La dignidad del silencio

El verano de 1941, con Francia ocupada por los alemanes, Jean Bruller escribió ‘Le silence de la mer’. La publicó secretamente bajo el seudónimo de Vercors y enseguida se convirtió en un referente de la resistencia. El argumento es muy sencillo, como todas las cosas mordidas por la urgencia. Un hombre de edad avanzada y su sobrina se ven obligados a hospedar a un oficial alemán. Este hombre, compositor en la vida civil, trata a los huéspedes con perfecta corrección. Sabe que su presencia es forzada, pero les habla ingenuamente de la hermandad entre los dos países, víctima crédula de la propaganda nazi. Pero por más que se esfuerce en parecer educado y aunque lo sea objetivamente, no consigue arrancar palabra alguna de sus huéspedes. Estos, practicando eso que hoy se denomina resistencia pasiva, hacen del silencio un argumento insuperable y eventualmente insoportable contra el invasor.

Bruller era un patriota, y este concepto hoy tiene muy poca aceptación popular y ningún recorrido entre los políticos, que lo fían todo al diálogo con quien no quiere escuchar. O, en el mejor de los casos, con alguien que escucharía con agrado sin entender nada, como el exquisito oficial de la novela. Que, por cierto, acaba dándose cuenta de la conducta real de los suyos y considerando insostenible su posición. Entonces pide el traslado al frente del este, y se despide de los huéspedes diciéndoles que se va al infierno. Cataluña nunca ha conocido ocupantes tan nobles. La liberación no le vendrá del remordimiento de quienes, venidos de fuera, pasean el uniforme de su Estado dando órdenes mientras acusan a los de casa de dividirla. Va siendo hora, pues, de que los patriotas, si los hay, osen romper el encantamiento al que los somete la propaganda y nieguen la condición de catalanes a quienes no son más que tropas de ocupación. Vivir en un mismo territorio, como compartir una historia, no equivale a hermandad. Como advertía el añorado y siempre incisivo Manuel Vázquez Montalbán, catalanes y españoles tienen una historia en común, ciertamente, pero la historia no se ve igual desde una parte de los cañones que desde la otra. ¿O es que ya no sabemos distinguir entre inmigración y ocupación?

La situación es peor que la de familia de la novela, pues, consciente de un deber básico de la civilidad, el oficial alemán se esforzaba por hablar el idioma de sus huéspedes. Pero muchos catalanes tienen aluminosis en la viga de la espalda y se deshacen por demostrar al ocupante que está en su casa.

Los hay que, con una superioridad moral a la medida de su abyección, hacen ver que creen que el alemán es propio del país. Quiero decir, claro, el alemán de Valladolid. Si los catalanes estamos donde estamos lingüística y políticamente -una cosa va con la otra- es porque nos esforzamos en hablar como el invasor y así hemos desaprendido la lengua propia, que es lo que hace elocuente el silencio. Creemos que congraciándonos con él olvidará quiénes somos y quién es él, y en todo caso ya haremos por olvidarlo nosotros.

La peor debilidad, la gran maldición catalana, es el miedo de desagradar. Sobre todo de desagradar a quienes han mostrado alguna señal de poder, aunque sea el de imponer su idioma. ¡Tan sencillo y tan eficaz como sería levantar un muro de silencio! Estos días hemos leído palabras admirativas sobre la lección de dignidad de los presos en el congreso. Por la heroicidad de prometer sus cargos por la República y cosas parecidas. Y por hacerlo en catalán, para más irritación del fascismo. Todos menos Junqueras. Pero este gesto de imponente fuerza simbólica se tira por la borda cuando se acercaron a saludar como buenos chicos al carcelero jefe. Aunque los micrófonos no lo captaron, es poco dudoso que se dirigieron en alemán. ¿De qué sirve entonces de hacer un gesto público de resistencia si no se mantiene ni un minuto? Los personajes de Vercors no hacen ninguna declaración simbólica ante un país admirativo. La resistencia se lleva hasta la intimidad, sin más testigo que uno mismo y el enemigo, y se sostiene cada día a pesar de la tirantez en la convivencia y los obstáculos para los asuntos de costumbre. Francia se salva en este gesto, con este silencio.

Rull y Turull evidenciaron un gran corazón besándose con Inés Arrimadas. ¡Qué lección de alteza y de cortesía superando por elevación moral la animosidad de la política! No menos noble, sin duda, que la hermandad entre países rivales ponderada por el oficial alemán mientras sus camaradas fusilaban partisanos y tomaban rehenes. Yo no sé qué pensarán de esta bondad quienes durante más de un año han soportado ataques de las guerrillas de esa misma señora porque llevaban los lazos que los vindicaban a ellos, las víctimas señaladas del odio que nos engloba a todos. ¿Tienen derecho las víctimas, cuando actúan en representación de un pueblo manchado de amarillo, a sellar una hermandad impúdica con los opresores que persiguen incluso el color de la memoria? Por más catárticos que les resultasen personalmente, tales besos ofenden el decoro del independentismo. En este punto, Albert Camus, el texto que me viene a la memoria es ‘Cartas a un amigo alemán’ de Albert Camus, de una claridad meridiana.

Yendo aún más lejos en la subordinación, Junqueras se detuvo ante Sánchez para decirle que tenían que hablar, mientras el oficial alemán, sorprendido por el suplicatorio, le respondía que no se preocupara. ¿Por qué había preocuparse, efectivamente, si ya pensaba echarlo del parlamento para no tener que oírlo? Ser huesped al mismo tiempo que resistente es muy difícil. Como es difícil predecir si el Tribunal Europeo de Derechos Humanos revertirá maniobras tan evidentes de una política de ocupación que tiene a su favor la pusilanimidad de los ocupados. Lo único seguro es que fiar la redención política a cargarse de razones ante Europa es una fantasía. Los catalanes tienen razón, muchísima razón, una avalancha de razones, pero Europa entiende sus razones, y no son las nuestras. Pero más allá de las razones, siempre dialécticas y contrapuestas, hay una fuerza irrefutable en la dignidad. Por eso el Primero de Octubre fue un hito global. Pero esta fuerza se enerva y se disipa con la pasión por ser amigo de todos. Más que ensanchar la base haciéndonos cómplices de viles hermandades o aceptar una retirada honrosa para escapar de la Gestapo y volver a las manos de los oficiales educados, como el martes sugería el corresponsal del SüddeutscheZeitung, resistir exige hacer de Cataluña un país inhóspito al invasor. Esto un suizo lo debería entender. En todo caso, la única estrategia validada por la historia de las ocupaciones consiste en convertir el país en inhóspito en lugar de acogedor. Acentuar la extrañeza y subrayar la anormalidad del orden que lo rige sería un buen principio de resistencia, en lugar de mostrarnos satisfechos y agradecidos cuando alguien del país hermano nos adula diciéndonos que no somos tan excluyentes como nos pinta la propaganda y, prueba definitivamente que somos inocuos, charlemos en español con la alegría y soltura de súbditos bien amaestrados.

VILAWEB