La España plena y plural

La necesidad de adjetivar un sustantivo es una confesión de relativismo. No importa que el adjetivo sea «plena», como en la descripción oficial de la democracia española. El efecto es el mismo que cuando la llamaban «orgánica». Los adjetivos pasan, como las canciones, pero los hombres (y las mujeres) siempre son los mismos, que decía Josep Pla. Adjetivar es relativizar, matizar, limitar. Cuando un país es sustantivamente democrático, no hay que adjetivarlo. Cuando no lo es bastante, pero el contexto lo reclama, se adjetiva hiperbólicamente por temor a que alguien ponga en duda su sustancia. Como los gallos y los matones, España hincha la garganta cuando percibe algún menoscabo a su universal ejemplaridad.

El problema es que la supuesta plenitud tiende a confundirse con el absolutismo de toda la vida. En democracia, como antes en religión, España es contrarreformista. Martillo de herejes, la democracia sin tutelas la entiende como una desviación del dogma, ayer católico, hoy constitucional. La comparación no es caprichosa; hay una continuidad histórica entre el dogmatismo religioso y el actual absolutismo de la fe monárquica. El franquismo fue una maniobra para restaurar el imperialismo católico en reacción a la tímida apertura a la libertad de culto y al pluralismo nacional de la Segunda República. El nacionalcatolicismo era un anacronismo en una época de secularización acelerada por la industrialización y la urbanización de la sociedad española. La España profunda pudo sostenerlo un tiempo, pero a partir de los años sesenta quedó desfasado por el crecimiento económico y el contacto cada vez más estrecho con las culturas del entorno, sobre todo por influencia del turismo. Cuando empezó la década de los setenta, el poder mismo se dio cuenta de que el retraso en las costumbres frenaba el desarrollo económico y condenaba España a la marginalidad. A partir de ese momento, el catolicismo se tuvo que conformar a competir en el mercado religioso con otras creencias, recibiendo a cambio condiciones de privilegio fiscal y de otra naturaleza que aún denotan la alianza con el poder. La realidad, sin embargo, es que aquella frase de Azaña que sublevó a las clases reaccionarias y provocó la guerra de 1936 acabó siendo vindicada por los hechos, a pesar o tal vez con la ayuda del franquismo mismo. España hace tiempo que dejó de ser católica.

Pero la aconfesionalidad del Estado esconde otro dogmatismo. Del mismo modo que el pluralismo religioso sólo es posible en un contexto de secularización en el que la religión se convierte en un asunto privado, el pluralismo político sólo es plausible en un contexto de secularización de la identidad nacional. Un contexto en el que el Estado ya no se identifica con ninguna de las nacionalidades que lo integran.

El pluralismo político, como el religioso, supone que la identidad se ha privatizado y se ha convertido en un asunto sentimental más que en una norma. En Cataluña esto hace tiempo que se ha generalizado. Nadie se extraña cuando las encuestas preguntan si la gente «se siente» más catalana que española, igual o viceversa. En España una encuesta de este tipo provocaría indignación y episodios de violencia. La privatización del sentimiento de pertenencia implica que la nación ya no puede cumplir la tarea de construir una sociedad cohesionada por elementos simbólicos comunes a todos. Tradicionalmente, esta había sido la función de la religión. Cuando la ilustración y la modernización redujeron la capacidad de las iglesias de fidelizar a los creyentes, aquella función pasó a la nación, que en un primer momento heredó el monopolio de la religión en la constitución y confirmación de la legitimidad en la vida colectiva.

La presión institucional que ejercían las iglesias hoy la ejercen las instituciones seculares. La escuela, por ejemplo, o los medios de comunicación, que mantienen la presión ambiental necesaria para el «consenso» social, al igual que en el interior de una aeronave se mantiene artificialmente la presión atmosférica para que los pasajeros no noten la altitud durante la travesía.

