Este artículo que ahora leen lo escribí el viernes, en el cuarto aniversario del Primero de Octubre. La prensa catalana, como es lógico, esta plena de la efeméride. Y el govern, a pesar de estar dividido sobre la significación de la fecha -si el referéndum fue vinculante o sólo el ensayo de otro que se hará algún día por gracia del Estado español-, bien se debía pronunciar. Enfrentados de oficio, los partidos sin embargo han sacado la mesa de diálogo a la calle, que dice que quieren movilizada. Sin aclarar, sin embargo, si cerrarán la Brigada Móvil e el cuartel y se abstendrán de personarse en el juzgado cuando la policía lleve a los manifestantes ante los jueces.
Para el independentismo los últimos cuatro años han sido una disipación de fuerzas enorme. Durante todo este tiempo, el debate -si la torpeza y el insulto grosero pueden caracterizarse de debate- ha girado en torno a los efectos más superficiales del Primero de Octubre: la represión, la claudicación de unos oportunistas disfrazados de políticos, el intento de institucionalizar la derrota del 27 de octubre en lugar de la victoria del día 1, el desánimo contagioso y la impaciencia destructiva, la brega para gestionar los harapos autonómicos, etc. Todo esto se ha comentado hasta la náusea; de lo que no se ha hablado mucho es de la esencia del Primero de Octubre. El prejuicio que se ha adueñado de la opinión pública por miedo de arañarse con determinados conceptos filosóficos impide ir a la raíz de los fenómenos, con la consecuencia de que, en lugar de arraigados, parecen colgar del hilo de alguna circunstancia, triviales y fugaces.
El Primero de Octubre se ha querido explicar por una causa concomitante, como la crisis económica de 2008 o el recorte del estatuto en 2010, o por un estado de ánimo: «el catalán cabreado». Estos epifenómenos forman parte del momento vivido, son inseparables del mismo. Pero, mirado con perspectiva histórica, el Primero de Octubre aparece como un momento esencial de la historia del país. Esencial, porque el pueblo manifestó su esencia, la declaró. Y no sólo por el resultado del referéndum, sino sobre todo por el hecho de votar pesara a quien pesara. Desterrando cualquier otro interés, toda preocupación meramente personal, y abriendo un espacio a la epifanía de la libertad, a la epifanía de un pueblo resuelta y completamente libre por un instante. Porque lo que vio todo el mundo e hizo temblar al Estado español era un pueblo ejerciendo plenamente la libertad. Ejerciéndola no a pesar de la violencia que le oponía un opresor enrabiado en las propias tinieblas, sino en virtud de esta violencia.
El Primero de Octubre no fue ni podía ser una fecha resolutiva, en el sentido de hacer aparecer con un conjuro el régimen que unos políticos poco escrupulosos habían prometido instaurar en cuarenta y ocho horas. Pero tampoco fue una acción simbólica, en el sentido de aludir a una realidad ausente. Y si fuera cierto, como se ha dicho, que el govern lo del instrumentalizo en una partida de póquer, esto sólo acreditaría una deficiencia a la vez ética e intelectual de los políticos. Protegiendo las urnas de la furia ciega del Estado, el pueblo catalán no sólo defendió el derecho democrático por excelencia; hizo algo más profundo: reveló la verdad íntima del país. Y lo hizo no con una vacía declaración de valores sino transfigurado en pura voluntad de ser, en un «somos y seremos» más fuerte que cualquier voluntad subjetiva.
Heidegger decía del lenguaje que no era la expresión de un organismo ni se podía considerar propiamente en términos de su carácter simbólico. Más bien lo entendía como el advenimiento, a la vez esclarecedor y ocultador, del Ser. Si me permiten la osadía, traduciré esta idea del lenguaje a la significación del Primero de Octubre, aunque la palabra «significación» sea inapropiada para un gesto que a la vez esclarece y esconde una fuerza que nadie, ni los propios protagonistas, sospechaban hasta qué punto les afectaría. Con términos tomados al filósofo alemán, diría que en aquella jornada se manifestó la esencia de la libertad, que la libertad existió, salió de su encierro y se declaró a la luz del día. Cabe decir que se declaró a quienes querían declararla.
El Primero de Octubre, para continuar con otra metáfora de Heidegger, es un claro donde de repente se revela la esencia de la catalanidad. Esta esencia, objeto de disputas estériles sobre qué es ser catalán y quién lo es, no se puede reducir al capricho de la subjetividad ni determinar su fuente científicamente. Si fuera un accidente históricamente determinable, el chorro ya hace tiempo que se habría cortado. Por cuanto no puede determinarse con lógica positivista, necesita del mito para poderse decir o narrar. ‘Mythos’, en griego, quería decir ‘pensamiento, discurso, conversación, cuento’, básicamente, cualquier forma de oralidad. Digamos «expresión» y entenderemos que el mito, bajo cualquiera de sus formas, sostiene la palabra y le permite convertirse en refleja y ser pensamiento. Por el hecho de ser un hito de la expresión del pueblo catalán, el Primero de Octubre lo puso en claro sobre él mismo.
Decía Francesc Pujols que el espíritu catalán renace siempre, a pesar de sus pretendidos enterradores. Si hay algo que nos enseñe este eterno renacer es que el ser de Cataluña está siempre cercano, siempre al alcance, aunque nos rehúya porque nosotros lo rehuimos para perseguir objetivos de mucha menor razón. Un recorrido superficial de los últimos siglos hace patente que el país existe con más intensidad cuanto más se refleja en su esencia, que participa más del ser cuanto más se afirma en la dignidad. En esta, y no en un progreso más que discutible, radica su verdadero rasgo distintivo. Anterior a la lengua y al derecho, en el que Prat de la Riba veía la prueba del hecho diferencial, este rasgo les garantiza ambos. Y es anterior, porque si la lengua es el advenimiento del ser catalán, que retrocede y renace cuando parecía a punto de extinguirse, sólo hay lengua en tanto que el pueblo se hace digno; en la medida que presiente la dignidad y se acerca a ella tanto como puede.
La lengua es el vehículo primordial para exteriorizar la dignidad, pero el hecho radicalmente diferencial es la facultad de emplearla para decir «no». De esta capacidad, ejercida una y otra respecto de una España postrada ante el absolutismo, una España que hace siglos que reproduce las hordas fanatizadas en el ‘aporellos’, ellos lo llaman «el problema catalán». Y efectivamente, les constituye un problema, este hecho diferencial que se niega a resolverse y a disolverse. Y ese «no» no aboca al nihilismo, porque en la negación está la afirmación de un reconocimiento. De aquellos que se reconocieron en el «no» surgió la dignidad del Primero de Octubre. Ese día la gente avistó la libertad allá de las porras y los golpes y la libertad la iluminó con la luz de su esencia. No todavía con la esencia, sino con su luz, que es el reflejo no sólo del origen del que nos habla el mito, sino también del destino, entendido como lo que hay que hacer y sobre todo dejar que nos haga, de tal manera que algún día la aspiración coincida con el ser.