Pronto hará dos años de las palizas democráticas del «¡a por ellos!», infligidas legalmente a unos indefensos y pacíficos ciudadanos dispuestos a convertirse en lo que son, siguiendo el imperativo del autoconocimiento preceptuado por los sabios antiguos. Ahora que la cuestión de la independencia de Cataluña parece ya del todo apaciguada, reducida y liquidada, ahora es la hora de recordar que la España a la que la nación catalana se encuentra sometida no es sino un monolítico, inflexible, centralista y violento estado unitario.
La anécdota que sigue lo ilustra elocuentemente. El día 24 del pasado mes de mayo fui a la oficina de Correos de mi barrio barcelonés a hacer los trámites para enviar un sobre a una población lenguedociana. Debajo de las señas del destinatario, yo había puesto el nombre de la localidad con el número del código postal y nada más. De todos modos, cuando fui ante el funcionario que me atendió, se me ocurrió precisarle que la carta iba dirigida a un pueblo vecino de Tolosa del Languedoc (Toulouse en francés). Entonces mi interlocutor escribió de su propio puño al pie de la dirección «Francia» y en el reverso, debajo de los datos del remitente, «España».
Pero esto no es lo más trascendente del encuentro con el funcionario: al haberle preguntado cuánto tardaría el envío en llegar a su destino, me respondió que hablábamos de unos seis o siete días. Y añadió: «… porque todos los correos para el extranjero pasan primero por Madrid». ¡Sí!; es tal como lo ve escrito el lector. ¿Verdad que parece increíble? Pues esta es la verdadera realidad. De Barcelona a Toulouse (o viceversa), hay sólo tres horas en coche, seguramente no mucho más en tren, y poco rato en avión. Ahora: una carta debe dar un rodeo. En total diez días de camino. El día 3 de junio supe que el envío ya había llegado a lugar.
Decía antes que nadie se había creído lo que yo contaba. Por eso fui de nuevo a una oficina de Correos a informarme, y muy amablemente las funcionarias me describieron el trayecto: primero, todas las cartas de nuestra zona van a un centro de Sant Cugat, y de aquí a Madrid, donde se procesan diariamente millones de cartas, que luego hacen camino hacia París antes de llegar a su destino. Y me aclararon que hoy en día todos los envíos se hacen por avión. Cuando les hice la observación de que la trayectoria me parecía inconcebible, una de ellas me precisó con una candidez angelical que el procedimiento en realidad no responde a ninguna razón política, sino que se hace de este modo con vistas a la eficiencia del servicio. Después de dar las gracias, salí de Correos pensando que de hecho los ciudadanos debemos estar más que reconocidos al ordenamiento estatal por la estupendo, solícito y generoso cuidado que tiene de todos nosotros…
He aquí una muestra casi insignificante de lo que es este Estado que desde las esferas del poder se esfuerzan en presentarnos como uno de los más descentralizados del mundo. En realidad, cualquier acto de nuestra vida pasa por la capital: es a ella donde hay que dirigirse para pedir un certificado sobre las últimas voluntades y es en ella (en el BOE) donde se publican todos los anuncios relevantes para el funcionamiento del país. No nos engañemos: aunque nos quieran hacer tragar que los catalanes somos tan libres como los ciudadanos más libres del mundo, en realidad el poder central vigila con mucha atención todo lo que se refiere a Cataluña, en política, en derecho y en justicia, en economía, en empresa, en comunicaciones, en relaciones internacionales, en educación, en cultura, en lengua, en identidad, en nación…, y todo ha de haber pasado por el tamiz y por la aprobación, el reconocimiento o el consentimiento de la estructura estatal antes de poder operar con normalidad entre nosotros. Y todo lo que no supere el rígido y severo control es inconstitucional y, por tanto, ilegal. Este es el origen de los amables garrotazos, los exilios, los cautiverios de los presos políticos y, en suma, de la planeada ruina de nuestra vida colectiva…
EL PUNT-AVUI