La disolución de los estados nacionales en la «constelación postnacional» anunciada por Jürgen Habermas a finales del siglo pasado no es más que la traducción política de la transición de un Estado de creencia normativa a un Estado secular. La libertad de culto en un Estado religiosamente neutral tiene un correlato en la disolución del vínculo Estado-cultura (donde la cultura se entendía como manifestación de una identidad nacional) en la doctrina del posnacionalismo. Esto significa que en la fase más avanzada de la secularización, que es la globalización, las culturas nacionales ya no pueden imponerse con los instrumentos coactivos del Estado y se convierten el asunto de individuos y grupos particulares. El resurgimiento del nacionalismo desde el último tercio del siglo pasado no debe entenderse como una reacción contraria a la globalización, como tantas veces se ha dicho, sino, al contrario, como uno de sus aspectos. Pues en un mundo cada vez más racionalizado, más interdependiente y más homogéneo -más desencantado, si desean emplear la terminología de Max Weber- todo el mundo trata de retener o de crearse un perfil diferenciador, una marca de identidad para participar en el mundo global sin disolverse ni convertirse en marginal en el mercado de las identidades político-culturales.

Este mercado, como todos los mercados, es un espacio de competición para captar y fidelizar clientes. España, competidor muy agresivo, se jacta de tener una clientela de quinientos millones de hablantes. Esta propaganda tiene su riesgo, porque asocia el poder cultural del Estado a la extensión de la lengua impuesta a otras naciones, España llama la atención sobre la brutalidad de su colonialismo. En el otro extremo, Cataluña, sin fe en el valor de su principal signo de identidad, no sólo no exporta fácilmente su producción simbólica, sino que aún se deja arrebatar el mercado interior. Este Sant Jordi, la mitad de los libros vendidos en Cataluña han sido en lengua española, una cuota de mercado claramente dentro de parámetros coloniales. En términos de economía simbólica, Cataluña tiene un grave déficit en la balanza comercial de su expresión. La consecuencia es que el país se desdibuja a sí mismo.

La guetización de la identidad nacional conlleva una desrealización gradual hasta convertirse en un asunto sentimental socialmente invisible y por tanto discutible. De ahí la facilidad con que es negada y el sarcasmo con que algunos la desafían por falta de objetivación en estructuras sociales irrebatibles. La identidad nacional sólo tendrá consistencia en la subjetividad de las personas si es confirmada por la sociedad, es decir, si es una realidad intersubjetiva de aplicación a la esfera pragmática. Pero si sólo es intersubjetiva y no tiene ningún fundamento en las estructuras institucionales ni ningún papel destacado en la vida cotidiana, es fácil remitirla a una alucinación colectiva. En la medida en que le falta la confirmación espontánea de las cosas que se dan por sabidas y se convierte en una referencia precaria, la identidad nacional se traslada a la esfera de las preferencias y los sentimientos, a lo que algunos denominan «procesos de identificación».

Pero en el mundo globalizado el pluralismo afecta a todas las identidades, también a las estatales. A pesar del privilegio de instrumentalizar los aparatos del poder, las identidades nacionales de los estados se encuentran confrontadas por otras que les recuerdan la propia relatividad. Esto, a algunas culturas les resulta tan engorroso como a las religiones monoteístas la existencia de otras divinidades. Entonces la tentación de destruir los ídolos ajenos se convierte en irresistible. Para las sociedades son momentos de crisis existencial y, por tanto, peligrosos. Cuando una cultura nacional ya no es capaz de cubrir todo el terreno social con sus estructuras simbólicas, puede o bien aceptar el pluralismo y adaptarse a la situación mediante una reforma de los contenidos, o bien insistir en las viejas doctrinas y mantener las estructuras impositivas, como si las demás no existieran. O como si fuera el mundo quien tuviera que corregir su desviacionismo para certificar el dogma particular del Estado en cuestión.

España se ha adentrado en un experimento similar al que ensayó el partido de Donald Trump en Estados Unidos para sostener un monopolio cultural convertido en imposible en el pluralismo de la sociedad americana. España lo prueba con una ingeniería jurídica de resultados previsibles. Porque si la ‘America is back’ de Trump tenía cada vez más el aspecto de una doctrina conspirativa, como algunas otras que han seducido a los americanos en varios momentos de la historia, la ‘España rojigualda’ de la actual cruzada contra la disidencia representa una clara regresión a las estructuras identitarias previas a la crisis de los estados-nación. Y como todos los movimientos reaccionarios, se ha convertido rápidamente en una fuente de crueldad y de dolor gratuitos, que ni siquiera servirán para asegurar la estabilidad de aquellas estructuras. Al contrario, las acabará de desprestigiar, exactamente como la imposición del catolicismo por las armas vació las iglesias en el punto en que el Estado optó por una forma de legitimación más acorde con una economía que había basculado del campo a las zonas industriales.

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