y pueden provocar guerras», avisa el enviado especial de la UE para el diálogo entre Serbia y Kosovo, Miroslav Lajcak.

La UE, sus miedos, sus intereses económicos encubiertos moralmente y sus medias promesas: prácticamente nadie conoce todo esto tan bien como Vucic, casi nadie toca tan virtuosamente las más diversas teclas. El presidente serbio elogia la «amistad firme» con el Estado chino, pide créditos multimillonarios a Pekín y alaba la vinculación con el pueblo hermano ruso ortodoxo. Y al mismo tiempo no se cansa de expresar que entrar en la UE es el objetivo de Serbia: «En Bruselas están preocupados por nuestros contactos con China, pero nosotros vamos avanzando hacia la UE», dice Vucic sin hacer ninguna mueca.

Serbia limita con el mercado de la UE, de casi 500 millones de consumidores, pero ante los inversores renuncia a los estrictos estándares de Bruselas. Los puentes, las autopistas y las líneas de tren se llevan a cabo gracias a créditos multimillonarios y mano de obra china. El no de China a reconocer Kosovo en el Consejo de Seguridad de la ONU es vendido públicamente por Vucic como una prueba más de la amistad de los comunistas de Pekín con el pueblo serbio. Algunos elementos hacen pensar que el jefe de Estado estaría dispuesto a sacrificar la manzana de la discordia que es Kosovo siempre que hubiera la contrapartida adecuada: un intercambio de territorios o una fecha para la entrada de Serbia en la UE. Pero eso el presidente no lo quiere admitir. Tanto en conversaciones en la piscina de la residencia del gobierno Bokeljka o al mediodía ante un plato de ćevapčići en las afueras de Niš, Vucic sigue siendo Vucic: es tacticista, murmura y cuesta verle las intenciones. «De eso no puedo hablar», dice. «Sólo le digo una cosa: no necesitamos más guerras».

 

KOSOVO

El peligro que conlleva aunque sólo sea hablar de corregir fronteras se pone de manifiesto en los territorios poblados por albaneses. «Aquí ya ha habido tendencias favorables a reactivar nuestro ejército rebelde», dice Shqiprim Arifi, alcalde durante años del bastión albanés de Presevo, aún en territorio serbio. Él defendía escindir los municipios albaneses de Serbia y unirlos a Albania, pero ya no: «Una Gran Albania sólo podrá existir dentro de la UE».

La fuerza, aún ahora, del sentimiento a favor de tener un Estado común para los albaneses, ahora repartidos en muchos países, se hace patente, entre otras cosas, en las numerosas banderas con la doble águila negra sobre fondo rojo que se pueden ver en el territorio que había sido Yugoslavia: en Serbia, Macedonia del Norte y Kosovo. A unos cuantos kilómetros de Presevo, en medio de un bosque de árboles caducifolios, hay dos contenedores. En el primero un serbio controla los pasaportes, aunque aquí desde el punto de vista serbio no pasa ninguna frontera estatal. En la barraca de lata trasera, una albanesa étnica controla los documentos de los que quieren entrar en Kosovo. La secesión de la provincia, declarada unilateralmente en 2008, fue una reacción, con gran apoyo de EEUU y partes de la UE, en los años de represión de la población albanesa por parte del régimen de Belgrado.

En el norte de la ciudad, serbio e infiltrado de radicales, la periodista Tatjana Lazarevic lamenta «noticias preocupantes de ambos lados del río, relatos extremadamente nacionalistas», sobre todo desde que en la capital, Pristina, ejerce el poder una nueva clase dirigente kosovar, representada por el primer ministro Albin Kurti y la presidenta Vjosa Osmani. Osmani, nacida en el sur de la ciudad, lo ve de una manera completamente diferente. Esta jurista de 39 años habla claro en el palacio presidencial de Pristina: «Serbia no dice nada de los crímenes cometidos por el régimen de Milosevic», dice Osmani. «Yo, para lo que pasó en Kosovo, utilizo conscientemente el término genocidio, que denomina la intención de un país de exterminar a una nación entera». Su homólogo de Belgrado, según Osmani, debería seguir el ejemplo de lo que hizo Willy Brandt en lo que había sido el gueto de Varsovia: «Arrodillarse: esto es exactamente lo que esperamos de Serbia».

 

MACEDONIA

Mientras las fronteras estatales van perdiendo importancia para los albaneses, se consolidan las líneas divisorias internas, también en Macedonia del Norte, en el extremo sur de la ex-Yugoslavia. Desde que se acabó la guerra aquí, en 2001, la mayoría de la población -eslava- vive incluso en la capital, Skopje, aislada mayoritariamente los albaneses, que en toda la república conforman una cuarta parte de los dos millones de habitantes. Cada uno se encierra en su barrio con su relato de la historia.

En las zonas elevadas, en los pueblos montañosos que hay junto a la frontera con Kosovo, donde durante la guerra se atrincheraron los rebeldes del UÇK los albaneses están en familia desde siempre. Ali Ahmeti -que tiempo atrás fue uno de los líderes de los rebeldes que iba a caballo y era una figura rodeada de misterio, y hoy preside el influyente Partido de los Albaneses- se muestra más pacífico que nunca cuando lo reencontramos después de muchos años. Habla de la esperanza de recibir una oferta de la UE, del deber de la reconciliación entre etnias y de la convivencia pacífica.

«Cuando era un líder estudiantil en las protestas de 1981, un año después de la muerte de Tito», dice Ahmeti, ya pronosticó que un día el final de Yugoslavia sería sellado por los tanques del propio ejército popular: «Y eso es lo que pasó después con las guerras». A los pies de la cordillera del Šar, donde vive actualmente Ahmeti, treinta años después pocas cosas recuerdan a Yugoslavia, a la utopía socialista de la fraternidad y la unidad. Sólo hay una excepción a la regla: el pico más alto del macizo. A esta montaña le mantuvieron su antiguo nombre: Titov VRV, el monte de Tito.

Traducción al catalán de Arnau Figueras. Del catalán al español, Nabarralde

Publicado el 16 de agosto de 2021

Núm. 1940

EL TEMPS