La obligación de reducir el déficit público de la Generalitat de Catalunya va más allá de la mera imposición del Gobierno español, él mismo comprometido a hacerlo ante las autoridades europeas. Efectivamente, esta necesidad de ahorro del Gobierno se explica porque si no se sigue por este camino, no se podrán obtener los créditos necesarios para evitar el colapso de la administración catalana que también sería el colapso de los servicios públicos que presta. Por eso, aunque parezca contradictorio, si no se reducen los costes de los servicios públicos, acabaremos con todos ellos. Ahora bien: esta idea tan elemental y las consecuencias que se derivan de ella, no se sitúan en el mismo plano de discusión que las opiniones de los premios Nobel de Economía Joseph Stiglitz, de Columbia, o Paul Krugman, de Princeton. Estos expertos sostienen que las políticas europeas de austeridad, en lugar de permitir salir de la crisis, causan un frenazo general de la actividad económica y todavía la agravan más. Quizás tengan razón. Pero la primera afirmación sobre la obligación de reducir el déficit no es resultado de una opinión poco o muy calificada sino de un imperativo fáctico que no atiende a reflexiones teóricas sobre maneras de salir de la crisis. La cuestión para el Gobierno es si obtiene crédito o no para pagar los sueldos y las facturas de los meses siguientes, y si lo consigue a un precio razonable o debe pagarlo a precio de usurero. A los mercados internacionales del dinero les resbala la opinión, acertada o no, de los señores Stiglitz y Krugman. Y cuando estamos delante del delegado de la oficina del banco o de la caja al que solicitamos un crédito, tanto si se trata del conseller Andreu Mas-Colell como si somos cualquiera de nosotros, los argumentos de los premios Nobel no sirven para nada.
Insisto en el doble plano del debate porque me temo que en estos tiempos de incertidumbre se suelen confundir de manera fatal los dos niveles: el de la crítica y la reflexión, y el del gobierno y la acción. Así, una cosa es denunciar a los verdaderos culpables de la actual recesión y a su insaciable y perniciosa codicia – por lo visto, perniciosa para todo el mundo menos para ellos. Y otra cosa es tomar decisiones para salir del fangal económico en el que nos encontramos. Es decir, que una cosa es ver el magnífico documental Inside job de Charles Ferguson y salir indignado, y la otra es tener que pasar después por el cajero automático para sacar dinero para poder pagar la lechuga, la barra de pan y el embutido de la cena. Ni en la frutería, ni en el horno ni en la charcutería les puedes contar que no les pagarás porque has decidido romper todo tipo de relaciones con la pérfida banca, o porque el culpable de estar sin trabajo es un sinvergüenza que después de arruinar medio mundo, todavía ha sido premiado con una prima que te serviría para vivir como un marajá hasta el final de tus días. Por así decirlo, también los indignados han acabado pasando por la caja de una multinacional del deporte para adquirir su equipamiento de revolucionario.
Pues bien: esta mezcla de planos es una de las causas de la dificultad que tenemos el pueblo raso para aceptar la purga por un mal del cual no nos consideramos responsables. Si la culpa es del banquero, decimos, que purgue la banca. Si el Banco de España toleró los excesos de las cajas de ahorro, pensamos, que pague Fernández Ordóñez. Si fue Zapatero quien no se dio cuenta de la crisis hasta pasados dos años, que no nos haga pagar ahora su incompetencia. Pero este razonamiento, que en un discurso moral tendría su lógica, desde un punto de vista práctico es tan demagógico como inútil. Se trata de una argumentación tan absurda como la de decir que si mi resfriado me lo ha contagiado el vecino, que sea él quien se suene los mocos y se tome la aspirina. Quiero decir que de la crítica de las causas de una enfermedad no se desprende que la terapia se pueda aplicar directamente sobre estas causas, sino que hay que actuar sobre el enfermo, ni que se trate de una víctima inocente.
Ni que decir tiene que no estoy predicando ningún tipo de resignación. Como se sabe, las enfermedades deben cuidarse, pero sobre todo, lo más inteligente de cara al futuro es prevenirlas para ahorrárselas. Y este es el camino que seguir: primero, salir de la convalecencia, aplicando la cura sobre una enfermedad de la que sólo hemos sido indirectamente corresponsables. Y en segundo lugar, una vez restablecidos del resfriado, hay que aplicar medidas preventivas radicales para, si fuera posible, no recaer en él. Es decir: las medidas más duras no deben aplicarse sobre el enfermo, pero este necesita tomarse la medicina para restablecerse. La conclusión es clara: mientras nos tomamos la medicina, hay que trabajar para poner en marcha la política de prevención.
La metáfora médica, ciertamente, comporta una simplificación excesiva. En el caso de la recesión económica no hay una sola diagnosis del mal ni sobre qué significaría prevenirlo. Pero mientras discutimos cuál es el origen del mal y cómo habría que prevenirlo, si nos quedamos paralizados en esta discusión, el resfriado se puede convertir en pulmonía y podemos acabar en la tumba. El objetivo de una política de crisis, pues, es doble: curar al enfermo y combatir las causas de la enfermedad. Porque si sólo se hiciera una de las dos cosas – o una purga severa o una acampada revolucionaria-, nos podríamos quedar por el camino sin enfermo.